5
—¿Cuándo? —preguntó Alexandra.
—Pronto —contestó Heinrich.
—¿A qué estamos esperando?
¿A qué estaba esperando Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz? Él mismo lo ignoraba. Lo único que sabía era que cada vez que pensaba en huir junto con Alexandra (para ella era una huida, para él solo un viaje a la meta final de sus sueños preparado con malicia, unos sueños que se cumplirían sin falta en cuanto lo emprendieran), sentía una necesidad insuperable de postergarlo. No carecía de excusas y, de hecho, el tiempo jugaba a su favor, pues las circunstancias en la casa de los Khlesl se habían vuelto tan insoportables que Alexandra hubiese hecho cualquier cosa por escapar de ellas.
—Dijiste que ambos seríamos bienvenidos en Pernstein.
—Y así es. Lo que me preocupa es el viaje en sí. Tú misma sabes hasta qué punto se ha agudizado la situación en el imperio. Si nos atacan, nadie se preocupará por nosotros.
—A tu lado no le temo a nada.
Justo a tiempo, Heinrich se acordó de adoptar una expresión dolorida y simular que su herida —cuya gravedad había exagerado con tanto talento— todavía no había cicatrizado por completo. Ella carraspeó, abochornada.
—Mi madre acude a la cárcel todos los días y trata de sobornar a los guardias para que le permitan visitar a tío Andrej. Está encarcelado desde hace una semana y madre aún no ha tenido éxito. Si no le exigieran que pague los costes de su alimentación tío Andrej ya podría haber muerto. Hace semanas que no tengo noticias de Wenzel y tampoco lo he visto. A partir del día de la detención, todos los contables y los escribientes se han quedado en sus casas. Sebastian los despidió en bloque, pero supongo que tampoco hubiesen estado dispuestos a trabajar para él. Él y esa víbora de Brno, ese Vilém Vlach, se pasan el día cuchicheando. ¡No soporto estar en casa, Henyk, ni un solo día más!
—¿Qué ocurrió, exactamente?
—Mi madre se niega a hablar de ello. Creo que atacó a Sebastian.
Heinrich, que sabía muy bien lo que había sucedido, alzó las cejas. Alexandra se encogió de hombros.
—Oí que un miembro de la servidumbre dijo que habían oído gritos y ruidos en la alcoba de mis padres. Cuando los primeros llegaron a la primera planta mi madre estaba sentada a horcajadas encima del gordo Sebastian con el cuerpo sucio de la sangre de él y trataba de asfixiarlo.
—¿Qué estaban haciendo ambos en la alcoba?
Heinrich había reflexionado muy bien acerca de cómo hacer la pregunta y Alexandra cayó en la trampa.
—¿Acaso pretendes que me rompa la cabeza al respecto? —preguntó en tono airado—. Hace cierto tiempo Sebastian me dijo que mi madre estaba de acuerdo en que él se convirtiera en el sucesor de mi padre. Así que, ¿qué crees que estarían haciendo en la alcoba?
—A uno de los dos el asunto parece haberle disgustado.
—Si se trata de quién es el que después debió acudir al barbero para que le cure las heridas, diría que el más perjudicado fue Sebastian Wilfing —dijo ella, y entonces pareció escuchar sus propias palabras y agachó la cabeza—. Ya no tengo ni idea de lo que he de pensar.
Heinrich la contempló, una vez más hechizado por su belleza y excitado ante la idea de que estaba totalmente a su merced. El deseo que lo atenazaba era tan intenso que se removió en la cama para reducir la presión. Hacía semanas que podría haberla poseído, pero lo había postergado con la excusa no formulada verbalmente de que su salud todavía estaba demasiado afectada. Pero en realidad la estaba conservando para ese acto único en el que ella encontraría la muerte. Tocarla con antelación hubiese estropeado el acontecimiento. Y Heinrich se esforzaba por reprimir la voz que de vez en cuando surgía en su cabeza, murmurando acerca del temor de que a lo mejor ya no sería capaz de matarla después de que ambos hubiesen estado tan próximos el uno al otro.
En los últimos días había pensado en Ravaillac con frecuencia. Todo empezó con Ravaillac. Le parecía que, de un modo u otro, esa historia acabaría con Alexandra. Si lograba superar la fe y el amor que ella sentía por él y convertirla en una víctima también a ella, entonces estaba seguro de que Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz ocuparía el lugar que le correspondía. Durante los últimos años a veces había dudado de ello, pero nunca tan a menudo como últimamente, desde que conoció a Alexandra y, a pesar de comprender que ella lo había hecho dudar de su fe en sí mismo, trató de reprimir la idea.
