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Cuando un guardia entró con el estruendo acostumbrado el cardenal Melchior Khlesl alzó la vista. Hacía días que los rostros eran los mismos, por lo visto al rey Fernando se le acababan los soldados. El cardenal estaba bien informado acerca de todo lo acontecido en Bohemia, quizás aún mejor que los respectivos cabecillas de las partes, Fernando de Habsburgo y Heinrich Matthias von Thurn. De momento, ambos bandos estaban firmemente convencidos de que el otro ya tenía a sueldo un ejército y se armaba como un demente. La guerra era ya inevitable y, dado que la mayoría se alegraba de ello, el cardenal había dejado de preocuparse por el asunto. Si algo le apenaba era que la fortuna que había acumulado —y que su católica majestad el rey Fernando había arrojado por la ventana— y que antaño quiso dejarle a la familia de Cyprian, en ese momento servía para pagar el betún destinado a las botas de los oficiales y a las putas del contingente que seguía al ejército.
Entonces entró el lacayo del administrador del castillo.
—Aquí está la comida, Eminencia —dijo—. Truchas y agua, como vos deseabais, ¿verdad?
Melchior inclinó la cabeza con rostro inexpresivo. Al parecer había noticias frescas.
—¡Anda! —exclamó uno de los guardias que, a juzgar por su deje, Melchior ya había identificado como un hombre del ducado de Maximiliano de Baviera. El lacayo se volvió hacia el cardenal.
—Comed antes de que se enfríe —dijo en tono impaciente.
Entonces Melchior se horrorizó al ver que el soldado cogía el jarro, dirigía una sonrisa maliciosa al lacayo, y derramaba el contenido del jarro en el suelo. El agua salpicó el suelo de madera y el soldado metió un dedo en la jarra para quitar la pieza de cobre insertada y la dejó caer. Atónito, Melchior se limitó a observar al hombre mientras este volvía la jarra del revés para que los utensilios de escritura cayeran.
Pero nada cayó.
El soldado parpadeó, desconcertado.
Después cogió la bandeja, la arrancó de las manos del lacayo y también la volvió. Una trucha magníficamente asada cayó al suelo, los guisantes rodaron en todas direcciones y el plato de arcilla se hizo pedazos. El lacayo no sostenía nada en las manos, nada estaba pegado en la cara inferior de la bandeja. El soldado entornó los ojos y se quedó boquiabierto. Entonces volvió a enderezar la bandeja.
—¿Qué? —preguntó el lacayo.
—Vete a la mierda —espetó el soldado, sin saber qué hacer.
—Ahora ya podéis ir a buscar más comida para Su Eminencia —gruñó el lacayo—. Yo no soy vuestro pelele.
Los soldados intercambiaron una mirada; el que había hecho el registro comenzó a sonrojarse.
—¡Tú te quedas aquí! —ladró.
El lacayo asintió con la cabeza.
Los soldados salieron dando pisotones, olvidando la orden de que jamás debían dejar al cardenal a solas con otra persona. El lacayo se encogió de hombros, extrajo un paquetito de correspondencia de la chaqueta, así como una pluma y un tintero del bolsillo. Los apoyó en la cama del cardenal y este los cubrió con la manta.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó el cardenal.
El lacayo se encogió de hombros una vez más. Después se tocó la nariz.
—Hay que tener olfato —dijo, se acercó a la ventana y se asomó—. Tenemos visita.
—¿Quién es?
—Ni idea. Un individuo importante, me parece.
—¿Es que no lo has visto?
—¿Cuándo? Aquí estamos lejos de todo, ¿no? Ni siquiera sabría qué aspecto tiene el emperador.
Melchior adelantó el labio inferior. El lacayo asintió con la cabeza.
—Vaya —dijo—, todos los Habsburgo tienen el mismo aspecto, ¿verdad?
Los soldados regresaron con otra bandeja, otra trucha y otra jarra. Esa vez contenía vino. Ambos hombres ponían la cara que ponen todos los soldados del mundo cuando les han echado una bronca por cumplir con su deber y no comprendían qué habían hecho mal.
—Buen provecho —dijo el lacayo—. Regresaré cuando me haya ocupado de la visita, ¿de acuerdo?
