16

El narizotas comprobó que, pese a su lamentable situación, se había quedado dormido. Se dio cuenta de ello porque unas leves patadas en las costillas lo despertaron y, sorprendido, parpadeó y contempló la figura que se erguía ante él y el calvo que meneaba la cabeza.

—Suéltanos, hijo de puta —dijo el narizotas, hasta que se le ocurrió que, fuera quien fuese el desconocido, tal vez sería mejor demostrar cierta cortesía. A fin de cuentas, el hombre no estaba atado de pies y manos, como ellos—. Si te parece bien.

—¿Quién os ha dejado en esta situación? —preguntó el tipo.

—¿Y a ti qué te importa?

—¿Fueron Cyprian Khlesl y Andrej von Langenfels?

El narizotas calló, procurando disimular que la mención de ambos nombres lo había pillado totalmente desprevenido. ¿Cómo sabía ese desconocido que…? Notó los movimientos del calvo a su lado y deseó poder intercambiar una mirada con su compinche, pero no se atrevió porque se hubiese delatado. En cambio, tras una pausa tan prolongada que habría suscitado las sospechas hasta de un limpiador de letrinas de cien años de edad y cerebro reblandecido por el metano, dijo:

—No sé de quién me hablas.

—¿Todavía están juntos, esos dos y el cardenal?

El narizotas parpadeó sin saber qué hacer. Oyó que el calvo tomaba aliento y logró pegarle un codazo en las costillas. Su compinche jadeó y reprimió una maldición. La mirada del desconocido osciló entre ambos; parecía divertido.

—A vosotros dos os lanzaron contra los Khlesl: el tío y el sobrino —dijo el hombre—. Yo perseguía a Andrej von Langenfels. Esta mañana logró esquivarme porque mi caballo perdió una herradura. Estoy seguro de que ignora mi presencia —dijo el desconocido, que se puso en cuclillas y tironeó de las cuerdas que sujetaban al narizotas—. Tan seguro como que a vosotros os descubrieron.

—¿Para quién trabajas? —preguntó el narizotas, intentando una astucia.

El hombre sonrió. Después formó el símbolo del diablo con el índice y el meñique de la mano derecha y el narizotas se estremeció.

—Sí, mierda. Cyprian nos dio caza —dijo, y el desconocido arqueó las cejas—. Y también Andrej y sus condenados siervos —se apresuró a añadir el narizotas—. Eran seis o siete bellacos, medio ejército.

—Una vergüenza —intervino el calvo.

El desconocido asintió con expresión compasiva.

—¿Cyprian os dijo qué piensa hacer con vosotros?

El narizotas negó con la cabeza.

—Quizá quieren llevaros a ambos a Praga con ellos.

—¿Y qué? —exclamó el narizotas—. En cuanto se presente la oportunidad nos largaremos. Ellos solo son tres.

—¿Por qué dejarán su medio ejército de siervos aquí? —preguntó el desconocido en tono ingenuo.

—Sí —contestó el narizotas, amargado, y notó que el rubor le cubría las mejillas—. Por qué los dejarán aquí.

—Primero debéis hacer un intento de escapar.

—¿Qué significa eso?

—Ahora, quiero decir.

—Pues entonces suéltanos, imbécil —gruñó el calvo—, y podrás observar un estupendo intento de huida.

—¡Oh, perdón! —dijo el hombre—. ¿Dónde tendré yo la cabeza?

Sin dejar de sonreír, el hombre se agachó y aflojó un tanto las cuerdas que sujetaban las manos del narizotas. De pronto sintió que la sonrisa del desconocido le helaba las entrañas cuando el hombre cogió la cuerda que le sujetaba los pies.

—¡Eh…! —exclamó el narizotas, y quiso añadir que él mismo se encargaría de desatarse los pies.

Entonces el hombre se enderezó abruptamente, tiró de los pies del narizotas, lo hizo girar y el prisionero notó que su cuerpo empezaba a moverse y se asomaba al borde del hoyo. Estiró las manos aún atadas y logró aferrarse. Más allá se abría un abismo de al menos noventa o cien metros de profundidad. El narizotas pataleó, pero con los pies atados no logró encontrar un apoyo y se dio cuenta de que sus manos medio entumecidas comenzaban a aflojarse.

