Capítulo 9

Madrid, 12 junio del 1914

El santuario, así le gustaba llamarlo a él, permanecía en la más absoluta penumbra, tal sólo una pequeña lámpara de despacho proyectaba la luz directamente sobre los documentos. Don Ramón tomó las gafas, ajustó los aros detrás de las orejas y se acercó el documento hasta casi rozar la nariz. Se resistía a reconocerlo, pero en los últimos años su vista comenzaba a desvanecerse, como si el mundo exterior desapareciera hasta convertirse en un torrente de ruidos y voces. Lo había intentado ocultar a todos. Primero por simple vanidad, pero más tarde, cuando lo que le rodeaba comenzó a convertirse en invisible, experimentó pavor. La única forma de leer que le quedaba, consistía en sumirse en la más absoluta de las tinieblas y focalizar la hoja con una luz tenue y difusa.

Los papeles del profesor Arouet estaban escritos en un francés correcto, pero el texto estaba plagado de contracciones y palabras técnicas. El fajo de hojas no debía superar la centena, pero la lectura se volvía más confusa hacia la mitad del texto, como si la prisa y la ansiedad se hubieran apoderado del profesor francés.

Todo aquel asunto comenzaba a molestar a las altas esferas. Madrid no podía convertirse en una especie de matadero de académicos. El alcalde, Luis de Marichalar, le había llamado en varias ocasiones y su tono había pasado de la amabilidad y el respeto, a algo demasiado parecido con la amenaza. Esa mañana el que había llamado era el presidente del consejo de ministros Eduardo Dato, como todo siguiera igual en las próximas semanas, hasta el mismo Alfonso XIII terminaría por llamarle por teléfono.

Escuchó como alguien llamaba a la puerta y sin esperar contestación, el rostro de Alicia, su hija, brilló tras un haz de luz. Mantorella sintió un fuerte pinchazo en los ojos y con un gesto se los tapó.

—Querida, ¿cuántas veces tengo que decirte que no abras la puerta? La claridad me molesta —dijo Mantorella enfadado. Alicia se acercó a él y se inclinó, cogió sus manos y sus ojos negros le escrutaron. Ella tenía la capacidad de desnudar el alma con su mirada. La profundidad de sus pupilas recordó a Mantorella por unos momentos a su esposa. La espontánea sonrisa de su hija le hizo sonreír. Ella inclinó la cabeza y su pelo recogido en dos enormes moños brilló. Él le acarició el cabello y Alicia levantó la cabeza de nuevo.

—Padre, no me gusta que te aísles de esta manera, en medio de esta oscuridad. La penumbra tan sólo puede evocarte tristes recuerdos.

—La luz me molesta. Posiblemente todos mis años de servicio en Cuba me hayan dejado esta indeseable paga.

Alicia se puso en pie sin soltarle la mano y con un gesto señaló la puerta.

—Tienes visita.

—No me gusta recibir visita después de las cinco. ¿Por qué no me has excusado? —refunfuñó Mantorella.

—Se trata de nuestro viejo amigo Hércules y su nuevo ayudante.

—Les he estado esperando toda la mañana en la comisaría y ahora se presentan aquí —volvió a refunfuñar.

—¿Les digo que pasen?

—Naturalmente. Por favor, ¿puedes descorrer las cortinas primero?

Alicia movió los pesados cortinajes y la luz de junio reconquistó cada milímetro del inmenso despacho. Las paredes recubiertas de madera absorbieron con rapidez la claridad y su color negro se convirtió en un agradable color miel. El escritorio apareció repleto de informes que se apilaban en varias torres. La mujer abandonó la habitación, para regresar unos segundos después con los dos caballeros. Hércules caminaba junto a ella, charlando amigablemente, mientras que Lincoln permanecía unos pasos por detrás. Desde su ángulo, la piel blanca del cuello desaparecía hasta ocultarse entre los cabellos recogidos. A veces parte de su mejilla aparecía y volvía a desaparecer. Entonces, la mujer se giró y le miró directamente. Por unos segundos sus miradas se cruzaron, pero los dos apartaron los ojos.

—Buenas tardes, perdona que nos hayamos presentado a estas horas, pero hemos estado toda la mañana intentando hablar con el embajador austríaco, aunque ha sido del todo imposible —dijo Hércules saludando a Mantorella. Este con un gesto les invitó a tomar asiento. Alicia regresó a la puerta y les dejó a solas.

