10
—Tomad asiento, señor Von Wallenstein —dijo la aparición, indicando una de las sillas—. ¿O debería dirigirme a vos como Dobrowitz? ¿O cómo os agradaría que os llamase?
El cerebro de Heinrich, que aún no había tenido tiempo de recuperarse de la sorpresa, dio paso a su habitual descaro.
—Mis amigos me llaman Henyk —se oyó decir a sí mismo.
Ella sonrió.
—Bien, Henyk, tomad asiento.
El retrato no hacía justicia a la realidad. A ese pintor tendrían que haberle metido los pinceles por el trasero y después prenderles fuego. Heinrich se esforzó por no dejarse caer en la silla como un saco de harina y la contempló fijamente. Llevaba el rostro maquillado de blanco, pero ese era el único punto de similitud con la frialdad que irradiaba el cuadro. Al natural, era de una belleza abrasadora y resplandeciente en la que se hubiera quemado el sol; Heinrich la miró a los ojos y se deshizo como una polilla entre las llamas. Tenía los ojos de color verde esmeralda, un chocante contraste con sus cabellos rubios y la opalescente blancura de su rostro, semejante a una máscara. Describir sus rasgos como armoniosos equivaldría a describir el interior de un volcán como tibio; decir que su figura y su porte eran perfectos sería como describir un huracán como una suave brisa. Fulguraba ante él: el rostro níveo, el vestido de seda blanca con adornos de brocado blanco que despedían reflejos irisados. Heinrich se dio cuenta de que hacía un minuto que permanecía sentado sin pronunciar una palabra. Cuando ella sonrió divertida, dos diminutos hoyuelos aparecieron junto a las comisuras de sus labios pintados de un rojo intenso: parecía un ángel descendido a la Tierra que había lamido sangre.
—¿Y a vos, Madame Von Lobkowicz, cómo he de llamaros?
Ella no apartó la mirada.
—¿Qué nombre consideraríais adecuado para mí?
—Afrodita —respondió él, sin dudar ni un instante.
La sonrisa de ella se volvió un poco más amplia.
—No —dijo.
Mientras tanto, el cerebro de Heinrich había recobrado el uso de sus funciones. Un tumulto aún reinaba en su corazón y en las zonas inferiores de su cuerpo, pero ya había recuperado la capacidad de pensar.
—No —dijo él, devolviéndole la sonrisa—. Diana.
—¿Acaso debe ser el nombre de una diosa?
—Es imprescindible —asintió él, esbozando la sonrisa que causaba el rubor incluso en las mejillas de las monjas. Ella no la rechazó: se limitó a contemplarla sin cambiar de expresión.
—Diana —repitió, asintiendo con la cabeza.
—¿Qué puedo hacer por vos, Madame… Diana?
Ella pareció reflexionar un momento, como si se preguntara si no le habría dado demasiada confianza, y, sorprendido, Von Wallenstein fue consciente de que en realidad ansiaba que le soltara una reprimenda, y su sorpresa aumentó al comprender que ello lo afectaría y que se atendría absolutamente a ella. Recordó su anterior deseo de encontrar los rasgos de la dama por encima de sus abundantes pechos pintados en el cuadro del sacrificio de Polyxena y se avergonzó, no porque de pronto el deseo le pareciera inadecuado, sino porque todo su aspecto, envuelta en ese vestido de la cabeza a los pies, despertaba un deseo cien veces más intenso que el ridículo cuadro. La entrepierna le palpitaba y se alegró de llevar los amplios pantalones venecianos que podían ocultar incluso una verga erecta.
Pero ello no significaba que no supiera que ella había visto su excitación reflejada en su mirada.
—Ya habéis hecho algo por mí… Henyk…
—¿De veras?
Se dio cuenta de que había contestado en tono demasiado apresurado e, íntimamente sorprendido, se preguntó cuándo volvería a imponerse en esa conversación, resignándose al hecho de que tal vez eso nunca llegaría a ocurrir.
—Vos ya me habéis hecho un favor.
—Pedidme otro y volveré a hacéroslo con mucho gusto.
Ella alzó una mano y la acercó al rostro de Heinrich. Él quiso tomársela, creyendo que debía besarla, pero entonces notó que sostenía una moneda de plata entre el índice y el dedo medio. Intentó cogerla, pero con una destreza que Heinrich solo había visto en los prestidigitadores, ella deslizó la moneda por encima de los dedos, la hizo desaparecer en la palma de la mano y le sonrió. El hombre le devolvió la sonrisa, desconcertado. La dama bajó la vista y él siguió su mirada, al tiempo que ella lanzaba la moneda al aire, la recogía y la depositaba en la mano que él aún mantenía alzada como un idiota. Después dio un paso atrás y lo observó.
Heinrich echó un vistazo a la moneda: al comprender que conocía la acuñación, fue como recibir un chorro de agua helada seguido por uno de agua hirviendo.
—El nombre de mi familia es Pernstein —dijo ella—. Pernstein, como el castillo de Moravia. El castillo al que trasladasteis la Biblia del Diablo.
—¿Fuisteis vos quien me encargó que la robara?