Todo ocurrió en unos instantes. El calvo ni siquiera pudo soltar un grito de sorpresa, directamente lanzó un alarido y el narizotas vio que el desconocido obligaba a su compinche a ponerse de pie, cortaba las cuerdas que lo maniataban, le pegaba un puñetazo en el estómago y el calvo caía de bruces. Volvió a usar el cuchillo para cortar las cuerdas que le sujetaban los pies y, mientras el calvo trataba de tomar aire, el hombre le pegó un empellón y el prisionero cayó hacia atrás, por encima del borde del hoyo. Durante un instante, el narizotas creyó ver su expresión completamente desconcertada y después oyó un ruido muy similar al que produciría un saco de harina al soltarse del aparejo de carga y reventar contra el suelo tres plantas más abajo.

El rostro del desconocido apareció por encima del borde del hoyo; jugueteaba con el cuchillo y el narizotas se deslizó un poco más hacia abajo, clavó las uñas en la roca, notó que se astillaban y que una se arrancaba. El dolor le paralizó la mano izquierda.

—Eee… eee —gimoteó, pataleando inútilmente con los ojos y la boca muy abiertos.

—Tu amigo ocultaba un cuchillo en alguna parte y logró hacerse con él —dijo el desconocido—. Y cortó las cuerdas que os sujetaban las manos y los pies.

El hombre se inclinó hacia delante con el cuchillo en la mano. El narizotas retrocedió, se deslizó un poco más y el cuchillo cortó las cuerdas que le sujetaban las manos.

—Después tuvo tanta prisa por escapar que intentó bajar directamente por ahí y los dos caísteis al vacío. La vida es muy dura con dos idiotas como vosotros.

El cuchillo giró y el narizotas parpadeó. De pronto vio el mango del cuchillo delante de su nariz.

—Cógelo —dijo el desconocido en tono afable.

«Ya me gustaría ser tan tonto…», pensó el narizotas, al tiempo que, con el eterno reflejo del matón, del luchador callejero y del cortador de gaznates, trataba de agarrar el cuchillo. Su mano izquierda se desprendió de las piedras, el narizotas flotó un instante en el aire y lo último que oyó fue el ruido de su cabeza reventando contra las rocas mientras su alma caía y caía hasta que las sombras la devoraron.

El desconocido se enderezó, contempló el cuchillo y luego lo dejó caer. Con un tintineo, la hoja aterrizó en las piedras, entre ambos cuerpos. Vio que los ojos del calvo lo contemplaban fijamente y que boqueaba como un pez fuera del agua. Debía de haberse partido el espinazo. El desconocido se encogió de hombros: el tiempo siempre se encargaba de poner fin a ciertas cosas, y esta vez ni siquiera tardaría mucho en hacerlo.

Al igual que él no había tardado mucho en acabar con ese par de necios que, sometidos a un doloroso interrogatorio, no hubiesen tardado en cantar detalladamente. Había bribones que pagaban cara su necedad. Como Ravaillac, por ejemplo. Y había medidas que era preciso tomar porque un espíritu más poderoso lo ordenaba, pero cuyo sentido solo se comprendía más adelante. Por ejemplo, el hecho de que le hubiera encargado a él, y no a cualquier matón descerebrado, que persiguiera a Andrej.

Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz recorrió cautelosamente el camino que Andrej había tomado unas horas antes, montó a caballo y siguió las huellas de los cascos, el rastro dejado por Cyprian Khlesl y Andrej von Langenfels. Lentamente, una pregunta se abrió paso en su pensamiento: cómo Cyprian Khlesl —que lo doblaba en edad— y el no mucho más joven Andrej von Langenfels, que encima era larguirucho y torpón, habían logrado someter a esos dos hombres que, al fin y al cabo, habían formado parte de lo más granado de los matones de Praga. Oyó la voz muy baja de Diana diciendo que ella apostaría su dinero por Cyprian si él y Heinrich un día se enfrentaran en combate. Apretó los dientes y trató de alegrarse del instante —que ojalá no tardara en llegar— en el que mataría a Cyprian Khlesl.

El guardián de la Biblia del Diablo
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