Prefacio

La mancha opacó el suelo de largas láminas de madera hasta formar un círculo. Al lado del gran escritorio, iluminado por una lámpara plateada, el profesor von Humboldt estaba colocado en una posición extraña. Agachado en cuclillas con la cabeza ligeramente levantada y con la cara mirando al frente. De las cuencas vacías de sus ojos salía una sangre muy roja y viscosa, que recorría sus mejillas, empapaba su barba rubia y cana hasta llegar a su garganta, después descendía por el cuello duro de la camisa perdiéndose en el interior y goteaba por el suelo.

A aquella hora de la noche el salón Cervantes solía estar solitario. Los bibliotecarios, que ya no tenían que buscar libros y manuscritos, se dedicaban a ordenar los pedidos del próximo día y a devolver los libros usados a las estanterías. El profesor von Humboldt permanecía en la Biblioteca Nacional hasta que el conserje pasaba con su lámpara de mano apagando las luces del edificio. Por eso nadie se preocupó por el profesor alemán hasta que el conserje realizó la ronda y le vio de la forma que les he descrito. Encima de su mesa se encontró un códice titulado Roteiro da Primeira Viagem de Vasco da Gama, abierto por el episodio de la llegada de los portugueses a la India. Al lado descansaban varios libros sobre la vida y viajes del descubridor portugués. Esto no parecía decir mucho, ya que una investigación sobre un marino portugués de finales del siglo XV no parecía tener relación con el desgraciado estado en el que se encontraba el profesor von Humboldt. Porque, señores, el profesor no estaba muerto.

Las automutilaciones de otro profesor unas semanas antes en el mismo salón debieron de alarmar a la dirección de la Biblioteca Nacional. Que dos doctores fueran mutilando sus cuerpos en las dependencias de una institución como aquella, no podía ser casual. La automutilación pasó al principio por un accidente fortuito, por eso las autoridades del centro habían evitado avisar a la policía. El primer incidente lo sufrió el profesor Michael Proust, un reconocido especialista en culturas del Próximo Oriente, al desplomarse por una de las empinadas escaleras de las estanterías de la sala n. Al caer se mordió la lengua y está saltó de su boca retorciéndose hasta aterrizar en una de las mesas de lectura.

Ustedes se preguntarán que hacía el señor Hércules Guzmán Fox investigando aquellos desagradables y desafortunados actos de locura. Eso mismo se dijo el agente George Lincoln cuando recibió su telegrama. Llevaban más de una década sin saber el uno del otro. Se habían conocido en La Habana, días antes de que sus dos países se enfrentaran, pero eso era otra historia.

Señores, aquella mañana el agente Lincoln salió para su pequeño despacho en la comisaría 10.a de Nueva York, donde ejercía de oficial de policía desde hacía cinco años. Tomó el tranvía y se paró en el Café Israel. Como todos los días pidió un café solo y leyó el periódico. Cuando llegó a la comisaría, el sargento McArthur, un escocés pelirrojo que no soportaba que un negro fuera oficial del departamento, le saludó con su habitual graznido y le lanzó un telegrama. Estaba abierto y roto. Miró al sargento y le sonrió; al escocés le enfurecía la amabilidad de los demás.

Una vez en el despacho, leyó este escueto mensaje:

«Lincoln espero que todo marche bien. He logrado localizarle. En Madrid han pasado unos hechos muy interesantes. ¿Podría venir a colaborar en una investigación no oficial?»

Hércules Guzmán Fox

No esperaba recibir noticias de su viejo amigo y mucho menos que éste le invitara a vivir una nueva aventura, pero no dudó a la hora de comprometerse. Contestó a Hércules y tras una larga e incómoda travesía en barco llegó hasta Lisboa. Lincoln nunca había estado en el Viejo Continente. Las estrechas calles de la capital lisboeta consiguieron que se olvidara del misterioso mensaje y, cuando cogió el tren para Madrid, todavía tenía la sensación de estar viviendo un sueño.

Lincoln nunca pudo olvidar los días que pasó en Europa ni el misterio que se cernía sobre un Continente que se preparaba para la guerra. El 15 de junio de 1914, cuando llegó a Madrid, aún muchos creían que la paz entre las grandes potencias era posible. Ahora que todos conocen lo sucedido, el mundo es más pequeño desde aquellos fatídicos días y, tal vez, cosas peores estén todavía por venir.

El mesías ario
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