—¿Decepcionado, estimado Henyk?
Cuando comprendió que con semejante confesión, ella se había puesto en sus manos y él en las de ella, un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Claro que había albergado suposiciones acerca de quién podía ser el misterioso cliente que con tanto detalle le describió qué objeto debía conseguir. Que no era cualquiera resultaba evidente, cualquiera no hubiese sabido que la Biblia del Diablo existía, por no hablar de que se encontraba en el gabinete de curiosidades del emperador Rodolfo, pero que fuese la esposa del canciller imperial… Heinrich no se había preguntado qué significaba el hecho de que debiera llevar su botín a Pernstein. Pernstein solo era un recuerdo borroso en el cotilleo de la corte acerca de un hijo que había despilfarrado el legado de su padre y de unas posesiones tan endeudadas que hasta las piedras crujían. El castillo parecía abandonado y cualquiera podría haberse apostado ante la puerta y fingido ser el dueño de la casa, tal como había hecho el receptor de la Biblia del Diablo.
—¿Decepcionado? No: ¡encantado!
—¿El pago recibido fue satisfactorio?
¿Qué debía decir? De pronto lo invadió la sensación que mucho dependía de su respuesta.
—Sí, para un criado —contestó él lentamente—. Pero no para un socio.
Ella volvió a contemplarlo en silencio, como si lo midiera con la vista, algo que a él casi le impedía devolverle la mirada con serenidad. El hormigueo en la entrepierna estaba causado tanto por la lascivia como por el temor. De pronto la dama se inclinó sobre él, apoyó las manos en los brazos de la silla y acercó la cara. Él captó su aroma a perfume y carmín, pero por debajo percibió algo que despertó su instinto animal y lo excitó hasta tal punto que tuvo que parpadear mientras notaba que su miembro viril se agitaba.
—¿Qué toman en pago los socios?
Heinrich advirtió que bajo el maquillaje se apreciaban unas manchitas ligeras: tenía la piel pecosa. En el fondo de su cerebro, enredado en hilos pringosos, surgió la idea de que la naturalidad de un pequeño defecto como unas cuantas pecas no hacía más que aumentar su belleza, pero frente a los labios rojos entre los que empezaba a asomar una lengua húmeda no prestó atención a dicha idea.
Quiso extender los brazos y atraerla hacia sí, pero entonces comprobó que las manos de la dama le aprisionaban las mangas y, misteriosamente, no tuvo fuerzas para liberarse.
—Todo —graznó Heinrich.
—Bien —dijo ella y entonces el aleteo de un colibrí le rozó los labios: el hálito de un beso—. ¡Acepto… socio!
Ella se enderezó, lo cogió de la mano y lo arrastró hasta la puerta; cuando la abrió un calor casi sofocante golpeó la cara de Heinrich. La habitación que apareció ante sus ojos era suntuosa; pesados cortinajes casi evitaban que penetrara la luz diurna, y ante una inmensa cama con columnas y baldaquín rojo como la sangre había un brasero encendido que caldeaba la habitación hasta tal punto que el ambiente resultaba mareante. Ella lo condujo hasta la cama y él notó el palpitar casi doloroso de su corazón, mientras el calor del brasero lo incendiaba. Le echó un vistazo y comprobó que entre las brasas surgían media docena de largos hierros rematados por mangos de madera que permitían cogerlos sin quemarse. Las puntas que reposaban en las brasas candentes formaban toda clase de figuras: hojas planas, agudas espinas, espirales… Al ver el tosco falo cuya forma centelleaba entre las brasas se quedó boquiabierto y se sobrecogió.
Súbitamente recordó a Ravaillac, en la plaza de Grève. Allí había dado comienzo su segunda vida; no: allí había empezado su vida. El brasero del verdugo también centelleaba al rojo vivo. El lugar elegido para observar era excelente, aunque para su gusto un poco demasiado alejado del patíbulo. Sin embargo, había visto las puntas candentes de las tenazas cuando el verdugo las retiró de las brasas, la multitud soltó un suspiro y Ravaillac empezó a rezar en voz alta…
Por debajo de la manta surgió un sonido apagado, como si una persona amordazada tratara de pedir auxilio. Madame… ¡No: Diana!, pasó a su lado, retiró la manta y dio un paso atrás. En la cama yacía una figura desnuda con las muñecas y tobillos atados a las columnas y con la boca cubierta por una mordaza. Heinrich vio la piel, desfigurada por moratones y arañazos tanto antiguos como recientes, las costillas que destacaban en el torso, el vientre plano y musculoso que se agitaba mientras la mujer procuraba respirar pese a la mordaza y el pánico. Alguien la había lavado, afeitado y perfumado, pero de todas formas resultaba evidente que era una putilla barata que apenas el día anterior aún había proporcionado alivio a sus pretendientes junto a una puerta, detrás de los establos. Sus ojos parecían enormes en el rostro deformado por la mordaza y le lanzaban miradas suplicantes. Heinrich sintió que la entrepierna le palpitaba, pero al mismo tiempo experimentó cierta decepción.
