Capítulo 1

Madrid, 10 de junio de 1914

Al levantarse del banco de madera se arrepintió de no haber pagado los dos dólares de diferencia entre primera y tercera clase. Las piernas le crujieron y un fuerte dolor en la espalda le subió como un latigazo hasta la nuca. Durante el trayecto apenas había descansado. El olor a sudor, el calor, las canciones de los quintos borrachos, los bebés llorando a pleno pulmón y los ronquidos de la mujer gorda que se había sentado a su lado y a la que durante la mitad del viaje había tenido que apartar varias veces para que no le aplastara, impedían descansar lo más mínimo. Por si esto fuera poco, parecía que nadie había visto un negro en su vida. En Lisboa nadie le miraba, en la ciudad siempre había muchos negros del Brasil, pero para los españoles, el único negro que estaban acostumbrados a ver, era el que cada Noche de Reyes, se tiznaba la cara con carbón para representar al Rey Mago Baltasar.

No llevaba mucho equipaje. Una maleta pequeña de piel, con varias mudas, una pistola, un bombín de repuesto y un par de libros además de la Biblia. Ayudó a la oronda mujer a bajar sus maletas del altillo y después, en su olvidado español se despidió de ella. Le costó llegar al final del pasillo. El tren estaba abarrotado. Cuando sus pies pisaron el andén comenzó a preguntarse qué haría en el caso de que su amigo no hubiera recibido su telegrama y no estuviera en la estación esperándole.

La gente caminaba de un lado para otro a toda prisa, por su mente pasó Nueva York y con una sonrisa, sacó un cigarro y lo encendió. Decidió caminar hacia la salida. La avalancha humana le apretaba por todas partes y era difícil mantener el equilibrio en medio de la marea. Cuando llevaba unos cincuenta metros, observó una figura que sobresalía en estatura de entre la multitud. Aquel hombre vestía un traje gris con rayas muy finas, de un corte inglés que estilizaba aún más su porte, acompañado por una impoluta camisa blanca y una corbata corta de color negro. No llevaba sombrero, su pelo peinado para atrás, con las patillas canas contrastaba con el color negro casi azulado del resto del cabello. Sus ojos negros miraban por encima del resto de cabezas buscando a alguien. Al ver a Lincoln sonrió, hasta que sus labios gruesos formaron un hoyuelo en las mejillas y levantó el brazo derecho. Caminó hacia su amigo y cuando llegó a su altura le dio un fuerte abrazo. Aquel hombre era sin duda Hércules Guzmán Fox, el mismo que quince años antes en la Habana había compartido con él una gran aventura. El tiempo no le había tratado mal. Su aspecto era incluso mejor, no tenía ojeras, su cara estaba afeitada y desprendía un agradable olor a perfume francés.

—Lincoln, George Lincoln —dijo sin poder evitar que cada sílaba sonara más emocionada.

—Amigo Hércules, el clima de Madrid le sienta mucho mejor que el de La Habana. Incluso tienes mejor color.

—Usted también —comentó el español. A Lincoln se le había olvidado el humor sarcástico de su amigo.

—Mi color es invariable —comentó el norteamericano sonriente.

—Estará cansado. Los trenes españoles no son muy cómodos. ¿Habrá viajado en primera?

—Si le digo la verdad —comentó Lincoln apoyando sus manos sobre sus riñones—, la almohada del patriarca Jacob era más cómoda que esas tablas.

—Espero que mi casa le resulte más confortable.

Los dos hombres comenzaron a caminar por el andén. El gran espacio de la estación se había despejado, gran parte de los viajeros ya habían abandonado el edificio. En la salida Hércules paró una berlina y atravesaron la ciudad empedrada. Lincoln observó el pequeño número de vehículos a motor que circulaban por las calles. Los trolebuses tirados por caballerías caminaban fatigosos por la gran avenida, los carros repletos de abastos, los vendedores ambulantes, obreros caminando con las caras sucias, mujeres vestidas de negro de los pies a la cabeza y los curas con sus sotanas raídas y sus sombreros redondos abarrotaban la ciudad.

