11
—¿Cómo evalúas la situación? —preguntó Andrej.
Cyprian indicó hacia delante. El paso entre las colinas se volvía más estrecho; a la derecha fluía un riachuelo, el Mattau, que en verano solo era un arroyo serpenteando entre los prados y que en ese momento, debido al deshielo, se convertía en un torrente que no dejaba de desbordarse generando zonas pantanosas de nieve medio derretida en torno a las que debían trazar una amplia curva.
—Una vez que hayamos dejado atrás este lugar solo queda un breve trecho hasta Starkstadt.
—Entonces al menos estaremos a salvo, de momento.
Cyprian asintió y Andrej hizo chasquear las riendas.
—Me adelantaré y exploraré el terreno —dijo.
Cuando pasó junto a uno de los soldados montados de Melchior Khlesl le golpeó el hombro y el hombre lo siguió mientras que Andrej se alejaba al galope. Cyprian se mantuvo a un lado de las mulas y su carga, cavilando. Nunca había percibido el zumbido de la Biblia del Diablo y en ese momento, cuando se encontraba junto a su inofensiva copia, aún menos. En cambio lo atenazaba un temor angustioso de fracasar y ser incapaz de llevar a cabo esa misión; ello lo sorprendió, pues no era dado a dudar de sí mismo, y sus propios sentimientos lo intranquilizaron. Ni siquiera en el pasado, encerrado en la cárcel de Viena y sin poder impedir que los padres de Agnes se la llevaran a Praga, se había sentido tan desvalido… y tan convencido de que estaba cometiendo un error. De pronto un gran arrepentimiento se apoderó de él por haberse despedido de su familia de manera tan apresurada en Praga; era una sensación muy dolorosa. Como si temiera no volver a verlos jamás.
—¿Queréis hablarme de ello? —preguntó una voz a su lado.
Sorprendido, Cyprian contempló al cillerero del convento que caminaba a su lado sobre la nieve y apartó el caballo para que el benedictino pudiera esquivar las partes profundas al borde del camino. El monje señaló el arcón.
—Me refiero a la Biblia del Diablo. Sois Cyprian Khlesl y vuestro amigo es Andrej von Langenfels. Circulan un montón de historias sobre vosotros dos.
—Todas exageradas, seguramente —respondió Cyprian, que intentaba bastante infructuosamente concentrarse en las palabras del benedictino—. Andrej y yo somos simples piezas en una partida entre el diablo y Dios.
—¿Como Job? —preguntó el cillerero.
Un escalofrío recorrió la espalda de Cyprian. Como Job… Dios se lo había arrebatado todo a ese hombre que, sin embargo, nunca perdió la fe. El comentario del cillerero parecía tan cargado de presentimientos que tuvo que apretar los dientes. Había vivido en paz con los suyos durante tanto tiempo… ¿Acaso había llegado la hora de pagar por ello? Alguien se había apoderado de la auténtica Biblia del Diablo y que hasta ese momento no hubiese ocurrido una catástrofe no significaba que no pudiera ocurrir al día siguiente. ¿O quizás el odio entre católicos y protestantes, que amenazaba cada vez más en convertirse en un incendio devastador, ya era la señal que la anunciaba? El diablo disponía de tiempo más que suficiente para trabajar con lentitud. Para él, los seis años transcurridos tras la muerte del emperador Rodolfo y el descubrimiento que los monjes de Braunau vigilaban una copia sin valor no significaban nada.
—No —dijo Cyprian—. En el caso de Job, siempre fue evidente que Dios estaba de su parte.
El cillerero bajó la vista, desconcertado. De repente Cyprian se dio cuenta de que acababa de cometer un terrible error. No debería haber aceptado esa misión, no debería haber dejado a Agnes y los niños solos en Praga, y al pensar en ello le resultó casi imposible dominar un pánico cada vez mayor. Se vio a sí mismo de pie ante el tibio lecho en el que Agnes estaba tendida. ¿Solo habían pasado dos días desde aquel momento? Le parecía que hacía semanas que estaba lejos de sus seres queridos. Había abandonado la habitación sigilosamente, se había vestido y luego regresado a la alcoba. Separarse de Agnes le había resultado más difícil que nunca. Al final se había vuelto, dispuesto a escabullirse con las botas en la mano, pero Agnes despertó y lo llamó en voz baja. Él se detuvo en el umbral y le devolvió la mirada. Recordaba la breve conversación que le había parecido más íntima y cariñosa que el acto carnal al que ambos habían dedicado casi toda la noche.
