Capítulo 7

Madrid, 11 de junio de 1914

La inquietante escena de la noche anterior logró desvelarle por completo. La suave llamada de Hércules a su puerta no le alteró en lo más mínimo. Se vistió con ligereza, tomó junto a su amigo un breve desayuno y, a propuesta de Hércules, recorrieron a pie la distancia que les separaba del hospital que iban a visitar. La gente se movía por las calles desordenadamente. Los coches pitaban a los peatones que cruzaban por cualquier parte cargados con todo tipo de cosas. A diferencia de Nueva York, donde la ciudad se dividía en espacios acotados, divididos por clases sociales y oficios, la algarabía de Madrid era claramente mestiza. El caballero y el albañil compartían la misma acera y, en ocasiones, un pequeño codazo podía dar ventaja al segundo en la carrera frenética hacia algún lugar. Lincoln notó la mirada de muchos transeúntes y los comentarios que suscitaba su rostro caoba en mitad de la calle de Alcalá. Los españoles, a diferencia de lo que había pensado en un primer momento, eran tan pálidos como los holandeses de Manhattan. Los que había conocido en Cuba tenían una tez cetrina, quemada por el sol de la isla. Incluso Hércules parecía profundamente cambiado. Seguía manteniéndose en forma. Un cuerpo musculoso, cargando las carnes de un hombre que bordeaba los cincuenta años. Tenía mejor aspecto. Había ganado algo de peso, su pelo estaba casi completamente blanco, pero seguía manteniéndolo largo, recogido en una coleta o suelto sobre los hombros. Sus ojos verdes, mantenían la fuerza y determinación, de las que se sabía capaz y su cara estaba completamente limpia de arrugas y manchas.

—¿Qué piensa, querido amigo? —preguntó Hércules de sopetón y Lincoln se paró en seco, como si le hubieran despertado de un sueño. Le miró y sonriendo comenzó a andar de nuevo.

—Su aspecto, pensaba en que su aspecto ha cambiado, pero le sigo viendo en forma.

Hércules esbozó una sonrisa y ajustó la solapa de su sombrero blanco. Era formidablemente esbelto entre la multitud. El traje, cortado por los mejores sastres de París, resaltaba su espalda, pero disimulando algo su corpulencia.

—Me mantengo en forma, monto a caballo y doy largos paseos por esta hermosa ciudad.

—Le puedo asegurar, que yo ya empiezo a sentir los primeros achaques —dijo Lincoln poniendo una mano sobre sus doloridos riñones—. Por las noches me cuesta mucho dormir y sufro unos terribles dolores de cabeza.

—Usted no cambiará nunca.

Hércules hizo un gesto quitando importancia a los comentarios de su amigo y señaló hacia el final de la calle.

—Ese es el Hospital Santa Cristina. Allí nos dirigimos.

—El hospital donde han internado a los tres profesores —comentó Lincoln recuperando el interés por la verdadera causa de aquel paseo vespertino.

—Los tres están ingresados en una planta especial, aislados del resto de los enfermos. En varias ocasiones sus embajadas los han reclamado, pero como comprenderá, no podemos satisfacer sus demandas sin descubrir qué misterio se esconde detrás de estas extrañas automutilaciones. Y por qué los profesores continúan en estado catatónico.

—¿No han hablado ni una sola vez?

—Querido Lincoln, esos desdichados caballeros, no sólo no han proferido palabra, además se han negado a comer, moverse o reaccionar ante cualquier estímulo.

Lincoln se agarró la barbilla y recorrió los últimos metros en silencio. En Nueva York había visto algunos casos parecidos, pero solía darse en personas de poca capacidad intelectual, en algunos desde el nacimiento o por un suceso trágico muy agudo.

