Capítulo 114
Múnich, 5.30 de la tarde, 1 de agosto de 1914
Hércules, Alicia y Lincoln entraron en la Odeonsplatz por la Residenzstrasse. La muchedumbre les empujó hasta la plaza y en unos minutos se encontraron en un lado de la gran explanada. Parecía una fiesta; la gente se abrazaba, otros cantaban canciones patrióticas y muchos continuaban con sus cervezas en la mano o levantaban pañuelos blancos y pequeñas banderas alemanas. Hércules y sus amigos, exhaustos y confundidos decidieron tirar la toalla y alcanzar el parque Hofgarten a través de las arcadas repletas de gente. Caminaron dando empujones a la gente y, cuando estaban debajo de los soportales, Hércules levantó la cabeza. A unos ciento cincuenta metros, en la hornacina de la Feldherrnhalle un pequeño grupo de hombres ordenaba guardar silencio a la multitud. En unos segundos la algarabía y el ruido dejaron paso a un murmullo y éste a un silencio tenso.
—El káiser Guillermo... —comenzó a gritar una voz.
Hércules se giró y aprovechando la tranquilidad del momento cogió a Alicia del brazo y junto a Lincoln se dirigieron al parque. Empujaron a un par de personas y entraron debajo de la arcada, el español echó un último vistazo a la plaza y entonces le vio. Tenía que ser él. Un joven, vestido con un traje sencillo y con un sombrero en la mano, sonreía pletórico ante las palabras del orador. Sus ojos centelleaban y la expresión de su cara era de un éxtasis casi místico. Hércules soltó a Alicia y en un par de zancadas se encontró cara a cara con el joven austriaco. Cruzaron las miradas y Hitler echó un vistazo detrás suyo y comenzó a correr entre la multitud. Hércules empujó a varias personas y alargó el brazo, pero el joven se zafó y se dirigió hasta el parque. La gran explanada del Hofgarten estaba vacía. Hitler corrió entre los muretes pintados de frescos y las columnas de piedra. El español le seguía de cerca, acortando cada vez más la distancia, mientras la voz del alcalde de Múnich continuaba leyendo la declaración. Entonces el austriaco tropezó y cayó de bruces. Apenas le dio tiempo a levantarse cuando Hércules se lanzó sobre él aplastándole. Los dos hombres forcejearon, pero el español fue más rápido y se puso sobre el austriaco. Le propinó un par de puñetazos en la cara y el joven se quedó aturdido en el suelo. El eco del discurso penetraba por las arcadas, cuando Hércules sacó su pistola, apuntó a la cabeza de Hitler. El austriaco le miró aterrorizado, sus ojos pequeños y azules se abrieron al máximo y el joven se preparó para morir. El español se levantó y sin dejar de apuntar, quitó el seguro con un chasquido y empezó a apretar el gatillo. El joven Hitler tragó saliva y comenzó a arrastrarse por el suelo de espaldas. En ese momento llegaron Alicia y Lincoln, se pusieron detrás de Hércules y esperaron el fatal desenlace. Las últimas palabras de la declaración de guerra retumbaron por toda la ciudad. Hércules miró el rostro desencajado del joven y bajó lentamente la pistola. Hitler se puso rápidamente en pie y corrió de nuevo a la plaza abarrotada de gente. Lincoln y Alicia rodearon al español que comenzó a temblar.
—No pude hacerlo —dijo con la voz quebrada—. No pude hacerlo.
—No se preocupe —dijo Lincoln cogiendo la pistola de su amigo.
—Estaba desarmado y sólo es un joven asustado —dijo Hércules con la cara demudada—. Es inocente, no lo comprenden. Tal vez sea el hijo del mismo Diablo, pero todavía es un hombre inocente. No puedo matar a un hombre por el monstruo que un día será.
Hércules, Alicia y Lincoln caminaron por la avenida ajardinada en dirección a la Strauss-Ring, cuando la multitud comenzó a gritar. Las voces de júbilo llenaban las calles de Múnich.
El Mesías Ario caminó entre la multitud como uno más, el corazón le latía violentamente, se acercó a la tribuna y levantó su sombrero. Todo había comenzado.