—Regresa sano y salvo —había dicho Agnes.
La amaba. Ella siempre había sido lo único que contaba. Ella y su familia. Amaba a su tío Melchior, a Andrej, a sus hijos… pero su mayor preocupación siempre había estado reservada para Agnes. Por amor a ella había permanecido en la cárcel, por amor a ella se había precipitado entre las llamas, por ella había intentado atacar un convento casi sin la ayuda de nadie, un convento que era como una fortaleza en la que el legado del diablo y la paranoia del abad se habían combinado de manera atroz. No podía imaginarse la vida sin ella. Ya no podía imaginar que una vez hubo un tiempo en el que no despertaba a su lado y la contemplaba hasta que ella abría los ojos y le daba un beso y luego deslizaba la mano bajo la manta para comprobar si el cuerpo de su marido seguía manifestando su amor por ella. Y no se trataba de que el recuerdo del lecho compartido cegara su espíritu, porque lo que más recordaba eran los instantes en los que ambos yacían el uno junto al otro, sudando y jadeando, relajados y pesados y al mismo tiempo flotando en un nivel más elevado, y que durante dichos preciosos instantes no había secretos ni discordia y que era como si en el mundo solo existieran ellos dos.
«Regresa sano y salvo».
Cyprian había contestado lo que siempre respondía: «No te preocupes, siempre regresaré a tu lado».
¿Adónde volvería si al cabo de un par de días llegaban a Praga? ¿Volvería a arder una casa, solo que en esa ocasión no habría ningún Cyprian Khlesl presente para salvar a los habitantes? ¿Acaso los escombros sepultarían aquello que él más amaba? En realidad, Cyprian jamás había comprendido cómo se las había arreglado Andrej para seguir adelante tras la muerte de su amada y sospechó que él no lo hubiese conseguido.
Cyprian alzó la vista, como si un mensaje inaudible hubiera alcanzado sus oídos, y vio que Andrej y su acompañante se acercaban al galope a lo largo de la curva que formaba el camino.
—La Biblia del Diablo, ¿de verdad supone nuestra perdición? —preguntó el cillerero.
Cyprian lo mandó callar con un gesto. ¿Qué había gritado Andrej? Tiró de las riendas para salir al encuentro de los hombres que se acercaban al galope tendido y el caballo pegó un brinco hacia delante.
Vio ambas imágenes casi al mismo tiempo: el cillerero que de repente flotaba en el aire como si un tremendo golpe lo hubiera lanzado hacia arriba en medio de una nube de polvo, sangre y jirones de tela, y cuando volvió la cabeza vio que el soldado que cabalgaba junto a Andrej se encabritaba en la silla de montar. Las imágenes se congelaron. Oyó el estallido del primer disparo como un trueno prolongado que resonaba en su cabeza y Cyprian comprendió que el disparo lo habría alcanzado si el caballo no se hubiera lanzado al galope. El cillerero giraba lentamente envuelto en una nube rosada en la que estallaba su vida. El jinete que estaba delante se volvía cada vez más grande, como si se tratara de un truco acrobático.
Entonces el estallido del segundo disparo alcanzó a Cyprian y los acontecimientos recobraron la velocidad normal. El cillerero aterrizó en la nieve y quedó tendido bajo el arcón; el jinete que estaba junto a Andrej cayó de la silla y rodó por el suelo como un bulto de ropa. Los monjes gritaron. El caballo de Cyprian giró sobre sí mismo, la nieve salpicó a un lado del abad y, con el retraso habitual, resonó el tercer disparo. Los monjes retrocedieron tan rápido como pudieron, un grupo aterrorizado como un rebaño de ovejas. Incluso los soldados de la guardia de corps del cardenal Khlesl estaban como paralizados con la vista clavada en el caballo sin jinete que galopaba junto al de Andrej.
—¡Separaos! —rugió Andrej—. ¡Separaos! ¡Así les será más difícil dar en el blanco!
Pasó galopando junto a Cyprian y los monjes y unos cuantos se separaron del grupo y corrieron en diversas direcciones. En medio del montón de hábitos grises de pronto desapareció una cabeza, un cuerpo se desplomó y los monjes cayeron los unos sobre los otros. Cyprian ya no oyó el cuarto disparo. Tiró de las riendas y obligó a su caballo a galopar cuesta arriba por la ladera de la cual provenían los disparos. En ese preciso momento apareció un grupo de jinetes que surgía del bosque en el que se ocultaban los tiradores. Su cabecilla era un hombre de cabellos largos y oscuros que vestía ropas caras y blandía un mosquete humeante.
