11
Wenzel von Langenfels avanzaba cautelosamente por encima del montón de escombros; hacía un momento había resbalado y solo gracias a la suerte evitó empalarse en un trozo de lanza que surgía de la tierra. La lanza resultó ser un largo y retorcido cuerno cuyo extremo inferior había estado engastado en oro. Era lo máximo que podía depararle el día: escapar de morir empalado y al mismo tiempo encontrar un tesoro.
Wenzel se apresuró a recorrer el largo trayecto cuesta abajo hasta la ciudad, avanzó junto a la orilla del río Moldava hasta Malá Strana y desde allí volvió a ascender hasta el Hradčany, albergando la esperanza de que el cuerno perteneciera a un unicornio. Andrej, su padre, estaba en casa y contempló el cuerno con mirada sombría.
—Es el diente de una ballena —dijo por fin—. Deshazte de esa cosa.
—¿Por qué, por amor de Dios? ¡Es bonito!
—¡Trae mala suerte!
—¿Qué? —exclamó Wenzel, incrédulo.
Andrej suspiró.
—Puedo imaginar dónde lo encontraste. En el foso, allí donde se encuentran las raíces y las ramas, los muebles destrozados y todos los demás desperdicios del castillo.
No hacía falta responder a eso y Wenzel notó que se ruborizaba; su padre simuló no percatarse de ello.
—Hace dos semanas que el emperador Matías ocupa el cargo y ya han empezado a destruir la colección de Rodolfo. Dios sabe que allí dentro hay bastantes cosas que habría que tirar a la basura o quemar. Y muchas más que habría que conservar. ¡El cuerno de un unicornio! Estás en buena compañía, hijo mío: el emperador Rodolfo estaba firmemente convencido que de eso se trataba. Poseía varios.
Una extraña sensación siempre se apoderaba de Wenzel cuando su padre soltaba esa clase de involuntarias indirectas; consideraba que revelaban que en cierta época de su vida Andrej había mantenido un vínculo muy estrecho con el emperador Rodolfo, lo cual le parecía increíble: ¿su padre, amigo íntimo del emperador Rodolfo que ya entonces, seis meses después de muerto, había adoptado una dimensión muy extraña que seguramente era dos veces más grande de lo que había sido en vida? ¿Andrej von Langenfels era a veces melancólico, de vez en cuando torpe, pero en general alegre y cordial socio y mejor amigo de Cyprian, además de hermano de Agnes Khlesl, esposa de este último, que a su vez eran los padres de Alexandra…? Llegado a ese punto Wenzel se obligaba a pensar en otra cosa. En general, cuando la examinaba más a fondo…, comprobaba que dicha sensación insólita se trataba de absoluta extrañeza frente a esa persona delgada y de miembros largos que aún parecía un joven y que hasta entonces había ocupado el centro de la vida de Wenzel. Le disgustaba investigar esa sensación pues, ¿qué conclusión debía sacar de ella? ¿Que se sentía extraño frente a la persona que era su única familia?
—Aún se ve que estaba engarzado.
—Desde luego: en oro y gemas. El emperador Matías necesita dinero.
—¿Por qué crees que trae mala suerte?
Andrej hizo girar el cuerno entre las manos. Wenzel sabía que muchos consideraban que el modo familiar con el que ambos se trataban era irrespetuoso. A Andrej le era indiferente. En el recuerdo de Wenzel, él siempre había estado junto a su padre, tanto durante los viajes como cuando permanecían en el hogar; incluso lo había acompañado a las reuniones en casa de los Khlesl, donde su prima Alexandra, cuatro años menor que él, había sido su compañera de juegos. Al principio la cría se limitaba a balbucear y a cubrir de babas a su primo, luego se dedicó concienzudamente a bombardearlo con toda clase de objetos, y por fin pasó a considerarlo como una suerte de insoportable hermano mayor al que había que pegar un puntapié en la espinilla cuando la incordiaba. Pero Wenzel solo recordaba que siempre le había parecido absolutamente encantadora.
—Todo lo que sale de esa cámara de curiosidades trae mala suerte.