—¿Quién es Rawaijack? —preguntó Alexandra.
—¿Qué?
—Susurraste Rawaijack o algo por el estilo.
Heinrich le lanzó una mirada sorprendida.
—Ravaillac —dijo por fin— asesinó al rey francés. Hace ocho años. El hombre se llamaba François Ravaillac.
«Más fuerte, mucho-más-fuerte», gemía Madame De Guise a su lado. Oyó el jadeo del noble francés que se esforzaba por satisfacerla. Mademoiselle De Guise, de momento el botín de Heinrich (previó que pronto volverían a cambiar de lugar: el francés no parecía tener suficiente fuerza para satisfacer la voluptuosidad que invadía el cuerpo obeso de Madame De Guise), jadeaba mientras él la penetraba con tanta violencia que su miembro viril empezaba a resentirse al tiempo que presionaba sus abundantes pechos. Mademoiselle De Guise tenía catorce años, era tan gorda como su madre, y Heinrich luchaba contra la resistencia cada vez menor frente al deseo de azotarle su gordo trasero y tirarle de los cabellos. Estaba empapada en sudor y resbaladiza como un barril de mantequilla; los testículos de Heinrich estaban a punto de estallar, pero hizo un esfuerzo sobrehumano para no eyacular. La sangre le palpitaba en los oídos al tiempo que oía una voz lejana que encomendaba su alma a la misericordia divina; el hedor de la carne abrasada y del azufre penetraba cada vez más a través de la ventana abierta.
Heinrich soltó un quejido involuntario.
—¿Te duele la herida? —preguntó Alexandra y le acarició la frente.
El padre de Heinrich, el viejo Heinrich, había enviado a su único hijo al extranjero para que cobrara experiencia. Pero en realidad, el motivo más bien se debía a que desconfiaba del cínico en el que se había convertido su vástago, que consideraba que tanto los católicos como los protestantes eran ridículos. Ya en aquel entonces el viejo jugaba con la idea de instalar una imprenta en su propiedad y difundir diatribas de inspiración católica contra el emperador. El Heinrich más joven no sintió pena al abandonar el hogar de su padre, que mantenía vínculos en París con la casa de los De Guise: cuánto más alejada estuviera la meta de Bohemia, tanto mejor.
Al principio Heinrich consideró que era un cumplido que Madame De Guise —que solo era un poco más joven que su propia madre— lo mirara con buenos ojos. No era su tipo, pero él era joven, poseía el rostro y la figura de un ángel guerrero, el mundo estaba lleno de carnes femeninas, y por una vieja gorda que montara había cinco esbeltas muchachas que pugnaban por ser la siguiente, y si una mujer tan claramente experta en desgastar colchones como Madame De Guise se mostraba satisfecha con las artes de Heinrich, él podía darse por satisfecho consigo mismo.
Cuando Heinrich había llegado a París, el rey Enrique IV ya estaba muerto y el juicio contra su asesino François Ravaillac, un maestro de provincias, ya estaba en curso. Dos semanas después del asesinato, la sentencia ya era firme y Heinrich fue invitado a presenciar la ejecución desde las ventanas del palacio de los De Guise.
—¿Henyk?
Recordó que aquel día había temblado al pensar que sería testigo y observaría al verdugo mientras este empujaba a alguien de la escalera y lo dejaba colgando, o le cortaba la cabeza con una espada. Eso era una cosa. A nadie que en aquellos tiempos hubiera alcanzado la mayoría de edad le ahorraban semejante espectáculo. Pero la manera atroz en la cual según las leyes de Francia el asesino de un rey pasaba de la vida a la muerte, era otra muy diferente, y en aquel entonces no sabía si sería capaz de contemplar un proceso que había de durar horas mientras soltaba chanzas inteligentes. Sin embargo, al mismo tiempo sabía que la presencia anunciada de las damas impediría que se retirara o se mostrara sensible.
Lo que no sabía era que el temblor en el diafragma (que, para ser exactos, no se diferenciaba demasiado del palpitar que mucho más adelante sentiría en presencia de la Biblia del Diablo) en realidad no era miedo, sino la expectativa ante una epifanía.
