3
—Eres nuevo aquí, jovenzuelo, así que deja que te lo explique.
Wenzel asintió. Le costaba concentrarse en las palabras de Philipp Fabricius, el primer escribiente del conde Martinitz. ¿Era posible que la muchacha que había visto el día anterior en el salón Wladislaw fuera Alexandra, que había escapado riendo junto a un joven como si irrumpir sin permiso en el viejo palacio real solo fuera una divertida travesura? No, imposible. Pero la cabellera larga y rizada, la curva de su mejilla, sus movimientos… Solo la había visto ante la ventana y de espaldas, envuelta en un largo manto y una capucha. Podría haber sido cualquier jovencita que por casualidad tuviera los cabellos largos y rizados y los llevara sueltos. Sin embargo, sabía muy bien que era ella. La hubiese reconocido entre miles, de noche y entre la niebla. Había pasado casi toda la noche cavilando acerca del significado de su descubrimiento. Ella también lo había reconocido, sin duda, pero fingió lo contrario. Y el significado de eso no requería mucha reflexión, sino más bien un esfuerzo mayor por reprimirlo.
—¿Dónde empezaste, jovenzuelo?
—¿Qué? —dijo Wenzel, alzando la cabeza.
—Te he preguntado dónde empezaste a trabajar —dijo Philipp Fabricius con el ceño fruncido.
—Perdón —respondió Wenzel.
—¿Por qué te pusieron de patitas en la calle, jovenzuelo?
—¡No me pusieron de patitas en la calle! —De pronto sus motivos le parecieron ridículos—. Quería independizarme y dejar de estar bajo la tutela de mi padre.
Dicha tutela era imperceptible. Había existido el acuerdo no manifiesto de que durante las horas de trabajo en la agencia de la empresa Wenzel recibiría el mismo trato que los demás… al igual que tanto Cyprian como Andrej, pese a la amistad que los unía, se sentaban juntos dos veces al año y examinaban la situación de la empresa, quién había hecho qué contribución y cuáles eran los errores que convenía evitar en el futuro. Pero no había ningún motivo para confesar al rubicundo Philipp Fabricius que Wenzel había abandonado la empresa a causa de Alexandra: a la larga, su constante presencia le resultó intolerable. Ya era bastante desastroso estar enamorado sin la menor esperanza de que ese amor se viera satisfecho; la presencia del objeto de sus desvelos suponía una absoluta tortura.
—¿Ya has trabajado como secretario de actas alguna vez?
—Sí, en reuniones de negocios.
—¡Aquí se trata de asuntos de Estado, jovenzuelo!
—Mi nombre es Wenzel. Y supongo que también en los asuntos de Estado el secretario de actas se limita a registrar lo que las partes implicadas manifiestan.
Fabricius sonrió. Era un hombre fornido con un rostro que lo hacía parecer diez años mayor de lo que era, con grandes bolsas bajo los ojos y las mejillas hinchadas cubiertas de venillas rojas que formaban sendos deltas. Fabricius le daba mucha importancia a ser el primer escribiente y se jactaba aún más de su aguante con la bebida y su éxito con las mujeres. De vez en cuando se quedaba dormido durante el día. No obstante, los otros escribientes habían contado a Wenzel que, durante las reuniones protocolarias, nadie le llegaba a la suela de los zapatos. A veces acababa una frase antes de que quien hablaba la hubiera terminado y entonces —cuando alguien desconfiaba e insistía en que le leyera lo que había escrito— resultaba que el ponente había querido decir exactamente eso. Philipp Fabricius podría haberse arrastrado a través del castillo a cuatro patas y borracho y jamás lo habrían regañado. Era un genio con respecto a su trabajo y que no se jactara de ello demostraba que lo sabía, al igual que sabía que allí su talento estaba desperdiciado. Wenzel todavía no se había encontrado con ningún bebedor que no fuese capaz de presentar un motivo que justificara que se diera a la bebida.
—Lo primero que has de saber es que has de escribirlo todo en latín.
—¿Qué? Nadie me dijo nada…
—¿Es que no dominas el latín?
—Vaya… sí… al menos…
—Lo malo es que durante las reuniones nadie habla en latín —añadió Fabricius y apoyó un dedo en su nariz con ademán elocuente—, así que has de ir traduciendo a medida que escribes.
—¡Vaya por Dios!
—Sí, jovenzuelo. Aquí separamos a los escribientes de los tinterillos.
—Puedo hacerlo —declaró Wenzel, con el valor de la desesperación.
