Capítulo 17
La oscura sala permanecía en penumbra. El humo de los cigarros flotaba entre las lámparas de aceite, y la vela que la camarera había colocado en la mesa había creado una costra de cera dura. Las gotas calientes corrían hasta la masa informe y blanca para fundirse con ella poco después. Los dos hombres observaban al escritor casi sin pestañear. Aquel hombre, don Ramón del Valle-Inclán, famoso escritor y dramaturgo poseía una de las cartas más buscadas de la cristiandad. Al parecer, los cristianos de la India habían mandado una misiva a través de Vasco de Gama, pero ésta había desaparecido al llegar a Portugal. Hércules levantó la vista y pidió a la camarera otra jarra de vino. Lincoln empezaba a sufrir los primeros efectos del alcohol y escuchaba taciturno, apagado, como si la bebida le hubiera robado su impulso inicial.
—El profesor von Humboldt es un especialista en el Portugal del siglo XIV y XV y conoce la vida de Vasco de Gama. En su mesa de estudio en la Biblioteca Nacional se encontraron varios libros sobre el descubridor portugués —dijo Hércules.
—¿No querrá insinuar que los incidentes de la Biblioteca Nacional y mis perseguidores tienen algo que ver? —contestó sorprendido don Ramón.
—No es mera casualidad. Está investigando el mismo asunto que el profesor alemán y ha tenido que huir perseguido por unos tipos alemanes —apuntó Hércules.
—No niego la coincidencia, pero, ¿qué importancia tiene un documento antiguo?
—¿Ha leído la carta? —preguntó Lincoln.
—No he tenido tiempo.
—¿Por qué fue a la embajada austríaca? —preguntó Lincoln enfatizando la palabra austríaca.
—Como les he dicho, la persona que vino a visitarme ayer era austríaca o alemana, pensé que el embajador podría localizarlo y disuadirlo de que me molestara. Además, el embajador da una conferencia mañana en el Ateneo y yo colaboro en su presentación.
—Pero, maestro. ¿Cómo puede pensar en conferencias en un momento así? ¿De qué va a hablar el embajador? —preguntó sorprendido Hércules.
—Pensaba desvelar el contenido de la carta en la conferencia. La conferencia está convocada por Ortega y Gasset y otros pro-germanos que están organizando todo tipo de actos a favor de Alemania y Austria. Ya conocen la tensa situación en la que se encuentra Europa. La sociedad madrileña y española en general se divide entre germanófilos y anglófilos.
—¿Usted es germanófilo? —dijo Lincoln.
—Me temo que no. Mis ideas son más bien francófonas.
—Pero tiene amistad con el embajador —contestó Lincoln.
—Tengo amistad con varios embajadores, sobre todo de Hispanoamérica.
—¿Dónde ha escondido los documentos? —preguntó Hércules, cortando la conversación.
—La carta apareció entre unos libros que compré en una librería de viejo. La verdad, su hallazgo fue una verdadera sorpresa. Afortunadamente logré rescatar todo el material y ocultarme con él en la casa de un buen amigo —dijo sonriente don Ramón.
—Puede ir a por esos documentos con Lincoln mientras yo voy al domicilio de un amigo. Nos reuniremos en mi casa dentro de tres horas —ordenó Hércules.
—No sé si es buena idea. Mi mujer está en casa de una amiga y yo no tengo el cuerpo para andar vagabundeando por Madrid —contestó don Ramón volviendo a su apesadumbrado semblante.
—Ha visto de lo que son capaces esos hombres, será mejor que le protejamos durante unos días —contestó tajante Hércules.
—Señor Hércules, permítame que le sea descortés. No les conozco de nada. ¿Quién me dice que ustedes no buscan quedarse con la carta?
—Entiendo su desconfianza, pero no tiene de qué preocuparse. Estoy comisionado por el director de la policía, el Sr. Mantorella. Con nosotros está más protegido que con las fuerzas del orden. La policía en nuestro país es demasiado lenta.
—De acuerdo —claudicó por fin el escritor.
Los tres hombres dejaron la mesa y caminaron algo mareados hasta la entrada. El aire nocturno logró despejarles un poco. Anduvieron juntos unos minutos hasta que Hércules se alejó de ellos camino a la casa de Mantorella. Esperaba que los estudios sobre los posibles gases empleados para atacar a los tres profesores estuvieran realizados. Las calles desiertas y oscuras le escalofriaron, pero aceleró el paso y en unos minutos se encontró frente al suntuoso palacio del siglo XVIII donde vivía su amigo. Tomó el pomo de la puerta pero esta cedió sola. La penumbra invadió el inmenso hall de entrada y Hércules notó como su corazón se aceleraba. Cuando cruzó el umbral y cerró la puerta tras de sí, tuvo la certeza de que las cosas no iban nada bien. Tan sólo esperaba que su amigo Mantorella y su hija Alicia estuvieran a salvo.