—Este también es el pago que merece un criado —dijo él, volviéndose hacia la figura vestida de blanco, pero enmudeció al ver que ella se había desprendido de todas las prendas y permanecía ante él completamente desnuda. Tal como había sospechado, su cuerpo también era perfecto y apretó los labios mientras absorbía su imagen. El sudor se derramaba por su cuerpo, y no solo se debía al calor del brasero.
—No digáis tonterías, Henyk —dijo ella con suavidad, al tiempo que extendía los brazos—. Esto es para vos. Lo de allí… —añadió con una naturalidad que casi hacía olvidar que estaba desnuda; entonces su hombro lo rozó al pasar junto a él y la entrepierna de Heinrich palpitó con tal intensidad que el hombre soltó un jadeo—. Lo de allí es para los dioses.
Sus ojos verdes contemplaron a la mujer maniatada. Luego cogió el falo candente y la prisionera agitó la cabeza de un lado a otro, sus ojos se enrojecieron al tiempo que trataba de deshacerse de la mordaza y pedir auxilio. Diana volvió a depositar el falo sobre el brasero.
—Después —dijo.
Se acercó a Heinrich y él tuvo que dominarse para no retroceder o atraerla hacia sí. Las miradas de ambos se confundieron; él notó que ella soltaba los lazos de su pantalón veneciano sin bajar la vista, que introducía una mano fresca y cogía su verga caliente. Heinrich gimió. De pronto se dio cuenta hasta dónde lo había llevado ya sin ni siquiera tocarlo. Ella movió la mano y la sonrisa que asomó a su mirada reveló que había pensado lo mismo que él.
—Mucho después.
Ella cerró el puño y él se derramó agitándose como un poseso, eyaculó en su mano y en los pantalones presa del júbilo, pese a que al mismo tiempo notó que su deseo se convertía en cenizas. Sintió que se precipitaba en un agujero negro y, asustado, comprobó que ella esperaba algo más de él y entendió que su sociedad no duraría ni una hora si él no cumplía con las expectativas de la dama. Trató de controlarse, notó que había olvidado respirar y resolló.
La sonrisa de ella no había cambiado. Retrocedió un paso y se tendió en la cama junto a la maniatada. Al lado del cuerpo magullado y maltratado de la puta, su espléndida y blanca presencia parecía una estatua de mármol de Carrara. La prisionera soltó un quejido y se retorció, pero Heinrich apenas reparó en ello.
—Venid, socio —dijo Diana, y abrió las piernas con tanto abandono que el miembro viril de Heinrich volvió a endurecerse dolorosamente.
Se quitó la ropa a manotazos y se arrastró hasta ella en la cama. La maniatada lo estorbaba, así que la apartó como si fuera un trozo de madera. Lo único que veía era el rostro maquillado de blanco, los ojos verdes muy abiertos y el cuerpo creado para el pecado. Le presionó un pecho, ella abrió la boca y su respiración se aceleró. Heinrich la penetró y creyó arder mientras sentía que las piernas de Diana le rodeaban la cintura y lo atraían aún más profundamente en su interior.
Ya no oía los gemidos desesperados de la puta tendida a su lado. Lo que de pronto oyó fueron los jadeos de Madame De Guise y su hija apoyadas contra el alféizar del palacio de la ciudad desde donde veían el patíbulo —donde en ese instante Ravaillac, el asesino, expiaba mil veces la muerte del rey Enrique—, con las faldas alzadas por encima de las caderas y el trasero en pompa al tiempo que él, Henyk, y un desconocido aristócrata francés se esforzaban por entretener a las damas durante el ajusticiamiento que se prolongó durante horas. Oyó los alaridos de dolor de Ravaillac, lejanos e intrascendentes, recordó la sensación de tener veintiún años y ser el rey del mundo, recordó que dicha sensación había dado paso a cierto espanto al comprender de repente que la horripilante muerte del delincuente en la plaza lo excitaba más que los serviciales coños de la jovencita y de la bella y madura mujer junto a la ventana, y perdió su inocencia cuando echó una mirada al interior de su propio corazón y de pronto se dio cuenta, con una sacudida que casi le hizo perder el ritmo, de lo que él mismo había querido decir al declarar que el pago de un socio consistía en todo. Ya pertenecía por completo a esa mujer que se encabritaba bajo su cuerpo como una yegua salvaje y le arañaba la espalda y el trasero, el cuerpo, el corazón… y el alma. ¡Si a ella le complacía observar cómo utilizaba el falo candente con la desgraciada que yacía a su lado… pues que así fuera!
El orgasmo fue tan violento que casi perdió el conocimiento y comprendió que eso se debía en parte a lo que él y la diosa pagana todavía harían con su víctima, y en parte a la mecánica del acto sexual.
—¿Dónde nos encontramos en realidad, socia? —gimió.
Ella apretó los músculos de los muslos. Él volvió a gemir; solo era una pausa en medio de la cabalgada.
—De camino al trono imperial —dijo ella antes de susurrarle al oído—: Fóllame otra vez.
Había hecho un pacto con el diablo.
Era hombre muerto.
Era feliz.