—¡Muy bien! —exclamó Fabricius con una sonrisa radiante—. Y ahora te explicaré un par de trucos para que no parezcas un novato total cuando tengas que intervenir por primera vez.
—¿De qué trata esta reunión en realidad?
—Ni idea. Lo sabrás cuando hayas leído el protocolo.
—¿Y quién participará?
—¿El nuncio apostólico? ¿El rey? ¿El fantasma del caballero Dalibor?
—De acuerdo, de acuerdo. Una vez que haya leído el protocolo…
—Exacto —dijo Philipp.
Wenzel trató de interpretar su mirada: estaba casi seguro de que el viejo escribiente mentía.
—¿Qué más he de tener en cuenta? —preguntó Wenzel por fin con un suspiro.
—El pergamino nuevo es rígido —dijo Philipp, evidentemente satisfecho de que recurriera a su experiencia—. El pergamino solo se vuelve bello cuando coges uno que ha reposado cien años en un arcón y del que tus antecesores ya rascaron la escritura dos veces. La rascas una tercera vez y lo que entonces reposa ante ti en la mesa se pegará a tu pluma con la misma elasticidad que un coño a tu lengua, si lo has lamido el tiempo suficiente —añadió, y lo miró directamente a los ojos—. ¿Sabes a qué me refiero, jovenzuelo?
—No, con respecto al pergamino —replicó Wenzel en tono mordaz. Aunque resultaba obvio que tampoco sabía nada del otro asunto, hubiera preferido arrancarse la lengua antes de reconocer que, de momento, sus contactos íntimos con las mujeres se habían limitado a visitas a burdeles o apresuradas copulaciones en los portales, encuentros que carecían de todo refinamiento y se limitaban al viejo ejercicio de la cópula. Y no hubiera confesado ni en su lecho de muerte que en esos momentos él solo pensaba en Alexandra y que al mismo tiempo se avergonzaba de ello.
Philipp sonrió y parecía saber exactamente qué pensaba Wenzel. Si este hubiera sido un señor mayor, habría comprendido que el primer escribiente había notado la repentina desconfianza de su joven interlocutor y había guiado sus ideas de tal forma que solo se centrara en estas.
—El pergamino que utilizamos aquí es completamente nuevo —dijo Philipp—, un horror. La pluma se desliza a un lado, la tinta se escurre y no se seca ni en mil años, y cada trazo chirría y rasca hasta que todos los presentes solo piensan en cómo asesinarte.
—¿Qué puedo hacer?
—Debes escupir en el pergamino. Con ganas, así… —explicó Fabricius, y carraspeó como si se dispusiera a escupir un gargajo en la mesa. Wenzel se estremeció de asco—. Después lo emborronas, así… —añadió, se arremangó e hizo movimientos circulares con los pulpejos, como si hiciera penetrar algo en la superficie de la mesa—. Eso ayuda.
—¡Dios mío! —exclamó Wenzel, tratando de no devolver el desayuno.
Entonces se le aparecieron los miles de pergaminos que había manejado mientras trabajaba en la empresa Khlesl & Langenfels. Algunos habían sido nuevos. De pronto sintió un repentino escozor en las palmas de las manos.
—Si te encontraras en la sala antes que todos los demás te aconsejaría que mearas sobre el pergamino, pero me parece que hoy te resultará imposible —comentó Philipp, al parecer sinceramente compadecido.
—Gracias al Señor —susurró Wenzel.
—Con respecto a la pluma, arranca un trozo del cañón con los dientes y escúpelo al suelo.
—¿Qué es esa superchería?
—Una en la que cree el conde Martinitz —dijo Philipp—. Además, si no lo haces la pluma no reposará en tu mano correctamente cuando escribas con rapidez.
Wenzel agachó la cabeza. Se sentía bondadosamente sermoneado.
—De acuerdo —dijo.
—¿Había algo más? —susurró Philipp y dirigió la mirada al techo—. Deja que reflexione un mom… Sí, claro, la mayoría de los hombres hablan por los codos y después no recuerdan lo que han dicho. Resulta útil que, cada vez que termina una frase grites: «¡Punto!».
—¿De veras?
—¿Qué significa esa pregunta?
—Perdonad, Philipp —dijo Wenzel, con la sensación de acercarse a un atronador remolino provisto únicamente de una brizna de hierba para remar.
Philipp Fabricius le palmeó el hombro.
—Lo lograrás, jovenzuelo.
—Wenzel —dijo este.
