Capítulo 10
Moscú, 12 de junio de 1914
La gran mesa ocupaba la parte central de la sala. Los coloridos trajes de las damas causaban un efecto ajedrezado de fantasía con los esmóquines negros de los caballeros. Tan sólo el anfitrión vestía con uniforme de gala. A su lado, el duque Nicolás, con su impresionante porte y elegancia destacaba en estatura del resto de los invitados. Las voces formaban un verdadero barullo, enmudeciendo a la orquesta que amenizaba la cena en palacio. Los camareros retiraron los platos y comenzaron a servir el postre. El zar se dirigió al duque y le preguntó:
—¿Sjomlinov está fuera de Moscú?
—Sí, Alteza. Como usted ordenó —el duque Nicolás no pudo evitar torcer el gesto. Si detestaba a algún miembro del Estado Mayor, era a él y sólo a él. Representaba lo caduco y decrépito del ejército ruso.
—Muy bien, querido hermano.
La zarina miró de reojo a su marido y éste se percató de su disgusto. Sabía lo que le importunaba a su esposa que se hablase de política durante la cena. Sobre todo con el bueno de Nicolasha. El duque era visto con recelo por su mujer, que no soportaba la gran popularidad que este tenía ni la altivez de su ayudante el príncipe Kotzebeu. Ella sabía que el duque la vigilaba. Era alemana y, a pesar de ser la madre de Rusia, a los ojos de Nicolascha tan sólo era una espía germana.
—Querido Nicolascha, creía que sus planes le impedirían estar esta noche con nosotros —dijo la zarina acentuando su acento alemán, dibujando en su rostro una sonrisa fría que templaba el fuego de su mirada.
—Alteza, nunca podría faltar a una de sus encantadoras veladas. Mi hermano, el zar, y su amada esposa, están en el centro de mi corazón. Siempre que me llame, yo acudiré encantado.
—Duque, sus halagos nos honran por partida doble —dijo la zarina, intentando distanciarse de Nicolás al dirigirse a él como a un noble más.
—Nicolascha y yo hablábamos de Europa, allí está terminando la primavera y aquí quedan aún muchos meses para que el frío vuelva —apuntó enigmático el zar.
El príncipe Stepan apenas escuchaba la verborrea de la condesa Rostova, desde hacía unos minutos procuraba atender a la conversación entre el zar y el gran duque, pero las voces iban y venían azotadas por el murmullo de los cubiertos y los parloteos de los comensales que hablaban en tres o cuatro idiomas a la vez, cambiando del alemán al francés o al inglés a cada momento. La intervención de la zarina rompió la conversación y Stepan observó la cara de Nicolás y el gesto del zar. De repente, el zar de todas las Rusias se puso en pie y la cena se detuvo en seco. Los camareros se quedaron paralizados, las voces enmudecieron y la música cesó de repente. Las cabezas se inclinaron y el zar observó detenidamente la mesa. Las fuentes de comida estaban casi intactas. Faisanes con sus plumas, cerdos asados enteros y un sinfín de manjares. Los cubiertos de plata centelleaban bajo la gran lámpara de araña. El zar levantó la barbilla, un gesto que repetía cada vez que comenzaba a hablar en público.
—Amados amigos y hermanos —dijo, con una voz suave, como en un susurro. Un par de comensales sacaron sus trompetillas para poder atender las palabras de su amado zar—. Una sombra se extiende por nuestra amada Europa. A la temible ola de anarquismo y comunismo se une la ambición austríaca. Mi hermano Francisco José es demasiado viejo y su sobrino-nieto Carlos...
Un murmullo se extendió por la sala. El zar levantó sus manos y se hizo de nuevo el silencio. Sus ojos melancólicos se cerraron por unos segundos. Odiaba hablar en público, no soportaba las miradas sedientas de sus sabias palabras, sobre todo porque no sabía que decir. Su mentor, Konstantin Petrovich Pobiedonostev, se había cansado de repetirle que él era el elegido de Dios para conducir a la Santa Rusia, pero eso no le consolaba. Sergei Aleksandrovich Romanov, su querido tío, hubiera sabido como reaccionar ante los continuos ataques de los alemanes y austríacos, pero ahora estaba sólo. Su único consuelo era su amada esposa y sus hijos.
—Responderemos en nombre de Dios misericordioso y salvaremos al mundo de la peste germánica. ¡Viva Rusia! —dijo alzando la copa. A coro respondió el medio centenar de personas. Al unísono lanzaron las copas sobre sus cabezas y el chasquido de los cristales resonó por todo el salón como un millar de tambores de guerra.