—¿Por ejemplo…?
Pero Andrej decepcionó a su hijo y no respondió a la pregunta.
—Si no hubiese existido el gabinete de curiosidades, Rodolfo se habría visto obligado a enfrentarse a la realidad y el imperio no se hubiera precipitado a un abismo tan profundo.
—¿Y ahora qué he de hacer con él?
—Por mí puedes quedártelo. Pero guárdalo para ti y no vayas por ahí mostrándolo.
—Gracias.
—¿Wenzel?
—¿Sí?
—¿Qué más encontraste allí?
—¿Además del cuerno? Marcos destrozados… un montón de cristales rotos… caracolas… nueces… una parecía un…
—Sí, sí, conozco esas nueces. ¿Libros?
—¿Libros? No.
—Bien.
Wenzel se dirigió a la puerta.
—¿Wenzel?
—¿Sí?
—No vuelvas allí.
El joven no respondió; detestaba mentir a su padre. Sabía perfectamente que regresaría a ese lugar solitario al pie del castillo, pasando junto a las estatuas cubiertas de musgo y la fuente obstruida por las que nadie sentía el menor interés, junto a las jaulas vacías colgadas de los árboles en las cuales —si uno daba crédito a los rumores— Rodolfo dejó pudrir a los alquimistas que trataron de engañarlo.
Así que allí estaba por quinta o sexta vez, sudando bajo el ardiente sol de junio y encaramándose cautelosamente por encima de las ramas y las raíces. Lo único que había encontrado durante las últimas visitas eran más trozos de vidrio, un montón de extrañas caracolas, recipientes de cristal rotos pegoteados de un líquido que apestaba a alcohol y putrefacción y trozos de lienzos pintados. Ni un solo libro: Wenzel estaba a punto de darse por vencido.
Entonces vio algo que brillaba al sol y entornó los ojos. ¿Sería oro? ¿Acaso un cortesano adulador había olvidado quitarle el engarce a un milagro de la naturaleza? Andrej y Wenzel no eran pobres, pero encontrar un bonito adorno de oro… Cuando lo llevara a casa su padre sonreiría y declararía que él no tenía parte en ello, afirmaría que el objeto pertenecía únicamente a Wenzel y este podría llevárselo a un orfebre y pedirle que lo transformara en un broche o un brazalete, algo pequeño y elegante para una joven… para Alexandra, solo como señal de aprecio de su primo.
Metió la mano entre las ramas bajo las que se había deslizado el objeto metálico y lo extrajo con un esfuerzo considerable. Era del tamaño de una caja de música de forma aproximadamente cuadrada, fantásticamente ornamentada y muy pesada. Pero sobre todo despedía un resplandor dorado, al igual que la pieza principal de una cámara del tesoro. Trepó más arriba, donde había más luz para verlo mejor.
Parecía la maqueta totalmente defectuosa del pedestal de una estatua: consistía en tres planos superpuestos, como los peldaños de una pirámide. Mecanismos, palancas y ruedas dentadas formaban una confusa decoración geométrica en la parte delantera. En el plano superior dos figuras estaban tendidas de lado, de espaldas al observador; era como si sus extremidades estuvieran montadas por separado. La superficie del último peldaño estaba agrietada y las fisuras se extendían hasta las figuras, tras las cuales desaparecían. Wenzel intentó moverlas, ponerlas de espaldas o desprenderlas de la superficie, pero aunque parecían estar sueltas no logró moverlas. Agitó el objeto con mucho cuidado y desde el interior surgió el sonido de una suerte de complicado carillón; ya había descartado la idea de que pudiera ser de oro. Las figuras y también la superficie del último pedestal, sobre todo alrededor de las grietas, habían perdido el sobredorado y por debajo se veía el latón. Volvió a sacudirlo. Una pequeña llave —que hasta entonces había pasado por alto— se desprendió y colgó de una larga y delgada cadenita. Wenzel encontró la cerradura, introdujo la llave y comprobó que encajaba. La hizo girar y algo soltó un traqueteo en el interior del objeto e, incrédulo, se dio cuenta que debía de tratarse de una suerte de juguete mecánico. Algo soltó un clic y de pronto los mecanismos y las ruedas dentadas exteriores entraron en movimiento. La caída sobre el montón de desperdicios había afectado al mecanismo. Wenzel siguió girando la llave y casi dejó caer su hallazgo cuando ambas figuras de repente se tendieron de espaldas y vio unas finísimas barritas y alambres que surgían de las grietas, soldados a los miembros de las figuras. Las figuras eran un hombre y una mujer, ambos desnudos; el hombre solo presentaba un espacio vacío allí donde debería haber estado su miembro viril, y resultaba curioso que esa fuera precisamente la parte que faltaba. Wenzel observó la perfecta anatomía de ambas figuras y sospechó que si algo faltaba era adrede. Volvió a girar la llave.