—Bien, ¿lo recuerdas todo? Traducir al latín, untar el pergamino con saliva, gritar: «¡Punto!». Repite.
Wenzel repitió las indicaciones al tiempo que Philipp lo empujaba hacia la puerta del gabinete al que lo había mandado llamar.
—¿Y seguro que los únicos presentes serán el conde y el señor Slavata?
—Quizá ni siquiera ellos, sino solo sus secretarios. No te mees en los pantalones, pequeño. Ah, sí: a Slavata le agrada que los escribientes celebren un ritual antes de empezar.
—¿Un ritual? —soltó Wenzel, agotado.
—En cierta ocasión observó que lo hacía un poeta. ¿Qué ritual tienes tú, pequeño?
—No quiero hacerlo. Sustituidme, Philipp.
—Tonterías. Todos pasan por la primera intervención. Venga, puedes utilizar mi propio ritual hasta que inventes el tuyo. A mí siempre me ha dado suerte.
—Gracias.
—Se trata de lo siguiente: te sientas, luego vuelves a levantarte, caminas en torno a tu taburete, señalas el pergamino, te metes un dedo en la boca y haces «plop», como si descorcharas una botella, te vuelves a sentar, frotas la pluma entre las manos y dices en voz alta: «¿Podemos empezar de una vez, por Apolo?».
—Jamás lo haré —manifestó Wenzel con voz firme.
—Todos forjamos nuestra propia suerte —declaró Philipp.
—¿Y de verdad solo estarán el conde y el señor Slavata…?
—… ¡sus secretarios!
—Bien, de acuerdo.
—Los deslumbrarás a todos —dijo Philipp, abrió la puerta y lo empujó fuera—. ¡Buena suerte, jovenzuelo!
—Wenzel —dijo Wenzel, y entonces se encontró ante la segunda puerta que daba directamente al gabinete, inspiró profundamente y entró.
¿Había creído que sería como caer en un remolino con solo una brizna de hierba como remo?
Era muchísimo peor.
—Has tardado mucho —masculló el conde Martinitz en tono malhumorado. Tenía los cabellos erizados y parecía a punto de estallar. Después del saludo contempló a Wenzel—. ¡Dios mío: es el nuevo!
—Se las arreglará perfectamente, ¿verdad, Ladislaus? —dijo Wilhelm Slavata.
—Wenzel —musitó este.
Sentía vértigo. En torno a la mesa del pequeño gabinete estaban sentados cinco hombres. Dos de ellos eran el conde Martinitz y Wilhelm Slavata, pero no había ni rastro de sus secretarios. El tercero era Lobkowicz, el canciller imperial; el cuarto era el rey Fernando. Wenzel cayó de rodillas y trató de desmayarse, pero no lo consiguió.
—Majestad —balbuceó.
—Nada de formalidades —dijo el rey, en un tono que sonaba a «¡Ahorcad a ese cretino!».
Wenzel clavó la vista en el hombre envuelto en una sotana.
—Este es el patriarca Ascanio Gesualdo, el nuncio apostólico del papa Pablo V —dijo Wilhelm Slavata—. No temas, muchacho, siéntate y cumple con tu deber.
Mientras se acercaba a su puesto en el extremo de la mesa, en los oídos de Wenzel atronaron campanas de iglesia. Tenía la mente en blanco y en alguna parte de ese vacío flotaba la idea de que Philipp le había jugado una mala pasada, pero debido al pánico la idea no cuajó. Su instinto de supervivencia se aferró a una brizna de hierba, recordó los consejos de Fabricius y se agarró a ellos, agradecido.
Wenzel tomó asiento, se puso de pie, caminó en torno a su taburete, indicó el pergamino con un dedo, se metió el otro en la boca e hizo «plop», volvió a tomar asiento y, con voz aguda, exclamó:
—¿Empezamos de una vez, por Zeus?
Su mirada —la de un conejito enfrentado a cinco serpientes— se deslizó en torno a la mesa.
El silencio era gélido. El conde Martinitz se sonrojó y el rey lanzó su prominente mandíbula inferior hacia delante como una torre de asedio. El nuncio papal contempló sus uñas y Wenzel quiso que se lo tragara la tierra. Si antes aún había existido una oportunidad de desarrollar ideas propias durante la reunión protocolaria, esta había desaparecido.
—Estamos de acuerdo, Excelencia reverendísima —dijo Wilhelm Slavata en medio del silencio—, en que la orden de demoler la iglesia protestante no solo fue correcta sino que también cumplía con el deseo del Santo Padre.