Melchior echó una ojeada a los documentos al tiempo que separaba la fragante carne de las espinas. Eran copias de documentos que él había solicitado. Esa vez no los había enviado Wenzel, sino uno de sus propios secretarios que, tras la detención del cardenal, había encontrado trabajo con el obispo Lohelius y aprovechaba su puesto en el obispado para hacerle ocasionales favores a su antiguo amo. Había pasado un tiempo hasta que el cardenal los recibió; acceder a los documentos no resultó sencillo y tuvo que obtener algunos a través de la escribanía del prefecto de Moravia. Pero en la época en la que aún ocupaba el puesto de ministro imperial, Melchior siempre se había encargado de que sus secretarios y escribientes mantuvieran los mejores contactos posibles, sobre todo con otros secretarios tan curiosos e ingeniosos como ellos mismos, y en esa ocasión también había tenido razón.
De pronto se interrumpió, se limpió distraídamente los dedos en su atuendo y volvió a hojear un par de documentos. Entonces frunció el ceño.
Había visto la fecha de una defunción, pero faltaba la inscripción en el registro de la iglesia. Eso significaba que alguien había muerto pero no había sido enterrado.
Volvió a examinar todos los documentos. Conocía muy bien al hombre que figuraba en los registros: nunca hubiera pasado algo así por alto. Si faltaba la inscripción en el registro de la iglesia, entonces no existía. Estaba especialmente seguro de dicha circunstancia porque había insistido de manera explícita en que ambos eran importantes. Algo que Wenzel había apuntado en el borde de una de sus cartas había hecho que el anciano cardenal se le ocurriera la idea de solicitar esos papeles.
Por fin se inclinó hacia atrás y apartó la bandeja. Sacó los utensilios de escribir de debajo de la manta, volvió uno de los documentos del revés y encontró un poco de espacio en la cara posterior de la hoja. Estaba demasiado impaciente como para frotar la piedra de tinta, así que sumergió la pluma en el pesado vino tinto. En el papel apareció un pálido trazo que se fue haciendo cada vez más nítido a medida que el vino disolvía la tinta seca de la pluma. El dibujo parecía un árbol genealógico. El cardenal recordaba los datos y las fechas importantes de los hombres influyentes de la corte imperial, así que no tardó en crear un sistema formado por numerosos casilleros y círculos en los que aparecían iniciales. En el centro se encontraban dos casilleros de gruesos bordes unidos por un doble anillo: el símbolo habitual que indicaba un matrimonio. A izquierda de ambos casilleros se elevaba una línea que se dividía en dos y conducía a otros casilleros. El cardenal reflexionó, consultó varios de los documentos contrabandeados y luego contó con los dedos. La pluma garabateó iniciales en los otros casilleros: V, J, E, F y B. A cada uno de esos cinco casilleros añadió un anillo doble, un casillero a un lado y más líneas que acababan en el vacío. Quien contemplara el dibujo debía darse cuenta de que el cardenal había prestado una atención especial al árbol genealógico que aparecía a la izquierda del casillero central. Por último dibujó un sexto casillero a un lado de los cinco símbolos de matrimonio, y este quedó vacío. Trazó una línea desde ese casillero hasta el casillero central de la izquierda. Luego volvió a reflexionar y engrosó la línea cada vez más hasta que de pronto la pluma se dobló y salpicó el papel. Las manchas de vino tinto mezclado con tinta parecían gotas de sangre que se extendieron con rapidez por encima de la entre tanto perfectamente visible obra de arte.
El cardenal contempló su dibujo con el ceño cada vez más fruncido. La pluma se movía casi sin su ayuda y dibujó una Z con arabescos en el casillero central de la derecha y una P igual de artística en el de la izquierda. Luego se detuvo por encima del único casillero aún vacío, ese que había situado al final junto a los cinco casilleros con las letras V, J, E, F y B. La pluma rozó el papel, trazó una pequeña curva, se despegó de la superficie y marcó un grueso punto debajo de la curva. Tal vez el gesto fue demasiado abrupto, porque la pluma se abrió, el punto se unió con los arabescos superiores y de repente el signo de interrogación se convirtió en una calavera infantil.
El cardenal se inclinó hacia atrás. Tenía la sensación de que acababa de hacer el descubrimiento más importante desde el día que lo encerraron, pero ¿a quién podía hacérselo llegar? En ese caso muy especial, el canciller imperial —que de lo contrario lo apoyaba en secreto siempre que podía— no era la persona indicada. Desconcertado, clavó la vista en la calavera creada por error. Le pareció que esta le sonreía y sintió frío.
