Capítulo 47
Sarajevo, 28 de junio de 1914
Las campanas de Sarajevo sonaron al unísono. La multitud se agolpaba en las calles para ver a los archiduques. La avenida de la Miljacka estaba repleta de gente a ambos lados. Las fuerzas del orden apenas podían contener la marea humana y en algunos tramos se acortaba el pasillo que la policía había abierto para que separara la comitiva del archiduque con sus vehículos. El destino final era el ayuntamiento donde le esperaban las autoridades de la ciudad. Los cuatro coches descapotables avanzaban muy lentamente por orden del archiduque. Bosnia era una de las provincias en las que menos simpatía se sentía por la familia real, y Francisco Fernando quería causar una buena impresión a sus futuros súbditos. Sofía, su mujer, saludaba a la multitud entusiasmada que con los brazos extendidos quería tocar el coche de los archiduques.
—Mira Sofía. No ves como el pueblo nos quiere. ¿Hay algo más grande?
—Sí, y tú lo sabes —contestó ella cogiendo su mano.
Los coches empezaban a enfilar el último trecho hacia el ayuntamiento, cuando un pequeño grupo de jóvenes comenzó a caminar entre la multitud, siguiendo a los vehículos. No era fácil esquivar a la gente y mantener el ritmo, pero el grupo permaneció unido hasta que alcanzó el tercer coche de la comitiva. Uno de aquellos jóvenes levantó un brazo como si fuera a saludar y un objeto voló sobre las cabezas del cordón policial, chocando contra el segundo vehículo. Uno de los oficiales que marchaba a caballo junto al coche del archiduque tiró de las bridas de su caballo, y se interpuso entre la multitud y el archiduque. Segundos después una gran explosión destrozó parte del segundo vehículo y toda la comitiva se detuvo en seco. La multitud comenzó a gritar y a correr por todas partes. El cordón policial se rompió y una gran marea humana se extendió por la avenida. El oficial a caballo sacó su sable y ordenó al conductor del coche donde estaba el archiduque que acelerara inmediatamente. Sofía se había abrazado a su esposo, pero éste no se había movido en ningún momento. El coche esquivó los restos del otro vehículo y se abrió paso como pudo entre la multitud. La policía comenzó a correr delante del coche oficial empujando a la gente para que dejara paso. Cuando por fin llegaron al ayuntamiento, la comitiva se detuvo frente a la escalinata y el archiduque bajó enfurecido de su vehículo y se dirigió directamente al alcalde, que le miraba paralizado.
—¡Éste es el recibimiento que me tenían preparado!
—Señor, excelencia... —dijo el hombre inclinándose hacia delante.
—Espero que no hayan matado a ninguno de mis hombres, si no le pediré responsabilidades a usted y a todos los cargos de ésta ciudad.
Sofía salió del coche medio aturdida. Miraba a su esposo nerviosa, intentando descubrir alguna herida secreta que en la confusión él no hubiera notado, pero su uniforme se mantenía blanco e impoluto. El archiduque entró en el edificio con toda la comitiva. Con el ceño fruncido conminó a todos los miembros del Gobierno de la ciudad a que se persiguiera inmediatamente a los culpables y se registrase, si era necesario casa por casa toda Sarajevo. Cuando se sentó en la silla presidencial del ayuntamiento y su mujer pudo volver a hablarle, el semblante del archiduque cambió por completo.
—Fernando, suspende la visita y regresemos de inmediato a Viena —dijo Sofía en tono suplicante.
—No, Sofía. No tengo miedo de esos terroristas. Ellos actúan cobardemente pero yo soy un Habsburgo.
—La ciudad no es segura, piensa en tus hijos, en el trono.
El archiduque suavizó su gesto y le dijo casi al oído. —No puedo morir.
Ella reaccionó extrañada, como si no hubiera entendido lo que su marido le decía.
—¿Qué?
—No puedo morir, Sofía.
—¿Por qué? —preguntó ella aproximándose aún más a él.
—Porqué soy el hombre de las profecías.
—No entiendo lo que quieres decir, ¿de qué profecías hablas?
—Soy el verdadero Mesías. El Mesías Ario.