La avenida de árboles conocida como el paseo del Prado era una arteria inmensa que atravesaba de norte a sur el corazón mismo de la ciudad. En el lado derecho pudo ver un inmenso jardín con una valla alta y elegante, después un edificio de ladrillo con estatuas clásicas y pórticos suntuosos, el hotel Ritz; las fuentes de Neptuno y de Cibeles, el Palacio de Comunicaciones y el paseo de Recoletos, edificios elegantes que brillaban bajo aquella luz intensa y blanquecina.

La calesa tomó una pequeña calle jalonada de mansiones con pequeños jardines y se detuvo delante de una de ellas. Hércules pagó al cochero y ambos se dirigieron al edificio. La fachada era de piedra blanca, con grandes balcones y adornada ricamente. Después de atravesar la verja, saltaban a la vista todo tipo de flores que franqueaban un camino de piedra. Una escalinata amplia llevaba hasta la puerta principal.

Lincoln se quedó mirando el edificio a los pies de la escalera y Hércules le dio un codazo para que le siguiera.

—Esto es una mansión. Veo que no ha perdido el tiempo en estos años.

—Nada de esto es mío. Mejor dicho, esto es parte de la herencia de mis abuelos, pero ya te contaré su historia en otro momento. Será mejor que entres, te asees y descanses un poco. Tenemos mucho trabajo por delante. Aunque esta noche iremos a la ópera. ¿Has traído algún esmoquin o chaqué?

—Sí, claro y la pitillera de plata —dijo sonriendo Lincoln.

—Bueno, alquilaré un esmoquin para ti, hasta que mi sastre te corte uno.

La entrada daba a un gran hall cubierto de un mármol de tonos gris y blanco. La escalera central se dividía en dos brazos y una luz brillante de colores se introducía por unas vidrieras en las que se representaba una escena histórica. Hércules acompañó a su amigo hasta su habitación y se despidió de él advirtiéndole que le llamaría para almorzar.

Lincoln curioseó por la habitación. Luz eléctrica, agua corriente y caliente, una cama enorme, un escritorio francés blanco con ribetes de oro, cuadros de autores que él desconocía, todo un lujo. El policía norteamericano se preguntó cómo había cambiado tanto la vida de su amigo. En La Habana era un pobre diablo alcohólico, un militar deshonrado que vivía en burdeles de segunda y en Madrid, quince años después, parecía un aristócrata.

El agente se desnudó, llenó la bañera y se metió en el agua tibia. El calor en aquella casa parecía amortiguado por los techos altos y los muros gruesos, pero era agobiante desde las diez de la mañana. Él estaba acostumbrado, el verano de Nueva York podía ser la peor pesadilla de sus habitantes, pero aquella sequedad le taponaba la nariz y le secaba la garganta.

Cerró los ojos y su mente se transportó a Cuba, recordó a Helen, la intrépida periodista que les había ayudado en el misterio del Maine, al profesor Gordon y sus increíbles historias sobre Colón. Sintió un acceso de melancolía, aquella investigación no sería lo mismo sin ellos. Helen estaba muerta. Hacía muchos años que no visitaba su tumba, a pesar de tener el cementerio relativamente cerca. Del profesor Gordon no sabía nada. Debía dar clases en la universidad de La Habana o estaría jubilado, rodeado de libros e investigando alguna medicina o un texto antiguo.

La mente le devolvió a la realidad. Estaba en Madrid, la vieja Europa. Aquella noche iría con Hércules a la Ópera y se codearía con la alta sociedad. Un escalofrió le recorrió la espalda. Él no encajaba en aquel mundo. Criado en el peor barrio de Washington, con estudios básicos, negro y extranjero. Definitivamente no encajaba en aquella historia, pensó antes de quedarse dormido con la agradable sensación de flotar en una nube.

El mesías ario
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