Entraron en un edificio de ladrillo rojo de aspecto austero, aunque no muy viejo. Recorrieron varios pasillos azulejados de blanco y se cruzaron con unas monjas de aparatosos sombreros. Subieron por unas escaleras amplias, pero poco iluminadas. No había ni rastro de enfermos, aunque el hospital estaba a pleno rendimiento. Al llegar a la última planta, se encontraron con una puerta blanca con ojo de buey y un hombre sentado frente a una minúscula mesa. El individuo vestía de paisano, pero tenía el inconfundible aspecto de los agentes de policía. Arrogancia desgarbada y tendencia a la holgazanería, producida por los largos periodos de inactividad. Hércules hizo un ligero gesto y los dos hombres cruzaron la puerta. Atravesaron el pasillo y, en la última puerta, se detuvieron.

—¿Se puede? —preguntó Hércules llamando con los nudillos—. Buenos días, doctor Miguel Sebastián Cambrisés.

—Pasen, por favor, está abierto.

—Buenos días —dijo Hércules extendiendo la mano—. Me acompaña el inspector George Lincoln. Un reputado criminalista de los Estados Unidos.

—Encantado —contestó el doctor incorporándose e invitando con un gesto a los dos hombres para que tomaran asiento—. Me imagino que viene por el caso de los desdichados profesores. Señor Guzmán, no puedo añadir mucho sobre lo que ya le dije. El profesor von Humboldt sigue en estado catatónico. No hemos conseguido que pronunciara palabra, no ha comido ni bebido en estas semanas. Únicamente el suero le mantiene con vida, pero se encuentra extremadamente débil.

—¿Ha logrado acceder al historial médico del profesor? —preguntó Hércules.

—Nos han remitido desde el hospital de Colonia el informe médico del paciente y puedo asegurarles que el profesor von Humboldt no padecía ninguna enfermedad psíquica ni física. Pero espere que les lea algunos datos que necesitarán para su informe.

El doctor se levantó sacó unas hojas de un archivo metálico a su espalda y por unos instantes pudieron observarle de cuerpo entero. Su piel morena, sus ojos marrones y el color grisáceo de su mentón le daban un aire sureño. Su bata estaba impoluta y en el bolsillo sobresalían dos plumas estilográficas. El hombre adelantó el informe y lo puso al alcance de Hércules, este negó con la mano y dijo:

—Doctor, por favor, proceda. Muchas veces la jerga médica es un galimatías para los profanos, usted podrá ayudarnos a entender mejor el informe.

—Como no. Les daré una copia del informe, por lo que no me detendré en pormenores. —El doctor se puso los anteojos y comenzó a leer con voz aséptica—. Von Humboldt, varón, 55 años, 1,80 de estatura, 71 kilos de peso, complexión delgada; enfermedades: la polio, que le dejó una leve cojera en la pierna derecha, sarampión y varicela. Ninguna enfermedad en la edad adulta, un varón perfectamente sano.

—¿Cuáles son los daños producidos en sus ojos? —preguntó Hércules adelantando el cuerpo y apoyando un brazo sobre la mesa. Lincoln continuó tomando nota. Conocía la memoria de su viejo amigo, pero por unos instantes pensó que había algo de arrogancia en su aptitud.

—El ojo derecho ha sido completamente extirpado. El ojo izquierdo está totalmente inutilizado. La córnea está agujereada, el iris y el cristalino destrozados. En definitiva, el profesor von Humboldt no volverá a ver jamás.

—¿Cómo se realizó los daños en los ojos? —continuó interrogando Hércules.

—Todo parece indicar que no hay cortes, no usó ningún objeto punzante ni cortante —comentó el doctor sin levantar la vista del papel. Después se hizo un largo silencio, que Lincoln se atrevió a romper.

—Entonces, ¿cómo se produjo las lesiones?

—Se arrancó los ojos con las manos—. La voz del doctor sonó tan fría que Lincoln no pudo menos que lanzar una mirada a su compañero. Hércules no parecía mucho más sorprendido, pero el norteamericano percibió un leve gesto de angustia en su mirada.

—Según ese informe han llegado a la conclusión de que el profesor se sacó literalmente los ojos de las cuencas con sus propias manos —dijo Hércules levantando levemente las suyas hacia sus ojos.

