Capítulo 16

Hércules y Lincoln acompañaron a don Ramón de Valle-Inclán hasta la calle Arenal. El tráfico de carros de caballos y automóviles desplazaba a los viandantes a unas aceras estrechas y atestadas. Los madrileños se confundían con la marabunta de personas venidas de todas las partes del reino para solucionar sus problemas administrativos o simplemente de paso antes de volver a sus hogares y continuar viaje. Los tres hombres caminaban en fila esquivando a la multitud, hasta cerca de la puerta del Sol, donde Hércules advirtió que dos hombres altos y rubios se acercaban hasta el escritor y le sacaban hacia una calle aledaña. Hércules llamó con un gesto a su compañero, y corrieron calle arriba. La plaza de las Descalzas no estaba tan abarrotada y pudieron observar como los dos hombres intentaban introducir a don Ramón en un vehículo y como éste se defendía con su único brazo sano. Cuando llegaron a su altura los dos hombres prácticamente habían reducido al escritor y lo metían a empujones en el auto.

—¡Alto! —gritó Hércules, mientras estiraba de la chaqueta de don Ramón.

—¡Socorro! —bramó Valle-Inclán intentando atraer la mirada de la gente que caminaba por la plaza.

No tardaron mucho en acercarse varios curiosos y a lo lejos se observaba como un par de policías con cacos negros corrían hacia el tumulto.

Los dos hombres rubios empujaron al escritor que chocó con Hércules y Lincoln. El coche se puso en marcha y espantó a los curiosos haciendo sonar su claxon.

—Maldita Germania —dijo don Ramón desde el suelo. Hércules lo levantó y cuando llegaron los dos policías muchos de los curiosos se alejaron de ellos.

—¿Están bien caballeros? —preguntó uno de los agentes.

—Sí, muchas gracias—contestó don Ramón sacudiéndose el traje con su única mano.

—Madrid es un hervidero de gente este verano. La Corte se ha quedado en la capital y todo el mundo quiere estar donde está el rey —dijo el agente.

—La chusma abunda en todas partes. No se preocupen por nosotros, unos individuos quisieron asaltar a nuestro amigo, pero se encuentra bien —dijo Hércules a la vez que agarraba por el brazo a don Ramón.

Los dos hombres miraron a Lincoln como si nunca hubieran visto antes a un hombre de color.

—¿Y este negro va con ustedes? —preguntó al fin uno de los agentes.

—Este negro, como usted le llama, es un oficial de la policía metropolitana de Nueva York.

—Disculpe —dijo el agente poniéndose firme.

—Descanse. Muchas gracias por todo agentes, notificaré su rápida intervención a sus superiores —dijo muy serio Lincoln.

Los dos agentes saludaron y comenzaron a disolver a los curiosos rezagados. Los tres hombres se alejaron por una de las estrechas calles y en pocos minutos la masa de gente se convirtió en un intermitente goteo que apenas circulaba por alguna de las calles más peligrosas de la capital.

—¿Qué querían de usted esos hombres, maestro? —preguntó Hércules cuando se sintió suficientemente a salvo. El escritor miró a uno y a otro lado y jugueteó nervioso con sus quevedos.

—Está con nosotros, no tiene nada que temer —dijo Lincoln.

—Las calles de Madrid tienen ojos y oídos será mejor que nos refugiemos en una taberna —contestó mirando a un lado y a otro don Ramón.

—Este barrio no es muy recomendable —dijo Hércules.

—No podemos ir a uno de los cafés que frecuento, esa gente puede estar al acecho.

Los tres hombres se metieron en una de las lúgubres tabernas de la calle y se sentaron en una de las discretas mesas del fondo del establecimiento. Una mujer con aspecto agitanado se acercó hasta la mesa y los tres hombres pidieron unos vinos. El escritor sudaba y respiraba con dificultad. El susto de hacía un rato y el acelerado paso de la caminata le había dejado exhausto. Su mano tembló cuando cogió el vaso de la mesa y a punto estuvo de derramar el vino.

—Cálmese, le va a dar un telele —dijo Hércules después de apurar su vaso y volver a llenarlo con una jarra de barro que había dejado la camarera sobre la mesa.

—Llevo más de un día fuera de casa. Ayer un desconocido vino a visitarme y tuve que salir a la carrera.

—Puede quedarse en mi casa el tiempo que necesite —dijo Hércules.

—Muchas gracias.

—Tan sólo le estamos devolviendo el favor, usted nos sacó de una situación muy comprometida en la embajada —dijo Lincoln. Tomo su vaso y olió el picado vino rojo.

—Eso no fue nada. Cualquiera hubiera hecho lo mismo —contestó don Ramón algo más calmado.

—¿Conoce al embajador? —preguntó Lincoln.

—No somos íntimos amigos pero es uno de mis admiradores —dijo el escritor.

—Necesitamos acceder a unos papeles que están en posesión del embajador, ¿podría interceder por nosotros? —preguntó Lincoln.

—Después de lo ocurrido antes en la embajada no será fácil. ¿De qué documentos se trata?

—De los papeles de uno de los profesores mutilados en la Biblioteca Nacional —dijo Lincoln.