Tenía la frente cubierta de sudor.
—El Santo Padre no fue informado de ello —replicó Ascanio Gesualdo.
—Sí, lo fue —gruñó Martinitz.
—Sí, pero por desgracia solo a posteriori.
—Enviamos tres palomas mensajeras…
—Dios, Nuestro Señor, debe de haber interpuesto halcones en su vuelo.
—Recibimos una respuesta en la que figuraba la bendición papal.
—Entonces debe de tratarse de un malentendido —adujo el nuncio; la respuesta no lo había impresionado en absoluto.
—¿Cuándo piensas empezar a protocolar, muchacho?
Presa del espanto, Wenzel clavó la mirada en el pergamino. Era nuevo y aún despedía un leve olor a curtiembre y carne muerta. Un brillo apagado cubría la superficie y daba la impresión de que todo trazo de tinta se borronearía en el acto y gotearía sobre la mesa como si fuera cera. Era imposible que todos los consejos de Philipp fueran una broma de mal gusto, ¿no?
—Majestad, señores míos, la situación es inequívoca… —empezó a decir Gesualdo, pero el desesperado carraspeo de Wenzel lo interrumpió—. Si el Santo Padre ha adoptado una posición tan inequívoca…
Entonces lo interrumpió el escupitajo de Wenzel y Gesualdo se quedó boquiabierto y mudo. La mirada de cinco pares de ojos seguían los movimientos circulares mediante los cuales Wenzel frotaba el escupitajo contra el pergamino soltando rítmicos chirridos. El muchacho no despegó la vista de su mano, pero entonces se dio cuenta de que debía decir algo.
—El pergamino está demasiado liso —susurró y procuró encontrar el valor de alzar la vista.
Cuando lo logró, se encontró nada menos que con la mirada del rey Fernando, que parecía a punto de dar orden de que lo ajusticiaran. El pergamino permanecía en la mesa, flácido. Wenzel hundió la pluma en el tintero y trazó la primera letra en la superficie opaca. Inconscientemente, recordó la siguiente indicación de Fabricius.
—¿Estás preparado, por fin? —preguntó el conde Martinitz con voz afilada como un cuchillo.
Wenzel mordió el cañón de la pluma y trató de arrancar un trozo, pero no lo logró. Volvió a intentarlo y por fin lo consiguió, la tinta salpicó en todas direcciones, el nuncio echó un vistazo a su sotana, trató de limpiar una mancha de tinta y las puntas de sus dedos se tiñeron de negro. Gesualdo las contempló con expresión atónita. Wenzel se quedó sentado con la boca llena de plumas, después apartó la cabeza y las escupió; las plumas cayeron al suelo, una gota de tinta se desprendió del cálamo y cayó en la mesa a un lado del pergamino.
—Ahora estoy preparado —susurró, y ocultó la mancha de tinta bajo la manga. La humedad penetró a través de la tela y recordó que ese día se había puesto sus mejores prendas. Entonces vio que incluso el rey Fernando tenía la cara salpicada de tinta, pero que al parecer no lo había notado, y en el último instante Wenzel logró controlarse y no le llamó la atención al respecto. «Déjame morir, Señor —suplicó—; aquí y ahora mismo, te lo ruego, Señor…».
—En el pasado, la Santa Sede no tuvo ningún problema en adoptar una posición —dijo el rey Fernando—. Por ejemplo, cuando quemaron a Giordano Bruno en la hoguera.
—Ah, sí, Majestad… bien, en aquel entonces el Papa era Clemente —dijo Gesualdo, tosiendo—. Vuestra Majestad recordará que el monje solo tenía un par de perturbados seguidores. Además, de eso hace casi veinte años. Los tiempos han cambiado.
—Cuando se trató de atacar a los husitas la Santa Sede tampoco vaciló. Y los husitas tenían numerosos seguidores.
—Su Majestad solo ha de releer las crónicas para saber la devastación que causaron las guerras contra los husitas.
—¿Devastación? —chilló el conde Martinitz, furibundo—. ¡Pero si la devastación ya está teniendo lugar! ¡No quería mencionarlo, pero en mi casa yace un joven, mi amado sobrino! ¡Fue atacado por protestantes, aquí, en Praga! ¡Ante nuestras narices! ¡En nuestras calles! Le dieron una paliza y lo dejaron tirado medio muerto en la alcantarilla. Le rompieron la mandíbula y los dientes, solo por pertenecer a la fe católica. ¿Acaso queréis esperar a que los primeros sacerdotes católicos yazcan muertos a orillas del Moldava, Excelencia? ¡No hemos de tener compasión con los separatistas, los rebeldes, los herejes y los matones!