Los criados lo condujeron a él y a un desconocido joven francés —que al parecer había recibido una invitación, al igual que él— a uno de los aposentos que daban a la Place de Grêve. Ambos hombres se contemplaron como gallos de pelea, pero no se trataba de competir, sino de colaborar fraternalmente. Mientras la plaza se llenaba de una multitud expectante y al mismo tiempo furiosa que vociferaba las estaciones del vía crucis de François Ravaillac, Heinrich fue consciente de que su tarea consistiría en algo más que limitarse a observar la ejecución con indiferencia. A través de la ventana abierta oyó que en ese momento Ravaillac expiaba la primera parte de su pecado: arrodillarse ante la catedral de Notre Dame envuelto en su camisa de penitente y arrepentirse de la perversidad de su crimen sosteniendo una vela de dos libras de peso en las manos. Al mismo tiempo, Madame De Guise también se arrodilló en el suelo y sopesó dos velas de carne, atentamente observada por Mademoiselle De Guise.
—Según la sentencia, Ravaillac había de ser martirizado con tenazas al rojo vivo, y posteriormente se le derramaría plomo fundido, azufre y pez hirviendo en las heridas —dijo Heinrich lentamente y, como en la lejanía, vio que Alexandra palidecía—. Después habían de quemarle la mano con la que había empuñado el puñal hasta la muñeca. Y después cuatro caballos lo desmembrarían.
—¡Dios mío! —dijo Alexandra en tono espantado—. ¿Y tú tuviste que presenciar todo eso?
Aquel día en París resultó que la elección del aposento fue excelente. Las ventanas no solo ofrecían una vista directa al patíbulo, sino que también dejaban penetrar los sonidos, tal vez un tanto débiles pero perfectamente comprensibles. Heinrich pudo oír la plegaria con la que Ravaillac se entregaba a los verdugos y el Salve, Regina que intentó entonar uno de los sacerdotes antes de que el populacho lo apagara con sus gritos. ¡No habrá plegarias para el condenado! ¡Al infierno con ese Judas!
Entonces comenzó la tarea de las tenazas al rojo vivo. Le arrancaron los pezones y la carne de los brazos, los muslos y las pantorrillas. Los gritos del condenado eran perfectamente audibles, así como los suspiros de la multitud. De pronto Heinrich se sintió unido a Ravaillac, no experimentaba su dolor, pero sí la vibración de sus nervios; no sintió la tortura, pero sí la vibración de la intensa y primitiva sensación difundida por el cuerpo martirizado del hombre en el patíbulo; era como si al mismo tiempo fuese el condenado y el verdugo, casi en éxtasis notaba cómo se clavaban las tenazas en las carnes y también que él mismo era quien manejaba el instrumento.
Y todo eso mientras Madame De Guise permanecía de rodillas ante él con el rostro presionado contra la abertura de su pantalón desabrochado. Era la primera vez que experimentaba esa mezcla de voluptuosidad y horror. La situación le provocó un estremecimiento más intenso que nunca y eyaculó antes de poder pronunciar palabra o retirarse. En caso de que Madame De Guise tuviese algo que objetar a su desahogo, lo disimuló perfectamente y ni siquiera parpadeó.
—No pude evitarlo —explicó Heinrich—. Hubiese quedado como un cobarde. Estaba rodeado de una docena de personas, los señores De Guise, sus esposas y sus hijas…
Entonces notó que su voz temblaba y se maldijo hasta que se dio cuenta de que Alexandra no había comprendido que el temblor de su voz estaba causado por el recuerdo de aquella primera eyaculación del día, y no por la indignación ante el bárbaro espectáculo que supuestamente se había visto obligado a presenciar.
—No considero que seas una persona a quien eso le causara placer —dijo ella.
El verdugo había sostenido la mano de Ravaillac por encima del brasero y para quemarle la carne y los huesos, sin dejar de añadir azufre a las llamas. Las oraciones de todos los pecadores del infierno eran aullidos menos sonoros que las súplicas de Ravaillac pidiendo a Dios que le perdonara. Mademoiselle De Guise se apoyó en el alféizar y se levantó la falda por encima de las nalgas. Dirigió una mirada ardiente a Heinrich y él y el noble francés intercambiaron sus lugares en silencio. Mademoiselle De Guise protestó indignadamente por el desagradable olor que surgía de la plaza y después empezó a gemir. Mientras el verdugo cercenaba el miembro completamente abrasado del brazo y vertía más pez y aceite hirviendo en la herida, el francés y Heinrich se turnaron varias veces y, una vez más, Mademoiselle De Guise se retorció y soltó grititos.