Cuando los guardias entraron junto con el lacayo, hacía un buen rato que Melchior había ocultado todas las pruebas de su correspondencia secreta. Los utensilios de escritura estaban en el interior de la trucha casi intacta, y los documentos se hallaban bien sujetos debajo de la bandeja. El cardenal Melchior también era capaz de darse maña si disponía del tiempo suficiente para practicar. Pero entonces en vez de tenderle la bandeja al lacayo, alzó la cabeza con aire de sorpresa: el último en entrar fue el administrador del castillo, retorciéndose las manos.
—Hay alguien aquí que desea hablar con vos, Eminencia —dijo.
—¿Quién es? —preguntó Melchior y con el rabillo del ojo vio que el lacayo se encogía disimuladamente de hombros.
Un hombre entró en la confortable celda del cardenal. Era flaco y de cabellos grises, y su rostro flácido estaba surcado de arrugas, pero eso no era lo primero que llamaba la atención: el hombre irradiaba una desesperación casi incontrolable y un odio que hacía olvidar todo lo demás. Parecía estar temblando. Melchior entornó los ojos. No era ningún milagro que el propio administrador hubiese acudido y se retorciera las manos; él, Melchior, tampoco hubiese permitido que el hombre fuera solo a ninguna parte. Una segunda mirada le permitió fijarse en el hábito negro bajo el amplio manto.
—Ni siquiera me reconoces —susurró el visitante.
Y entonces se abalanzó sobre el cardenal.
La bandeja salió volando y cayó al suelo, y los restos de pescado, la jarra medio vacía y los documentos ocultos se desparramaron por la habitación. Melchior cayó al suelo. Oyó los gemidos y los jadeos del hombre que lo había atacado. De algún modo se las arregló para aferrar las delgadas muñecas y no las soltó. El atacante trataba de rodearle el cuello con las manos, pero Melchior logró impedirlo. Previó que el hombre nunca volvería a soltarlo, que si le cortaran las manos de un hachazo seguiría agarrándolo del cuello. Todas las fibras de su cuerpo estaban tan llenas de odio que ni siquiera la muerte hubiera apagado ese sentimiento.
Pero todo eso solo ocupaba un lugar secundario en el cerebro del cardenal Melchior al tiempo que luchaba con el hombre del hábito benedictino. Lo primero que pensó fue que acababan de descubrir su correspondencia secreta y que ya no tendría oportunidad de proseguir con ella. La idea lo enfadó y logró separar las manos de su adversario hasta tal punto que este perdió el equilibrio y se desplomó lentamente sobre el cuerpo del cardenal. Durante un instante ambos permanecieron tendidos uno junto al otro y Melchior oyó la respiración entrecortada del hombre. De repente supo quién era y, más que el ataque, lo conmocionó la rapidez con la que el otro había envejecido.
Entonces le quitaron el peso de encima. Los soldados arrastraron al hombre envuelto en el hábito de benedictino y lo separaron del cardenal. El lacayo del administrador del castillo ayudó a Melchior a ponerse de pie.
—¡Nunca creí que pasaría esto! —gritó el administrador—. De lo contrario no lo hubiese dejado pasar. Es un miembro de la delegación…
—Abad Wolfgang Selender —lo interrumpió Melchior con voz serena.
—Ya no existe un abad Wolfgang —siseó el benedictino, pero dejó de debatirse—. Ya no existe un convento de San Wenceslao en Braunau. Lo único que aún existe es el hombre que tiene la culpa de todo eso.
El atuendo de Wolfgang Selender era nuevo, todo lo demás parecía desgastado durante más de una vida. Melchior meneó la cabeza. Durante su último encuentro, el año pasado en Braunau, su propia ira y espanto por la desaparición de la Biblia del Diablo todavía habían sido demasiado intensos, pero ese día lamentaba la pérdida de un amigo. Vio que lágrimas de ira y de desesperación empañaban los ojos del abad Wolfgang.
—Era feliz —susurró Wolfgang—, era feliz allí en la costa, en la abadía de Iona siempre acompañado por el coro del rumor del mar. Mi único deseo era volver a oír ese rumor algún día.
—Yo no tengo la culpa de la extinción del convento —dijo el cardenal—. Y en cuanto a ti y a tus monjes: te envié protección en cuanto me informaron de lo ocurrido en Braunau. Sabes que mi sobrino perdió la vida durante esa expedición.