Otras ruedecitas entraron en movimiento; ambas figuras se enderezaron, rígidas como si fueran marionetas y tras un tembloroso traqueteo de una red de barritas, alambres y ejes, se contemplaron por encima del último pedestal. Wenzel estaba fascinado.
Otro giro de la llave transportó las figuras encima del pedestal y sonó un débil zumbido.
—¡Oh, oh! —exclamó el muchacho.
Algo apareció en el espacio que había entre las piernas de la figura masculina, algo que por lo visto no se había roto y solo se reveló gracias a otro mecanismo y, boquiabierto, Wenzel contempló un enorme falo que surgía de manera anatómicamente incorrecta del vientre de la figura, pero que luego —de manera anatómicamente correcta— comenzó a elevarse. El joven tragó saliva.
—Ajá —dijo alguien junto a su oído.
Wenzel dio un respingo y, sin querer, golpeó el autómata contra una rama. El zumbido enmudeció y los movimientos se detuvieron súbitamente. Algo chirrió en el interior, como si al aparato le hubiera llegado su última hora.
El muchacho clavó la vista en el montón de raíces, donde a solo dos palmos por debajo del lugar que él ocupaba apareció una joven. En cierta ocasión había oído decir a Cyprian Khlesl entre carcajadas que, justo antes de su noche de bodas, había pronunciado tres jaculatorias: la primera suplicando no morir de excitación, la segunda que si su mujer se quedaba embarazada todo saliera bien, y la tercera rogando que si su primer vástago era una niña que no se pareciera a su padre. Puesto que todo eso se había cumplido al pie de la letra, siguió diciendo Cyprian, no osó elevar una cuarta plegaria: que su hija fuese una niña obediente. Alexandra se había puesto de morros y cuando Wenzel le lanzó una mirada de soslayo, ella puso los ojos en blanco indicando un acuerdo mutuo y silencioso: que los padres propios eran insoportables. Aunque también parecía medio enfadada por el hecho de que él hubiera oído esas palabras.
Alexandra había heredado toda la belleza de su madre: era alta, esbelta, muy femenina, tenía un rostro delgado de pómulos destacados, ojos de mirada intrépida y una cabellera oscura. Cada vez que la miraba a los ojos Wenzel sentía la misma irritación porque era como si mirara a su tía o a su padre a los ojos. Él era completamente distinto; al parecer, no había heredado nada de esa rama de la familia. Al igual que en el caso de Alexandra, debía de haber heredado las características de su madre. Nunca pudo comprobarlo: ella había muerto poco después del parto. En cierta ocasión Cyprian lo había abrazado y, en tono jocoso, había afirmado que ellos dos eran los marginados de esa familia formada por personas hermosas, dos individuos feos que solo existían para realzar la belleza de los demás. La risa de Wenzel había sonado falsa, incluso para sí mismo.
—Quería averiguar qué hacías aquí —dijo Alexandra—. Hace unos días vi que desaparecías en el jardín de los ciervos. Por eso te seguí.
—Ah —dijo Wenzel, tratando de ocultar el autómata.
—¿Qué tienes ahí?
—Nada —dijo el muchacho, y logró darle la vuelta al aparato de manera que las figuras no resultaran visibles desde abajo. El movimiento soltó algo en el interior de la máquina y, soltando un zumbido, el falo de la figura masculina se elevó otro poco.