—Eso es exactamente lo que pensamos.

—Pero, ¿cómo es posible?

—Los ojos son un órgano muy delicado. Unos dedos fuertes, un estado de nervios desesperado y alguien es capaz de sacarse sus propios ojos. Es un claro caso de Edipismo.

—¿Edipismo? —preguntó Lincoln.

—Es cuando un individuo se automutila, técnicamente es una autoenuclación ocular. Ya saben, como en el famoso mito de Edipo, cuando el rey, tras enterarse de que se ha casado con su propia madre y ha matado a su padre, se arranca los ojos. Las lesiones autolíticas son más comunes de lo que ustedes creen. Hay enfermos sicóticos, sobre todo si padecen un trastorno paranoide, que han llegado a mutilarse de la misma manera que el profesor.

—No entiendo como alguien puede hace algo así— dijo Lincoln.

—Hay muchos casos en la historia. Algunos, como es el caso de Edipo, fue a causa de un trauma debido al golpe emocional debido a la noticia de su parricidio e incesto, pero en otros casos los motivos pueden estar influidos por diversas causas. En el caso de santa Lucía de Siracusa, para preservar su virginidad se sacó ambos ojos y se los envío a su pretendiente. También es muy conocida la automutilación de santa Triduana de Escocia. Mucha gente se automutila para evitar tentaciones carnales o porque padece algún tipo de trastorno.

—En el caso del profesor, ¿a qué razones es debido? —preguntó Hércules, que hasta ese momento parecía pensativo.

—El doctor Blondel enumeró una serie de causas en 1906. La esquizofrenia, las psicosis inducidas por drogas, fases maniacas, neurosis, síndrome postraumático, entre otras.

—En este caso sería... —dijo impacientemente Hércules.

—No hay constancia de brotes de esquizofrenia en el paciente, tampoco mostró síntomas de neurosis, fases maniacas; tampoco sabemos que tomara ningún tipo de sustancia. Lo que nos deja un posible síndrome postraumático.

—Pero, ¿qué pudo causar ese síndrome? —Preguntó Lincoln.

—No estamos seguros. Tal vez fue la primera manifestación de esquizofrenia del enfermo. El profesor creyó ver algo, esa cosa produjo tal estrés, que le empujó a la automutilación.

—Pero, el dolor debió de ser insoportable —comentó Lincoln.

—No, el enfermo suele tomarlo como una liberación. El estado del enfermo es tal que no siente dolor alguno.

—¿Por qué los ojos, doctor? ¿Hay alguna explicación para eso? —preguntó Hércules pausadamente.

—Los ojos son el órgano sensorial que nos proporciona mayor placer. Tienen una gran relación con nuestros órganos genitales. La culpa sexual o religiosa puede llevar a una persona enferma a deshacerse de uno o ambos órganos. Pero en este caso nos hemos inclinado por la explicación religiosa. Ya conocen el texto de Mateo 10, 27.

—«Por eso si tu ojo te es ocasión de caer, sácatelo...» —recitó Lincoln.

—Exactamente. El enfermo creyó ver algo sublime, de lo que era indigno y se automutiló.

—¿Y en el caso del profesor Michael Proust? ¿Por qué se automutiló la lengua? —preguntó Lincoln.

—Bueno, eso es mucho más complejo. Los casos del profesor Michael Proust y el profesor...

—Profesor François Arouet —apuntó Hércules.

—Del profesor Arouet no he podido todavía formarme una opinión ni consultar a mis colegas. Compréndanlo, todo ha pasado hace tan sólo unas horas.

—Lo entendemos —dijo Hércules.

—El caso del profesor Proust parece un desgraciado accidente. Al caer de la escalera, se mordió la lengua con tal mala fortuna de que se la amputó.

—Pero, ¿por qué está entonces en estado cata tónico? —argumentó Hércules.

El doctor les miró por unos instantes y se levanto bruscamente. Se aseguró de que la puerta estaba cerrada y entonces, bajando el tono de voz les dijo.