—Lo que le costó la vida fueron tus intrigas, no yo.
—Tampoco te culpo de ello.
—¡Pero yo te culpo a ti! Por eso… y por todo lo demás. ¡Siempre fingiste que querías impedir que el diablo hiciera su trabajo! —exclamó Wolfgang, y tendió el puño contra él con el meñique y el índice rígidos; con el rabillo del ojo, Melchior vio que el administrador se persignaba—. ¡En realidad, tú le ayudaste a cumplir con él!
—¿Para qué has venido, Wolfgang? Si quieres alegrarte por lo profundo de mi caída no dejes de hacerlo.
—Iré a Roma, te denunciaré y daré fe de tus intrigas.
—¿Por qué en Roma?
—Porque te llevarán allí. Te llevarán ante el tribunal de la Inquisición.
Melchior procuró disimular que el anuncio lo inquietaba.
—Me parece dudoso que el rey Fernando logre convencer al Santo Padre que oponerse a su belicismo supone una ofensa contra Dios y la Iglesia.
—Ya lo veremos, Melchior. ¡Ya lo veremos! —dijo Wolfgang, y se desprendió de las manos de los soldados—. ¡Soltadme! No volveré a ensuciarme las manos con ese traidor.
Los soldados lo soltaron y Wolfgang abandonó la habitación sin dignarse a mirar al cardenal ni a los demás. Melchior permaneció inmóvil. El administrador del castillo carraspeó.
—No lo sabía… —musitó.
—Todos tienen derecho a tener su propia opinión —dijo Melchior, obligándose a hablar en tono indiferente.
—Pero, sin embargo…, ese ataque…
El administrador se agachó y recogió los documentos desparramados. Lo hizo un segundo antes que Melchior y el lacayo, que también se habían agachado, pero no se dio cuenta y se los alcanzó al cardenal, que se quedó de piedra.
—Vuestros documentos. Perdonad…
Pero se interrumpió cuando superó el bochorno y se preguntó de dónde podría haber sacado esos papeles alguien que tenía prohibido cualquier contacto con el exterior. El administrador clavó la mirada en el desordenado puñado de papeles que sostenía en la mano y después dirigió la mirada a los restos de la comida. La pluma y el tintero estaban mezclados con los restos del pescado. La acidez del pescado asado había afectado la piedra de tinta y creado una pequeña mancha en el suelo. Lentamente, el administrador alzó la vista y contempló a Melchior con expresión atónita.
Melchior le devolvió una mirada pétrea. Era lo único que podía hacer.
—¡Dios mío! —dijo el administrador—. ¡Dios mío!
Dio media vuelta y salió a toda prisa sin soltar los documentos. Los soldados no sabían qué hacer y por fin echaron a correr tras él. Durante un momento demencial parecía que el cardenal prisionero podría limitarse a salir por la puerta, pero entonces regresó uno de los soldados y se apostó en el umbral. Era el hombre oriundo de Baviera y parecía querer apuñalar a Melchior con la mirada.
Este contempló al lacayo.
—Mierda —dijo el lacayo.
Sin que el cardenal Melchior Khlesl lo advirtiera y tampoco Wolfgang Selender, arrodillado en la capilla y elevando una plegaria asfixiada por el odio y la desesperación, el paquete de documentos pasaba de una mano a otra en la gran sala del castillo.
—¡Juro que no lo sabía! —tartamudeó el administrador.
El hombre a quien le había entregado el paquete hojeó los documentos, se detuvo y contempló uno de ellos con ojos desorbitados. Cogió la hoja que le había llamado la atención: era el confuso dibujo de un árbol genealógico con una incógnita, confeccionado por el cardenal Melchior. Lo sostuvo con los dientes y siguió hojeando, halló la fecha de la defunción, buscó la inscripción en el registro de la iglesia al igual que el cardenal y no la encontró. Su rostro se volvió sombrío y contempló al administrador.
—Me hago responsable de ello, desde luego —dijo el administrador y trató de ponerse firme, pero fracasó.
Su interlocutor cogió la hoja que sostenía entre los dientes y la puso junto con las otras.
—Nadie debe saber que me he adueñado de este documento —dijo.
—Por supuesto —dijo el administrador del castillo—. Por supuesto. No hay problema. Como vos queráis, canciller imperial Lobkowicz.