—¿Qué ha sido eso?
—Nada.
—¿Me tomas por tonta, Wenzel? ¿Qué tienes ahí?
—Un… un… autómata…
—¿Lo has encontrado aquí?
—Pues… no.
—Quiero verlo.
—Eh… no.
—¿Qué? ¡Muéstramelo de una vez!
Agobiado, el muchacho se dio cuenta de que su prima se disponía a encaramarse hasta la rama.
—¡No subas! ¡Esto es muy inseguro!
—Si te sostiene a ti, también me sostendrá a mí.
Wenzel acercó el condenado autómata —acerca de cuya pantomima empezaba a sospechar lo peor— hacia su pecho. Y lo que Alexandra pensaría cuando lo viera le resultaba aún más aterrador. El borde de la cajita chocó contra una rama y, traqueteando y agitándose, la figura femenina empezó a caer hacia atrás, pero entonces se detuvo.
—Sigue funcionando, ¿verdad?
—N… no…
—¡Serás estúpido! —espetó Alexandra—. No me hagas subir para coger esa cosa.
Wenzel procuró ocultar el autómata a su espalda, pero chocó contra otra rama y el endemoniado objeto se deslizó de sus dedos sudorosos. Durante un instante vio que caía y rebotaba contra una raíz, y trató de atraparlo con un movimiento tan lento como el de una tortuga. El objeto giró sobre sí mismo, siguió cayendo y aterrizó patas arriba justo ante los pies de Alexandra. Ambos lo contemplaron fijamente. Pese a todos los ruegos silenciosos de Wenzel, las dos figuras no se habían roto ni desprendido. Permanecían de pie, inmóviles. Wenzel estaba convencido de que al cabo de un instante el juego mecánico llegaría a su fin, tal como siempre sucedía en esa clase de situación, pero las figuras no se movieron. Alexandra se agachó, recogió el autómata y lo examinó con el ceño fruncido. El muchacho clavó la mirada en las figuras, en el pequeño hombre metálico. Vio que durante la caída se había desplazado un poco hacia atrás y que el movimiento había hecho que el falo volviera a desaparecer. Casi con incredulidad supuso que se había salvado.
—¿Eso es todo? —preguntó Alexandra al tiempo que daba un golpecito al hombrecillo.
Soltando un zumbido, todo el mecanismo se puso en marcha: el hombre se acercó a su amada, el falo se elevó y, ante la mirada horrorizada de Wenzel, el falo no solo aumentó de tamaño: se volvió gigantesco, más allá de cualquier tamaño imaginable, y no solo el falo: también se destacaron todos los detalles diabólicamente representados, incluso las venillas y el vello del pubis. La figura de la mujer se tendió graciosamente de espaldas; el zumbido, el traqueteo y los clics aumentaron de volumen; las piernas de ella se elevaron, el hombre se tendió sobre la mujer y, tras un instante de vacilación mecánica tal vez debida a los daños —y que, por otra parte, solo imprimió más verosimilitud al acto— el hombre empezó a embestir. Era evidente, no cabía ninguna duda de lo que allí se escenificaba. Wenzel alzó la mirada, se topó con la de Alexandra y un profundo rubor le cubrió toda la cara.
—Bien —dijo ella en tono absolutamente sereno—, así que eso es lo que hacías aquí.
Sin apresurarse en lo más mínimo depositó el aparato en el suelo, contempló nuevamente a Wenzel de arriba abajo, se volvió y se alejó con la dignidad de una reina. Las embestidas en el pedestal superior se detuvieron, el hombre se enderezó, su miembro viril seguía erecto, la mujer se desperezó… y una alegre marcha triunfal entonada por lenguas metálicas vibratorias acompañó el descenso de Alexandra entre los matorrales.
Wenzel ocultó el rostro entre las manos y se maldijo a sí mismo, al emperador Rodolfo, al gabinete de curiosidades, al idiota que había arrojado ese mecanismo infernal al foso y después a todo el mundo.