—El embajador se ha negado en rotundo a facilitarnos los papeles de von Humboldt. No sé qué podemos hacer.

—¿Cuál ha sido la razón para negarnos el acceso a los documentos del profesor? —preguntó Hércules.

—No está de acuerdo con el enfoque de nuestra investigación. Quiere que pongamos bajo su custodia al profesor y enviarlo de inmediato a Austria. Después, planea llevarlo a Viena, el señor embajador cree fervientemente en un nuevo doctor. Un tal Cari Jung —explicó Mantorella.

—Un discípulo de Sigmund Freud —apuntó Hércules.

—Desconocía su interés por la psiquiatría, Hércules.

—Realmente no me interesa la psiquiatría, pero en los últimos años he leído algo sobre criminología. No tiene una relación directa con ella, pero he estudiado algunos libros del psiquiatra austríaco.

—El caso es que no podemos acceder a los documentos del profesor.

—¿Tiene los papeles del profesor Arouet? —preguntó Lincoln.

—Precisamente estaba echándoles un vistazo cuando ustedes han llegado —dijo Mantorella tomando con la mano derecha los apuntes. —No he podido encontrar mucho. Está escrito en francés, pero el lenguaje es técnico y...

—El profesor es filólogo, especialista en lenguas indoeuropeas —dijo Lincoln.

—Ya lo sé. Pero no entiendo qué tiene que ver su profesión con todo esto. Posiblemente todo este asunto se deba al calor, ¿el calor no puede trastornar la mente de cualquiera?

Hércules se levantó de la silla y se apoyó en su respaldo. Los dos hombres le observaron detenidamente. Su rostro parecía dolorido, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo interior.

—Me disculpan un segundo. Por favor, continúen ustedes. Hércules abandonó la habitación y se dirigió a un pequeño salón, extrajo algo de una pequeña cajita metálica y se sentó en un sillón. Los dos hombres le siguieron a los pocos segundos. El hombre estaba encorvado con un visible gesto de dolor.

—Hércules, ¿te encuentras bien? —dijo Mantorella apoyando su mano en el hombro de su amigo.

—Estoy perfectamente —dijo levantando la cara. Un pequeño hilo de sangre salía de su nariz. Notó algo húmedo y se limpió con los dedos la mancha roja.

—Será mejor que llamemos a un médico —comentó Lincoln algo nervioso.

—No, de veras, estoy mejor. Tan sólo ha sido un pequeño desvanecimiento —dijo recuperando todo su entusiasmo. Después continuó hablando—. El doctor nos explicó que las automutilaciones de los profesores se debieron al edipismo, tras sufrir un síndrome postraumático. Algo les hizo sentirse indignos y se automutilaron los tres órganos sensitivos. La vista, el oído y el gusto. ¿Por qué no se mutilaron los tres los ojos? ¿Cuál fue el factor desencadenante?

Las preguntas de Hércules retumbaron en la sala. Lincoln y Mantorella le miraron intrigados, esperando adonde le llevaban sus reflexiones. Al final el norteamericano contestó.

—Tres órganos simbólicos. La vista; no soy digno de mirar; el oído, no soy digno de escuchar; y el gusto, no soy digno de paladear.

—Efectivamente, son símbolos. ¿Y si no se automutilaron por lo que vieron o creyeron ver, si no para explicar a los que dieran con ellos, lo que habían visto?

—Estimado Hércules, —dijo Mantorella— ¿está diciendo, que los profesores se automutilaron para lanzarnos un mensaje?, ¿la única forma de escapar de su estado catatónico?

—Algo así.

—¿Por qué no el olfato o el tacto? —preguntó Lincoln.

—No lo sé —contestó Hércules y después preguntó—: ¿A qué hora se produjeron las tres automutilaciones?

—Las tres automutilaciones se produjeron casi a la misma hora. Las diez de la noche —contestó Mantorella.

—El punto de conexión parece claro —dijo Hércules.

—¿Cuál es el punto de conexión?

—La Biblioteca Nacional a las diez de la noche —contestó.

—Y, ¿qué sugiere que hagamos? —preguntó Mantorella.

—¿Tienen algún plan para esta noche?

El mesías ario
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