—He leído algo en los periódicos —afirmó don Ramón.

—Las investigaciones de los tres profesores podrían estar relacionadas con el caso, poseemos la de los profesores Michael Proust y François Arouet, pero desconocemos en profundidad los estudios del profesor von Humboldt —dijo Hércules.

—Veré lo que puedo hacer, pero ahora estoy atado de pies y manos, sobre todo mientras me persigan esos querubines.

—¿Querubines? —preguntó Lincoln.

—Ángeles rubios. Los tres hombres que me persiguen son altos y rubios de origen germano seguramente —contestó don Ramón.

—Y, ¿por qué le acosan, maestro? —preguntó Hércules que continuaba bebiendo sin parar.

—No lo sé, pero creo que está relacionado con unos libros que he estado buscando desde hace tiempo y que ahora se encuentran en mí poder.

—¿De qué libros se trata? —preguntó Lincoln.

—Todo haría pensar que los libros no son de interés, a parte del académico, se entiende.

Don Ramón miró a un lado y al otro para asegurarse que no había curiosos cerca y agachando la cabeza dijo en un susurro:

—Como sabrán, el famoso navegante portugués Vasco de Gama, fue el primer occidental en circunnavegar África y llegar hasta la India.

—Sí, la famosa ruta portuguesa para llegar hasta la tierra de las especies.

—Efectivamente, señor Hércules, una ruta para conseguir las especies directamente, sin intermediaros musulmanes. La ruta de Vasco de Gama no era del todo desconocida, algo más de cien años antes, Ibn Batuta, un comerciante musulmán, había recorrido gran parte de África y Asia, explorando muchos países y océanos. Los portugueses llevaban tiempo intentando colonizar el norte de África y extenderse más hacia el sur, pero la expedición de Cristóbal Colón a América aceleró el descubrimiento de una nueva ruta para llegar a la tierra de las especias. El rey Manuel I envió en 1497 una expedición de ciento setenta hombres y cuatro barcos, capitaneada por Vasco de Gama.

—La expedición era meramente mercantil —dijo Lincoln.

—En cierto sentido la expedición era meramente comercial, pero Manuel I quería entrar en contacto con los cristianos aislados en la India desde el tiempo de los Padres Apostólicos.

—¿Cristianos en la India? —preguntó Lincoln.

—Hay noticias de ellos desde el siglo VIII, eran conocidos como los cristianos de santo Tomás, ya que se cree que fue este apóstol el que predicó el Evangelio en Oriente. También hubo relación entre los reinos cruzados en el siglo IX, como el de Odessa. En aquella época los misioneros nestorianos transmitieron la famosa leyenda de Barlaam y Josafat.

—Desconozco la leyenda —dijo Hércules.

—Al parecer el rey Abenner, un rey hindú que perseguía a los cristianos en la India, no podía tener hijos, pero siendo ya viejo concibió a su hijo Josafat. Entre los astrólogos que se acercaron al palacio para predecir el largo reinado del niño, había uno que predijo que Josafat se haría cristiano. El rey enfurecido mandó aislar al niño de cualquier contacto con los cristianos y construyó una gran fortaleza para esconder a su primogénito. Cuando el niño se hizo hombre y salió de su palacio, vio la desgracia de numerosos hombres que no habían tenido su fortuna y preguntó a sus consejeros sobre el origen de las enfermedades y la vejez, pero éstos no se atrevieron a decirle nada. Josafat perdió su dicha y durante mucho tiempo estuvo triste y taciturno. Los espectáculos que hacían en su honor, los hermosos jardines, las bellas cortesanas ya no entretenían al joven príncipe. Una mañana, el joven príncipe se encontró con Barlaam, un santo predicador cristiano y tras una larga charla con él se convirtió al cristianismo. Cuando su padre se enteró buscó una y mil maneras de apartar a Josafat de su nueva fe, pero todo fue inútil. Josafat dejó su palacio y se hizo predicador ambulante con Barlaam.

—No sabía que los cristianos se hubieran extendido tan hacia el Oriente —dijo Lincoln.

—Uno de los grupos cristianos, el de los nestorianos llegó hasta China, algunos afirman que incluso algunos misioneros penetraron hasta el Japón.

—Entonces, Vasco de Gama tenía órdenes del rey Manuel I de contactar con los cristianos de la India —dijo Hércules.

—Así se lo pidió el propio Manuel I. Se ha conservado un comentario a la carta, llamado: Davidrex Aethiopie. Trassado dé la carta quel grande principe xpiano David que quere dezir dauys preste iuhan rrey de los abxis muy poderoso ymbio por moles su embajador el... rey don Manuel. Pero la carta desapareció para siempre.

—¿Una carta del preste Juan para el rey Manuel de Portugal? — preguntó Hércules. No había oído algo tan increíble desde hace años.

—Pero lo más increíble no es eso. Lo más increíble es que la carta del preste Juan ha aparecido.

—¿La carta ha aparecido? —dijeron los dos hombres a coro.

—Sí, la carta ha aparecido hace unos días y la tengo en mi poder.

El mesías ario
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