—Lo que tengo que decirles es extraoficial. No tengo muchas pruebas que respalden mi idea, ¿comprenden?

—Naturalmente doctor. Puede hablar en confianza —dijo Hércules arqueando una ceja. Las manos del doctor se apoyaron cada una en el hombro de uno de sus interlocutores y echó el cuerpo hacia delante, como si tuviera temor de que alguien pudiera escucharle.

—Todo esto es extremadamente extraño y escandaloso. Desde el Gobierno nos están presionando para que dejemos que los pacientes sean deportados, pero el empeño del comisario jefe ha parado los trámites. A nadie le interesa lo que les ha pasado a estos desafortunados caballeros. España no quiere problemas diplomáticos y, estamos hablando, ni más ni menos, de tres ilustres profesores de tres ilustres universidades. El doctor se incorporó y comenzó a dar pasos cortos por la estancia.

—Tres profesores automutilados, tres órganos distintos afectados, en un espacio muy corto de tiempo y en el mismo edificio —observó mientras se detenía frente a ellos. Hércules tomó la palabra y dijo:

—No sé mucho sobre automutilaciones, pero en las últimas semanas he estado investigando y, al parecer, es una práctica muy extendida entre algunos grupos sectarios del cristianismo. Se dice del propio Orígenes, el padre de la Iglesia, que se autocastró para no tener tentaciones con el sexo femenino. También está la secta de los valesianos en el siglo III, que predicaba la castración y fue condenada por la iglesia. Pero tal vez el caso más conocido sea el de los skoptsi rusos.

—¿Los skoptsi rusos? —preguntó Lincoln—. Nunca había oído ese nombre antes.

—Una secta muy extremista, que defendía que Adán y a Eva fueron creados sin sexo, pero, que tras la caída, las dos mitades de los frutos del pecado quedaron grabados en ellos, en forma de testículos y pechos. Al parecer en su ceremonia de iniciación los neófitos eran castrados después de que el sacerdote pronunciara las palabras: «He aquí el arma que destruye el pecado». A las mujeres se les amputaba el pecho derecho, no les referiré aquí los pormenores del ritual. Son sin duda muy desagradables.

—Pero, querido Hércules, ¿qué tiene esto que ver con nuestros profesores?

—Lincoln, no creo que los profesores sean miembros de los skoptsi, pero lo que quiero apuntar es que a lo mejor reproducían con sus actos algún tipo de ceremonial. Algún rito que les llegó a trastornar.

—Entiendo, pero ¿qué rito?

—Eso es lo que tenemos que averiguar.

—Aunque todo puede tratarse de una simple crisis, el efecto de un síndrome postraumático —añadió el doctor.

—No descartamos nada por ahora —apuntó Hércules.

El doctor se acercó a su escritorio y les ofreció unos documentos.

—Aquí tienen los detalles clínicos de los tres profesores.

—Muchas gracias —dijo Lincoln guardando los documentos.

—Por favor, ¿nos tendrá informados de cualquier evolución o cambio en el comportamiento de los enfermos? Comentó Hércules levantándose de la silla.

—¿Cómo no? No duden en que se les informará de cualquier cambio.

Los dos hombres abandonaron el despacho y contemplaron el pasillo. Algo había cambiado, la luz pálida de la mañana había roto la grisácea estancia hasta convertirla en un espejo de claridad. Hércules se dirigió hacia el ala oeste, el camino contrario por el que habían venido. Lincoln le siguió sin preguntar. Entonces el español se detuvo frente a una puerta con ojo de buey y lanzó una mirada. El agente dirigió la mirada hacia la pequeña ventana y contempló por primera vez el rostro del profesor von Humboldt. Sus ojos, mejor dicho, las cuencas vacías de sus ojos, permanecían ocultas tras una impoluta venda blanca. Sus brazos, envueltos en una camisa de fuerza, se movían compulsivamente. Por un segundo el agente se sobresaltó. Había percibido que el profesor, de alguna manera inexplicable sabía que estaban allí y que le estaban observando.

El mesías ario
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