—Al diablo —replicó el rey Fernando en un tono de fría cólera—. ¡He negociado con mi amado tío Maximiliano de Baviera y con cada uno de los miembros de la Liga Católica: con el obispo de Colonia, de Maguncia, de Trier y de Wurzburgo! He estado presente en las negociaciones. Sin mí, durante los últimos años la Contrarreforma no hubiese avanzado ni un solo paso y quizá toda Bohemia ya sería protestante. ¿Y esa es la recompensa? ¿Que las familias de mis prefectos sean atacadas en la capital de Bohemia? Decidle al Santo Padre que, cuando me convierta en emperador, recordaré su desidia en apoyar mi gran tarea… Por todos los santos, hombre, ¿a qué vienen esas muecas? ¿Acaso eres un pez? ¡Escupe lo que tengas que decir!
—¡P… punto! —exclamó Wenzel con los ojos cerrados y la más absoluta certeza de haber firmado su propia sentencia de muerte.
Desde el exterior penetró un grito apagado y los pasos apresurados de pesadas botas. Entonces ambas alas de la puerta se abrieron violentamente y un remolino de brazos y piernas se abalanzó al interior del gabinete. Los hombres se pusieron de pie, la mesa se agitó y el tintero derramó un charco negro sobre las letras apresuradamente garabateadas en el pergamino. La confusa masa en el suelo maldijo a dos voces y procuró desenredarse. El rey Fernando desenvainó su espada. Wenzel reconoció botas de soldado, un sombrero de ala ancha y un gran cinto del cual colgaba una vaina vacía, entremedio una chaqueta multicolor, zapatos bien lustrados y bombachos. El soldado logró ponerse en pie, pegó un puntapié al otro hombre que había entrado junto con él y luego se arrodilló inmediatamente ante el rey. Fernando aferraba su espada y estaba tan pálido que Wenzel comprendió que había temido que se tratara de un atentado. Y se desconcertó aún más cuando se dio cuenta de que el segundo hombre era Fabricius.
—Mensaje urgente para Vuestra Majestad —soltó el soldado, jadeando y alzando el mensaje.
Olía a caballo y a sudor y estaba cubierto de polvo, sus guantes soltaban vapor, sus botas estaban empapadas y bajo las correas de las espuelas aún quedaban restos de nieve. Lo que había ocurrido era evidente: el mensajero había irrumpido en la antecámara con su mensaje, Philipp estaba ante la puerta escuchando a hurtadillas y, totalmente sorprendido, en vez de esquivar al soldado se había interpuesto y ambos rodaron al interior del gabinete pataleando y hechos un ovillo. El primer escribiente se incorporó lentamente y su rostro ya de costumbre enrojecido adoptó un tono casi violáceo.
El rey Fernando cogió el mensaje de manos del soldado. Rompió el sello, notó que la espada lo estorbaba y la depositó en la mesa, desplegó el papel y leyó lo que ponía.
—¡Está en latín! —dijo, furioso—. ¿No prohibí hace tiempo que se redactaran documentos importantes en latín?
Después siguió leyendo y su rostro se tensó.
—¿Algún mensaje de respuesta, Majestad? —preguntó el soldado.
—No —contestó Fernando, casi asfixiado de ira—. No. Gracias, hijo mío.
El soldado se puso de pie, se golpeó el pecho con el puño, se volvió y al salir no olvidó apartar a Philipp de un empellón. El olor a caballo y sudor aún flotaba en el ambiente. Wenzel y Philipp intercambiaron una mirada; el segundo bajó la vista y volvió a sonrojarse.
—¿Qué ha ocurrido, Majestad? —preguntó el canciller Lobkowicz.
—Se ha producido una rebelión abierta en Braunau —dijo el rey—. El abad Wolfgang intentó cerrar la iglesia protestante, los rebeldes asedian el convento, reforzados por tropas de los estamentos.
—Eso es solo el principio —susurró Lobkowicz.
La mirada de Wenzel osciló de un hombre a otro. El rostro de Martinitz y el de Slavata manifestaban su desconcierto, la ira oscurecía el del rey Fernando, por un motivo insondable el de Ascanio Gesualdo expresaba autosatisfacción y solo Zdenĕk von Lobkowicz parecía auténticamente conmocionado.
