4

El primer cuadro era el retrato de una niña de mirada seria, con una cofia cubriéndole el cabello y envuelta en un atuendo blanco cerrado hasta el cuello, rematado por una gran gorguera de volantes. No cabía ni la más mínima duda de que se trataba de un retrato infantil de Polyxena von Lobkowicz. El pintor había logrado reproducir el verde de los ojos con tanta precisión que estos casi resplandecían en medio de la palidez del rostro.

Desde el ojo hasta la boca el lado izquierdo de la cara aparecía una horrenda herida abierta formada por el lienzo desgarrado, fibras arrancadas y pintura desprendida. Era el retrato pintado de la profanada Venus y parecía no haber sido destrozado con un cuchillo, sino con las uñas. Alexandra se llevó la mano a la boca para apagar su grito. El retrato cayó al suelo y reveló el segundo cuadro situado detrás. Se trataba de otro retrato de su anfitriona, en esa ocasión cuando era una muchacha, tal vez cuando tenía una edad en la cual podría haber llevado las prendas que contenía el arcón. El retrato estaba intacto. Alexandra temblaba como una hoja.

—Está muerta —dijo una voz áspera a sus espaldas.

Alexandra se volvió bruscamente. Su anfitriona contemplaba el cuadro. Alexandra creyó que los latidos de su propio corazón la asfixiaban.

Un brazo blanco pasó a su lado y enderezó el retrato caído. La segunda vez el agujero desgarrado del rostro resultaba todavía más horripilante. Alexandra resolló.

—¿Quién… quién es? —balbuceó.

—Está muerta.

—¿Era vuestra hermana? El parecido… creí que…

La mirada de los ojos verdes se clavó en ella: era como si la contemplaran los ojos del rostro destrozado del retrato y Alexandra sintió vértigo.

—He irrumpido aquí —tartamudeó—. No quería… Lamento haber…

—Quiero mostrarte algo.

El rostro maquillado era casi tan blanco como el de la estatua decapitada. Alexandra no podía despegar la vista de él.

—¿Quién hizo eso… por qué el retrato…? ¿Y la estatua de Venus? ¿Quién la destruyó?

—Ven conmigo —dijo la mujer de blanco—. Todavía no has recibido la bienvenida que mereces. Quiero enmendarlo.

—¿Qué…? ¿Qué queréis decir?

Pero la mirada de los ojos de lince era tan insistente que se incorporó y siguió a la resplandeciente figura hasta la entrada del desván. Alexandra esquivó la estatua decapitada tendida en el suelo.

—No es Venus —dijo Polyxena von Lobkowicz—. Es la diosa de la caza. Es Artemisa, cuando Acteón la sorprendió durante el baño. Antes de que ella lo convirtiera en un ciervo y sus propios perros lo hiciesen pedazos.

Alexandra no sabía qué debía contestar. Era como si hubiese recibido un mensaje que no comprendía.

—¿Cómo se llamaba vuestra hermana? —preguntó, para disimular la angustia que todavía la atenazaba.

—Kassandra —dijo su anfitriona.

Abandonaron el edificio principal, atravesaron la pequeña plaza delantera y se dirigieron a la torre del homenaje.

—¿Aún quieres saber a quién viste en la ventana cuando llegaste aquí?

La inesperada pregunta la desconcertó por completo.

—Sí —contestó, sin saber si realmente lo deseaba y qué importancia podía tener.

Su guía abrió una pequeña y sólida puerta en la planta baja de la torre del homenaje. En la habitación situada por detrás reinaba un olor plomizo mezclado con los restos del humo de las antorchas y del sebo calentado. Era alta y la escasa iluminación penetraba a través de dos anchos huecos de ventanas situadas a media altura. Un enorme conjunto de aparatos apoyado sobre un pedestal de piedra ocupaba casi toda la superficie del suelo. Bandas de metal sujetaban las maderas viejas y ennegrecidas a la piedra. Un gigantesco rodillo estaba apoyado en la parte superior de la construcción, en ambos extremos del rodillo había ruedas de radios, frenadas mediante ruedas dentadas de hierro. De pronto Alexandra dirigió la vista a las dos ventanas. Sospechaba qué era eso que veía ante sí: el antiguo mecanismo que antaño había movido un puente levadizo, cuando la torre del homenaje aún custodiaba el acceso a la fortaleza. Si el puente levadizo todavía existiera, dos cadenas fijadas a los extremos del rodillo hubieran atravesado los huecos hacia el exterior. Las cadenas ya no estaban; lo que aún existía eran dos tensas maromas que ascendían desde el rodillo en dirección opuesta. Ella las siguió con la mirada hasta las dos poleas de guía fijadas al techo y desde allí hasta las dos piedras talladas que colgaban de las cuerdas y las tensaban. Las piedras se asemejaban a puños que sostenían las maromas mediante grandes argollas de hierro y si uno las contemplaba atentamente notaba que se balanceaban un poco. Cada una debía pesar tanto como varios hombres. Alexandra comprendió el sentido de la construcción. En épocas de paz, el puente levadizo se movía con ayuda de las ruedas de radios; estas hacían girar el rodillo hacia el muro, recogían lentamente la cadena y entonces el puente levadizo se desplazaba hacia arriba. Si urgía, se limitaban a quitar las ruedas dentadas que frenaban el rodillo de un golpe, las piedras caían haciendo contrapeso, las cuerdas ponían en movimiento el rodillo y se encargaban de que el puente levadizo se alzara a toda velocidad.

Una joven de cabellos largos estaba sentada encima de la construcción; llevaba un vestido anticuado, batía palmas y reía. Completamente desconcertada, Alexandra se detuvo. Conocía a la joven debido a sus visitas a Brno.

—¿Isolde? —soltó.

Entonces se dio cuenta por qué Leona había ido a Praga y se volvió, pero era demasiado tarde. Unas manos la agarraron y la alzaron. Ella gritó, pero ¿qué sentido tenía pedir auxilio cuando se encontraba en el corazón del enemigo? Percibió vagamente que un hombre gigantesco envuelto en el olor de un mozo de cuadra le presionaba los brazos contra el cuerpo y la transportaba hasta el inmenso mecanismo. Alexandra pataleó y jadeó, pero el hombre era fuerte como un buey. Entonces su mirada se posó en los puños de cuero con cierres: varios estaban fijados a la construcción y dos colgaban de las maromas que conducían a los contrapesos; también notó las manchas oscuras y las salpicaduras que cubrían toda la madera y de las que procedía el olor plomizo. El rodillo brillaba gracias a la grasa que le permitía seguir funcionando, pero allí donde el canal guía pasaba a la madera lisa y lustrada colgaban grandes grumos apelmazados: cabellos arrancados. De pronto supo qué era eso que veía y ya no tuvo fuerzas para gritar. El hombre la presionó contra la máquina y la sujetó con las correas. En medio del horror que resonaba en sus oídos recordó el zumbido de los mecanismos de juguete que ella había visto y sospechó que esa construcción le hubiese provocado el mismo entusiasmo a un coleccionista como el emperador Rodolfo que sus pequeños e inofensivos hermanos. Lo último que percibió antes de que el pánico la cegara fueron las risas y las palmadas de Isolde, y su vacío y maravillosamente agraciado rostro cubierto de babas.

El guardián de la Biblia del Diablo
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