7

Filippo no tenía idea de lo que había ocurrido durante los últimos días, lo único evidente eran las repercusiones, que consistían en grupos de hombres que gritaban, agitaban los puños y maldecían, que se reunían en las callejuelas y alzaban la voz aún más y agitaban los puños con mayor violencia, se separaban y formaban otros grupos que continuaban rugiendo, gritando y agitando los puños como si se tratara de ganar un concurso…, y de no haber sido consciente de hacia dónde se dirigía esa marea, le habría resultado divertido. Los hombres airados, al menos eso dedujo, eran protestantes. A un observador imparcial le habrían parecido esos sapos que en primavera caían en las charcas de Roma, formaban racimos que croaban amargamente y se pudrían en el agua o se precipitaban de los terraplenes de la orilla, y todo ello por salir en busca de… una hembra. En el caso de esos hombres —y ese era el motivo por el cual Filippo no podía reír— buscaban un motivo para desencadenar la violencia y era de suponer que lo encontrarían. Al contrario de los de fe católica, quienes pese a tener algo que hacer en la colina del Hradčany —donde sobre todo acontecían las sanguinarias manifestaciones de entusiasmo religioso—, buscaban un repentino motivo para no hacer acto de presencia en ese lugar.

Si Filippo hubiera sido un habitante de Praga, habría sabido por qué los sentimientos protestantes hervían precisamente en torno al castillo. Por una parte allí se encontraban los representantes del gobierno exclusivamente católico, pero por la otra la colina del castillo se elevaba directamente por encima de Malá Strana y los habitantes de esa zona de Praga todavía no habían olvidado que en el pasado los habían arrojado a los pies de los soldados de Passau para que los devoraran. Si lo hubiese sabido, alguien como Filippo Caffarelli también se habría extrañado de que en el pasado las tropas protestantes de los estamentos no hubiesen estado dispuestas a liberar Malá Strana de la turba de lansquenetes merodeadores y se limitaran a proteger a la rica Ciudad Vieja. Pero alguien como Filippo no tendía a brincar por las callejuelas, agitar los puños y rugir: «¡Que la sarna caiga sobre el Papa!», en vez de reflexionar sobre lo que estaba haciendo.

De momento, reflexionaba si la turba que se había reunido en la callejuela ante el palacio del canciller imperial no le ayudaría a acceder al palacio. En sus intentos anteriores siempre se habían negado a franquearle el paso aduciendo que el canciller imperial se encontraba de viaje en Viena y que su esposa también estaba ausente.

Salió de la sombra del portal de una casa situada más arriba, desde donde había sondeado la situación, y se dirigió al palacio del canciller Lobkowicz como si fuera lo más natural del mundo que una persona fácilmente identificable como un clérigo católico gracias a su desarrapada sotana se acercara con aire despreocupado a una turba protestante. El Filippo Caffarelli de las callejuelas de Praga ya no era el mismo que había partido de Roma, o mejor dicho, durante su largo viaje había salido a la luz una mayor parte del hombre que, en realidad, habitaba en su interior y el polvo del trayecto se había encargado de eliminar al necio en el que lo habían convertido su padre y su hermano mayor.

—¡Mirad a ese!

—¡Es el colmo!

—¡Descarado como un preboste!

—¡Eh, te hablamos a ti! ¡Haz el favor de volverte cuando te dirijan la palabra!

Filippo cerró el puño y aporreó la puerta de entrada del palacio. Después se volvió y contempló la turba que se había acercado, saludó a los hombres inclinando la cabeza y la avanzada de la turba se detuvo.

—Sois un hato de miserables —manifestó Filippo en latín.

No había comprendido todo lo que le gritaban, pero no era necesario ser una luminaria para captar el contenido del mensaje.

Los hombres siguieron gritándole insultos. Filippo alzó la mano —vaciló un momento antes de abusar del gesto sagrado como provocación y entonces se dio cuenta de que era un sacerdote renegado y que ya no había muchos más pecados con los cuales cargar— y bendijo a la turba. La indignación aumentó. Uno se agachó en busca de un proyectil y lo encontró, pero la piedra golpeó contra la pared, lejos de la cabeza de Filippo.

—¡Tampoco tenéis puntería! —gritó Filippo, una vez más en latín y con una expresión como si acabara de decir: «¡Gracias, yo también me encuentro perfectamente!».

La puerta se abrió y Filippo vio un lacayo con el que aún no se había encontrado antes. El hombre estaba pálido y echó un atemorizado vistazo a los alborotadores. Su aparición hizo que estos le lanzaran una serie de invectivas en las que los antepasados del lacayo, al ser comparados con diversos animales, quedaban muy por debajo de estos. Filippo notó que la frente del lacayo se cubría de sudor.

—¡Ese es el nido de serpientes más grande de todo Praga!

—¡El canciller imperial come de la mano del Papa!

—¡No, le lame los pies!

—¡Eh, lacayo! ¿Acaso la choza de tu amo ya pertenece al Vaticano?

