Capítulo 72

Moscú, 1 de julio de 1914

El gran duque y el zar no se habían vuelto a ver desde su encuentro en el jardín de palacio dos días antes. Nicolás parecía reconciliado consigo mismo, como si, al final, hubiera terminado por asimilar la necesidad del sacrificio del archiduque. Su mujer se lo había referido un par de veces, pero él había intentado esquivar el tema, al fin y al cabo, su esposa era alemana. Cuando llegó el gran duque al despacho, el zar parecía verdaderamente entregado a su trabajo. El Ejército estaba movilizando a sus hombres y el Alto Mando diseñaba a toda marcha planes para un ataque relámpago en Austria. Sus enemigos les temían, pero el gran duque sabía la extrema debilidad del Estado y la falta de una industria pesada que pudiera abastecer de armas a la inmensa masa de soldados. Los cosacos constituían la elite de un ejército anticuado, y el zar podía movilizar a más de seis millones de soldados en unas semanas, pero el problema era como armar y desplazar a todos aquellos hombres al frente y como coordinarlos.

Los franceses esperaban que sus aliados rusos atacaran a Alemania, pero el zar prefería atacar a los austríacos, que tenían un ejército más débil, peor armado y disperso. Los franceses incluso, un año antes habían enviado al general Dubai para convencer a sus aliados de que un golpe en Prusia sería más certero que una victoria más fácil en Austria, pero los rusos preferían las presas fáciles y las victorias espectaculares aunque eso prolongara la guerra.

Los ferrocarriles creados en los últimos años eran insuficientes, los créditos franceses se habían perdido en la pesada y lenta maquinaria financiera. De todas maneras, si los rusos conseguían movilizar con cierta rapidez un pequeño número de sus efectivos, los alemanes tendrían que emplear gran parte de sus fuerzas en proteger su frontera norte.

—Majestad, veo que está muy ocupado con la preparación de la invasión.

—Rusia siempre ha sido un oso fuerte que espera en su madriguera para defenderse, no me convence eso de atacar Alemania o Austria, ¿por qué tomar la iniciativa?

—La forma de hacer la guerra ha cambiado. Hoy un ejército pequeño, bien armado y rápido puede causar más daño que uno mayor. Nuestro ejército es enorme, nuestra mejor baza es la guerra total antes de que los alemanes logren alistar y preparar a más hombres.

—El ministro Kokovtsov estuvo en Alemania hace un año y me facilitó un informe detallado de las tropas. Sus armas son superiores y su industria está preparada para hacer miles de ellas. Pero nosotros tenemos algo que ellos no tienen.

—¿Qué es, majestad? —preguntó extrañado el gran duque.

—Tenemos a Dios de nuestra parte.

El gran duque se horrorizó. El zar había desechado los consejos de sus asesores durante años, creía firmemente que la guerra era más bien una cuestión de voluntad que de poderío militar.

—Majestad, necesitaremos más que la ayuda de Dios para vencer a los alemanes.

—Ya lo sé, Nicolascha. El general Sujomlinov tiene un plan infalible para vencer a los alemanes y a los austríacos en pocas semanas.

—El general Sujomlinov es un viejo inútil.

—No te consiento que hables así de uno de mis mejores generales.

—Los alemanes sólo llevan cuarenta años como nación y son uno de los estados más fuertes de Europa.

—Bueno, por lo menos hemos deshecho los planes de forjar una Austria unida que resurgiera de sus cenizas.

—No sólo hemos conseguido eso, majestad.

—¿Qué quieres decir?

—Los alemanes estaban a punto de recibir una ayuda inesperada que les hubiera hecho invencibles.

—¿Un arma secreta? —preguntó el zar extrañado.

—Algo peor. Nuestros servicios secretos habían descubierto que los alemanes estaban esperando una especio de líder que formaría un gran imperio y reuniría a todos los arios.

—¿Un líder?

—Un Mesías, majestad.

El zar se levantó del escritorio y miró extrañado al gran duque.

—Y que han hecho con él.

—La última información que me llegó del príncipe Stepan era que había dado con él, con el Mesías Ario.

—¿Y?

—En estos momentos estará eliminándole para siempre.

—¿Un Mesías Ario? Madre de Dios. Esos alemanes del diablo.

—El libro de las profecías de Artabán está en nuestro poder y, espero que dentro de unos días, antes de que el frente se cierre, el príncipe Stepan esté de regreso.

—Es un héroe. Tendrá los mayores honores.

—Pero majestad, hay que mantener todo este asunto en secreto.

—¿Por qué, Nicolascha?

—Nadie deber saber de la existencia del Mesías Ario. Es mejor que los alemanes desconozcan las profecías.

—Pero, si el peligro ya ha pasado.

—Eso creemos, pero ¿Quién puede impedir que una profecía se cumpla?

—¡Qué!

—Lo que está escrito es muy difícil borrarlo —dijo enigmático el gran duque—. Tal vez hayamos matado al Mesías Ario, pero todavía no me lo ha confirmado el príncipe Stepan.

—¿Porqué?

—No lo sé, majestad. A lo mejor las líneas telegráficas han sido cortadas por el Ejército.

—Tal vez el Mesías Ario no ha muerto.

—Esperemos que no sea así. Podemos enfrentarnos a un ejército, pero no resistirnos a la Providencia.

—Dios está con nosotros, ya te lo he dicho antes Nicolascha.

—¿Y con quién está el Diablo? —dijo el gran duque y sus palabras retumbaron en la cabeza del zar, hasta que un escalofrió recorrió todo su cuerpo.

El mesías ario
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