Capítulo 4

Moscú, 10 junio de 1914

Stepan recorrió todas las estancias y se adentró en el despacho del mariscal. Dejó encima de la mesa el informe y se entretuvo contemplando la colección de soldados de plomo que representaba la huida de los franceses de Napoleón a través del río Berezina, perseguidos por las tropas cosacas. La composición parecía cobrar vida ante sus ojos. Él nunca había participado en una batalla, la última derrota de su país frente a los japoneses había convertido al imperio ruso en una especie de gran oso en estado de hibernación, pero había realizado varia misiones peligrosas en otros tiempos.

Cuando el mariscal entró en la sala Stepan apenas se apercibió de sus pasos pesados, con aquel sonido singular del bastón repicando en el suelo de madera. Notó la presencia del hombre a su espalda, pero tardó unos segundos en enderezarse. Su cabeza estaba muy lejos de allí. Lejos del palacio, de Moscú y, sobre todo, lejos de la realidad. En su mente, por el contrario, parecía todo extrañamente real.

—Príncipe Stepan no hacía falta que me trajera usted mismo el informe, para eso están los secretarios y los conserjes. Me siento azorado por su amabilidad.

—Almirante Kosnishev, no es molestia. Estiro un poco las piernas, disfruto contemplando los tesoros de este palacio y, de paso, charlo un rato con usted —dijo Stepan sonriente. Estaba acostumbrado a que le trataran con displicencia, cosa que le incomodaba. El almirante, al contrario, era un hombre franco y directo. Una de esas raras excepciones en el ejército ruso, en las que un hombre de origen humilde pero tenaz había llegado al grado más alto.

—No puedo negar que su compañía también aligera las mañanas en el despacho. Todo el asunto de Sarajevo me tiene... —el almirante frunció el ceño buscando la palabra adecuada, pero como solía hacer, comenzó a hablar de otra cosa, sustituyendo con silencios a las palabras justas—. He pedido al zar que me permita que le acompañéis a Viena.

—No será peligroso ir a Viena tal y como están las cosas.

—Precisamente por eso, Viena es en estos momentos el lugar más seguro para nosotros y nuestros amigos —dijo sonriendo el almirante. El príncipe le miró serio, frunció el ceño y apretó los labios. No estaba seguro de que estar a varios miles de kilómetros en un país hostil fuera prudente. Ya había experimentado esa sensación de vulnerabilidad en 1905, cuando casi perdió la vida frente a las costas de Tsu Shima, en el estrecho de Corea; justo cuando el conflicto casi había terminado.

—Está bien, pero saldremos de allí antes de que todo comience.

—No se preocupe, nuestra presencia será clandestina, en Viena sólo estaremos unos días. El destino es Sarajevo y después Belgrado.

—Dejo todo en sus manos almirante.

El príncipe Stepan tomó uno de los soldados de plomo con la mano y lo aplastó lentamente con su mano metálica. Un viejo recuerdo de la guerra ruso-japonesa. El almirante no pudo evitar que su mirada pareciera por unos segundos turbada.

El mesías ario
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