Cyprian oyó que Andrej intentaba reunir a los cinco guardias de corps restantes y recordó que no llevaban armas de fuego consigo. Sus defensas solo consistían en tres ballestas, unos cuantos cuchillos y una pica. Galopó hacia los hombres como si un ejército le pisara los talones. Los atacantes formaron un amplio arco, una maniobra clásica cuya intención era rodearlos. El cabecilla soltó un grito, dirigió su caballo hacia Cyprian y el animal tropezó en la lisa ladera.
Se encontraron como caballeros en un torneo. El hombre de cabellos largos blandía su mosquete como una porra, pero Cyprian se agachó y eludió el golpe. Estiró una pierna para desmontar a su adversario, pero el hombre era demasiado diestro y los caballos pasaron atronando el uno junto al otro. Cyprian hizo girar su semental, este se encabritó y estuvo a punto de derribarlo. Su adversario siguió galopando ladera abajo, en dirección a los monjes que correteaban de un lado al otro gritando como un montón de niños pequeños. Otro disparo resonó desde el bosque, pero no dio en el blanco. Cyprian vio que uno de los atacantes se abalanzaba sobre un monje sosteniendo una pistola de cañón largo. El monje se arrojó a un lado y el disparo erró. El atacante tiró de las riendas, extrajo un hacha del carcaj de la silla de montar y se la lanzó al monje, que la esquivó y el hacha se clavó en la nieve. El jinete obligó a su caballo a encabritarse y lo lanzó contra el hombre a pie. De algún modo, el benedictino logró escapar del ataque pero cayó al suelo y rodó con los brazos estirados para protegerse. El caballo volvió a alzar las patas delanteras. Una sombra pasó a toda velocidad, Cyprian vio que un cuerpo salía proyectado de la silla y la sombra se transformó en Andrej, que agitaba su ballesta ya sin proyectiles. El atacante derribado chocó contra el suelo y ya no se movió; su corcel escapó brincando como una cabra. El monje se puso de pie y siguió corriendo.
Todo ello había durado apenas unos instantes. El semental de Cyprian bailoteó y él lo condujo ladera abajo en pos del cabecilla de los atacantes, que en ese momento irrumpía al galope en medio de un grupo de monjes y los apartaba a empellones como si fueran muñecos. Allí y allá la nieve empezaba a teñirse de rojo.
Andrej cabalgó ladera arriba seguido de dos soldados. Otro disparo estalló entre los árboles y uno de los caballos pegó un brinco antes de cocear soltando un relincho agudo. El jinete cayó de la silla, Andrej y el otro hombre se adentraron en el bosque, sonó otro disparo y dos soldados abandonaron su escondite arrojando sus mosquetes humeantes. Andrej y el segundo hombre los derribaron bajo los cascos de sus caballos. Andrej desmontó, cogió un fusil, le arrancó la canana a uno de los caídos y se apresuró a cargar el mosquete.
Cyprian dirigió su cabalgadura hacia las mulas que cargaban con el arcón. Uno de los soldados de Melchior con un lado de la cara cubierto de sangre se incorporó en la nieve y le tendió el mango roto de una pica. Cyprian lo cogió y lo blandió sin detenerse. Vio al abad, que se aferraba a una de las mulas que lo arrastraba a través de la nieve; vio que uno de los atacantes galopaba hacia las mulas desde el otro lado con una espada en las manos. Cyprian soltó un quejido, se inclinó hacia delante y su caballo brincó por encima del arcón y entre las dos mulas para detenerse al otro lado resbalando en la nieve. Cyprian perdió el equilibrio y a punto estuvo de caer de la silla hacia atrás. La espada de su adversario pasó por encima de él sin herirlo y Cyprian notó una sacudida que casi le quebró la muñeca. Se volvió bruscamente y vio cómo su adversario caía de la silla como un saco de harapos. El mango de la pica se había reducido a la mitad y se dio cuenta de que, en un acto reflejo, debía de haber golpeado de manera que el mango duro como el hierro se había partido.