—No se desmayó —dijo Heinrich—. Hicieran lo que le hicieran, el bellaco no se desmayaba.
—¿Y entonces se acabó por fin?
—Sí —mintió él—. Azuzaron a los caballos y lo descuartizaron, y por fin pude regresar a casa.
—Que Dios se apiade de su pobre alma.
Las damas solicitaron refuerzos. Llamaron a un pastelero que recorría la multitud y este se apostó obedientemente bajo las ventanas. Heinrich salió fuera y el pastelero le informó de que los caballos no lograban desmembrar al condenado; ya hacía media hora que lo intentaban. Como en sueños, Heinrich se abrió paso hasta el cordón de los hombres a caballo que rodeaban el patíbulo, vio que de pronto intervenía uno de los nobles, soltaba a uno de los caballos azotados hasta la sangre y unció al suyo propio. Los caballos volvieron a tirar del cuerpo, los verdugos intercambiaron una mirada, se acercaron a Ravaillac y le cortaron los tendones de los brazos y las piernas con cuchillos de carnicero.
Entonces los caballos se lanzaron repentinamente en direcciones opuestas.
Los espectadores aplaudieron; él no les prestó atención y clavó la mirada en los ojos del condenado, un guiñapo que ya solo era un torso retorciéndose en el suelo, hasta que sus ojos se apagaron. Durante una diminuta fracción de segundo existió algo parecido a la comprensión entre ambos, en el preciso instante en que los verdugos hicieron uso de los cuchillos: la comprensión de que pese a todo el martirio anterior, esa acción, esa separación carnicera de los tendones como los de un animal sacrificado, en realidad había supuesto una deshonra que reducía a François Ravaillac, una persona cuyos cabellos se habían vuelto blancos durante el procedimiento, a un trozo de carne sanguinolenta.
Los espectadores pasaron junto a Heinrich, lo empujaron, lo apartaron y trataron de hacerse con uno de los miembros arrancados. Él se dejó caer hacia atrás, un golpe especialmente violento le hizo dar media vuelta y vio las ventanas del palacio De Guise y los rostros acalorados de ambas damas… y en las ventanas de al lado más rostros enrojecidos, por lo cual comprendió que en todas las habitaciones que daban a la Place de Grêve el descuartizamiento del asesino del rey había sido observado con placer. Podría habérselo imaginado; no obstante lo conmocionó. Durante un momento se sintió tan deshonrado como el muerto en el patíbulo. Las mejillas rojas y los ojos resplandecientes le parecieron un reflejo de su propio rostro, y al mismo tiempo sintió un desprecio ilimitado por ellos. Solo se habían excitado por la muerte del condenado, una muerte que al día siguiente ya habrían olvidado. En cambio, él había echado un vistazo a lo más profundo de su alma y ello lo diferenciaría de los demás durante el resto de su vida.
No podía regresar al palacio. No sabía qué habría hecho si Madame o Mademoiselle De Guise hubieran solicitado una segunda ración, pero intuyó que hubiese corrido la sangre. Aquello que había despertado en él resonaba y babeaba en su cerebro. El último resto de moral que el babeo podría haber limitado se había convertido en cenizas. Se tambaleó a lo largo de una callejuela y chocó contra una figura que soltó un grito de terror. Con ojos inyectados en sangre se percató de que se trataba de una mujer, pero no apreció si era joven o vieja, bonita o fea. Gruñendo como un animal, la arrojó al suelo y la violó, y mientras la penetraba no dejó de pegarle puñetazos en la cara hasta que ella ya no se movió y él, sollozando y al mismo tiempo sediento de sangre, se alejó tropezando y aullando.
Había muerto. Había vuelto a nacer. A veces, como en ese momento, cuando el recuerdo despertaba, tenía ganas de vomitar hasta las entrañas.
—Estás muy pálido —dijo Alexandra, y le apoyó la cabeza en su propio pecho.
Él notó que su mano le acariciaba los cabellos y la suavidad de sus senos a través del corpiño. Durante un instante vertiginoso se le aparecieron los pechos de la mujer a la que había violado en la callejuela y tuvo que ejercer un control férreo para no clavar los dientes en la delicada carne de Alexandra y arrancarla de un mordisco.
—Te amo —dijo ella.