—Hemos de deliberar —dijo el rey por fin—. Debemos detenerlos ahora mismo, de lo contrario se rebelará medio país. Fuera —añadió, indicando a Philipp y Wenzel con un movimiento de la cabeza—. ¡No habrá protocolo!
Ambos se apresuraron a hacer una reverencia y retrocedieron de espaldas hasta trasponer el umbral. Una vez fuera, Philipp cerró la puerta exterior, luego se volvió, se apoyó contra la pared, se secó la frente y soltó un prolongado suspiro. Wenzel estaba de pie en medio de la habitación y no sabía si coger al escribiente del pescuezo o desplomarse en el suelo llorando. De pronto Philipp soltó un gruñido, después una risita y finalmente una carcajada. Wenzel lo contempló fijamente.
—¡Eres de lo que no hay! —exclamó Philipp, riendo—. Lo hiciste todo, ¿no? Incluso tartamudear: «¡Punto!». ¡Nunca había visto nada igual! ¡Eres el mejor, jovenzuelo!
—Wenzel —gruñó este entre dientes.
Philipp se golpeaba las rodillas, riendo con tanta violencia que se deslizó lentamente al suelo a lo largo de la pared. De repente se abrió la puerta y apareció Wilhelm Slavata, se agachó sin titubear y agarró a Philipp por la oreja. El escribiente hizo una mueca de dolor cuando el procurador real lo alzó.
—¡Ay… ay… por favor, Excelencia… ay…!
—Todos los años un nuevo escribiente inicia sus servicios aquí —siseó Slavata—, y en todas sus primeras intervenciones me encuentro con un muchacho pálido de terror que chilla «¿Empezamos de una vez?» o algo similar, escupe sobre el pergamino o comete cualquier otra estupidez, algo que nunca se le pasaría por la cabeza a una persona con dos dedos de frente.
—¡Ay…! —gritó Philipp, que entre tanto se había puesto de puntillas, con la cabeza ladeada para evitar que Slavata le arrancara la oreja.
—¿Acaso crees, Philipp Fabricius, que no sé desde hace tiempo que quien está detrás de estas travesuras eres tú?
—¡Ay, Excelencia!
—¿Me tomas por tonto?
—No, Excelencia —exclamó Philipp en tono mucho más agudo. Slavata mantenía el brazo estirado, era casi como si Philipp colgara de él.
—¿Qué haremos, Philipp Fabricius?
—¡Ayyy… no volver a hacerlo nunca más, Excelencia!
—¡Te equivocas!
—Sí, Excelencia… ¡ayy!
—¿Qué haremos, Philipp Fabricius?
—Ni… ni idea, Excelencia.
—¡Inventaremos algo nuevo! —rugió Slavata—. ¡El chiste con el pergamino, la pluma mordida y todas las demás sandeces ya tienen cien años! ¡Ya me amedrentaron con eso cuando inicié mis servicios aquí como novato, y soy un hombre viejo!
—¡Ayyy… sí, Excelencia!
Slavata soltó la oreja de Philipp y el primer escribiente se desplomó. Tenía la oreja roja. Al volverse hacia Wenzel, Slavata esbozó una sonrisa burlona.
—Sin embargo, es la primera vez que alguien lleva a cabo todas esas tonterías hasta el final. Todos los demás se dieron cuenta mucho antes.
—Perdón, Excelencia —musitó Wenzel.
—Está bien —dijo Slavata y adoptó un tono oficial—. ¡El rey sí que necesita un secretario de actas, Fabricius! El conde Martinitz exige venganza por el ataque a su sobrino y Su Majestad está de su parte.
—Muy bien —dijo Philipp con voz débil.
—¡Dentro de un minuto te presentarás con material de escritura en el gabinete! ¡Y ahora vete!
Philipp salió a toda prisa, sin dejar de lanzar a Wenzel una mirada en la que este creyó adivinar que el primer escribiente le estaba agradecido por haber callado y no haberlo hundido aún más.
Slavata le sonrió.
—No temas, no has caído en desgracia. Todos hemos sido jóvenes, a excepción del nuncio papal: ese ya nació así —dijo el procurador real y le guiñó un ojo. Luego se puso serio—. Para lo que ahora se debatirá hace falta un secretario de actas experto. Y aunque Fabricius es un memo, es el mejor. Y tú te mereces una pausa. ¡Punto! —exclamó, meneando la cabeza—. Vete a casa, Ladislaus.
—Wenzel —dijo el muchacho, pero el procurador ya le daba la espalda.