No sirvió de mucho. Otro atacante se apeó de su caballo en pleno galope, agarró al abad, lo empujó a un lado y se arrojó sobre la mula delantera. El animal cayó y, repentinamente, el hombre salió volando. Arriba, en la colina, Andrej se puso de pie y volvió a cargar el mosquete. El estallido fue sonoro. El atacante inmóvil yacía en la nieve en medio de un charco de sangre cada vez mayor. El abad Wolfgang se puso de pie, tambaleándose, y volvió a caer de rodillas. La mula caída chillaba y no lograba ponerse en pie; el arcón colgaba de la estructura de madera. Un nuevo atacante saltó a la nieve y comenzó a cortar las correas de cuero. Entonces una lluvia de chispas surgió del arcón, pero Andrej había apuntado con demasiada prisa y el atacante seguía tratando de cortar las correas con el cuchillo.
Cyprian hizo girar su semental, que resollaba y cojeaba.
—¡EH, KHLESL! —rugió una voz, soltando un gallo.
El cabecilla de los atacantes había detenido su cabalgadura. Pese a la distancia que los separaba, Cyprian vio sus ojos que lo observaban por encima del cañón del mosquete. El odio crispaba el apuesto rostro del hombre y, de un modo incoherente, Cyprian pensó que ese debió de ser el aspecto de Lucifer cuando Dios lo expulsó del paraíso. Cyprian tensó el cuerpo dispuesto a arrojarse de la silla, pero no tuvo oportunidad. Vio la chispa producida por el percutor y la nube de humo que surgió de la boca del cañón. La bala lo alcanzó junto con el estallido y casi lo derribó. Notó que su cuerpo se entumecía, el semental giró sobre sí mismo soltando agudos relinchos, las riendas le resbalaron de las manos y Cyprian trató de aferrarse a las crines. Vio pasar la escena en medio de la danza salvaje del caballo: el resto de los monjes huyendo en pequeños grupos, perseguidos por uno o dos jinetes, las mulas y el arcón en el que entonces se atareaban dos hombres, las bocas abiertas de los guardias de corps que vieron que le habían dado. Entonces el caballo pegó un brinco, galopó hacia el río, fue a parar a los lugares fangosos, cayó hacia delante y Cyprian voló de su lomo para caer al fango, sin aliento. Se tendió de espaldas gritando de dolor, logró ponerse de rodillas, se dio cuenta de que no podía incorporarse y, consternado, vio que en torno a él la nieve comenzaba a teñirse de rojo.
Era extraño. De pronto todo se volvió claro. La muerte no amenazaba a su familia, sino que lo esperaba a él. Era lo correcto. Si podía proteger a sus seres queridos muriendo, entonces su vida no había supuesto un fracaso. Su vista se volvió más aguda y logró divisar la ladera donde Andrej permanecía de pie con el mosquete a medio alzar, paralizado y con los ojos muy abiertos. El frío comenzó a abandonar su cuerpo, el río borbotaba a dos pasos de distancia; el caballo casi lo había arrojado al agua. Tuvo suerte. En lo más profundo de su alma oyó la risa resignada de alguien. Tuvo suerte, en efecto. De repente los gritos de los monjes y los relinchos de los caballos más allá en el camino parecieron secundarios.
El relincho de un caballo lo obligó a alzar la vista. El hombre de cabellos largos lo contemplaba desde la silla de montar. Lentamente, alzó la pistola y apuntó. Unos metros más allá se levantó una nube de nieve y lodo. El hombre no le prestó atención. Cyprian volvió la cabeza —el esfuerzo era tan grande como si tuviera que mover una rueda de molino— y vio que Andrej bajaba corriendo por la ladera al tiempo que trataba de recargar y no caer. «Está demasiado lejos —pensó, y casi se sintió decepcionado por su amigo—, demasiado lejos». Volvió a apartar la mirada y la dirigió directamente a los tres ojos que lo contemplaban fijamente: los ojos azules del hombre de los cabellos largos y el negro de la pistola.
—Soy Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz —declaró el hombre, y el frío comenzó a penetrar en el entumecimiento que atenazaba a Cyprian—. Le prometí a tu hija que a partir de ahora nada se interpondría entre nosotros. Ella será mía, Khlesl, mía y de mi diosa, pero tú ya no estarás aquí para verlo. Consuélate: pronto los dos os encontraréis en el cielo.
Cyprian intentó decir algo, pero solo soltó un graznido. El espanto que lo invadía no tenía límites. Alzó una mano como si quisiera suplicar clemencia al hombre montado en el caballo.
—Porque irás al cielo, ¿verdad, Khlesl? Tu hija también irá al cielo, no tengo la menor duda de ello. Cuando haya acabado con ella no habrá nada en el purgatorio ni en el infierno que pueda ser peor que su muerte.
Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz alzó la pistola.
—Que te vaya bien, Cyprian Khlesl. Hasta lamento que todo haya sido tan sencillo.