—Quisiera ver al canciller imperial Lobkowicz, por favor —dijo Filippo, chapurreando en bohemio.

—Pasad, reverendísimo, pasad —murmuró el hombre, y lo arrastró de la manga a través del portal—. ¡Cuidaos de esos asesinos!

El resto de sus palabras superaron los escasos conocimientos de Filippo del idioma. Animado por el éxito de su pequeña añagaza, durante un momento Filippo lamentó no haber alzado el puño contra la horda antes de trasponer el umbral.

El criado que le abrió la puerta se persignó y dijo:

—Unos como esos asesinaron a todos los monjes benedictinos de Braunau e incendiaron el convento. Y al abad, pobre diablo, lo crucificaron. Descanse en paz —añadió, y volvió a persignarse—. No hace ni cinco horas que hemos regresado y acabamos de recibir tan terribles noticias.

—¿El canciller imperial Lobkowicz ha regresado? —chapurreó Filippo.

—No, no, el señor no. La señora Polyxena… —expuso el hombre, y lo contempló—. Debido a las noticias la señora Polyxena ha enviado un mensaje a Lohelius. Creí que vos erais ese mensajero.

—Lohelius —dijo Filippo, que solo había comprendido ese nombre.

Asintió y se señaló a sí mismo. El rostro del lacayo expresó desconfianza y solo entonces pareció percatarse del lamentable aspecto de Filippo.

—¿Habláis bohemio, reverendísimo?

—Solo un poco.

—Lo siento —dijo el lacayo, y dio un paso hacia la puerta—. Hoy los señores no reciben a nadie —añadió, cogió el picaporte y entonces recordó lo que aguardaba fuera y titubeó. Por fin se apartó de la puerta y contempló a Filippo—. ¿Qué deseáis, reverendísimo?

—Si tuviera sentido decírtelo, hijo mío, no necesitaría hablar con los señores —contestó Filippo en latín, y suspiró.

Entonces, para la más absoluta sorpresa de Filippo, una voz suave y profunda a sus espaldas dijo, también en latín:

—Entonces explícamelo a mí, reverendísimo. Yo te escucharé.

Filippo dio media vuelta. No la había oído bajar las escaleras y al volverse la vio de pie en el último escalón, una belleza envuelta en una túnica blanca de largas mangas que, debido a su color claro, parecían las alas de un ángel. Las mangas rojas del vestido interior, visibles desde el codo, y el pequeño triángulo de tela roja por debajo de la gorguera casi resultaban chocantes. Una cadena de rosas de oro le rodeaba el cuello, y otras rosas estaban bordadas en el corpiño de la túnica, seguían el contorno de su figura hasta la fina cintura y se derramaban hasta el suelo en la parte delantera de la túnica. El adorno destacaba sobre el blanco del atuendo. Llevaba el cabello recogido, únicamente adornado de una rosa roja que en esa época del año, en enero, parecía obra de la magia. Tenía el rostro pálido y los ojos iluminados por un haz de luz. Filippo, que solo había roto el voto de castidad un par de veces en toda su vida, de pronto se imaginó cómo sería si ella se soltara los cabellos y estos lo envolvieran en su perfume, si abriera la túnica y dejara que su cuerpo se desplegara… De pronto la confusión se adueñó de su mente y recordó fragmentos de un soneto que había oído una vez: «Cuando el amor se me aparece envuelto en seda y cuando el hilo, precioso como las joyas, se derrama de sus hombros como el agua a través del prado…». Finalmente, hizo una reverencia.

Salve, domina —saludó.

—¿De dónde vienes, reverendísimo?

Filippo sospechó que ella no quería saber desde qué jergón había llegado hasta allí.

—De Roma.

—¿De Roma… directamente a nuestra casa? —preguntó, sin un asomo de sonrisa.

—No directamente.

—¿Sino?

—Dando rodeos.

—¿Es que todas tus respuestas se limitan a dos palabras?

—No, señora.

Ella esbozó una sonrisa.

—Si quieres esperar hasta que la turba de allí fuera se disperse, sé bienvenido.

—La turba le resulta completamente indiferente a alguien que busca algo.

—¿Que busca algo? ¿Qué buscas?

Filippo sabía que en ese caso la verdad era lo más poderoso.

—La fe —dijo.

—¿Y esperas encontrarla aquí?

—Aquí espero encontrar una respuesta.

—¿Una respuesta que solo consiste en dos palabras?

—Tal vez —respondió Filippo—. ¿Qué os parece Codex Gigas?

Ella calló durante tanto tiempo que Filippo creyó que se había equivocado, pero entonces se percató de que el ambiente de pronto había cambiado, porque la alta y esbelta figura parecía irradiar una frialdad que antes estaba ausente. Consternado, Filippo comprendió que la frialdad estaba dirigida contra él.

—Sígueme —ordenó ella, y subió las escaleras en silencio.

El guardián de la Biblia del Diablo
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