Capítulo 64

Las centelleantes luces de Viena aparecieron después de dar la última curva. Hércules notaba todavía las piernas flojas y la respiración acelerada por la tensión. Durante su breve charla con Dimitrijevic había pensado que no saldrían con vida de allí. Cuando el coche abandonó la granja y recorrió a toda velocidad los escasos kilómetros que les separaban de la ciudad, respiró tranquilo. No se hubiera perdonado nunca que aquellos hombres le hiciesen algo a Alicia. Llevaba días arrepintiéndose de haberla traído a aquel peligroso viaje y ahora estaba más decidido que nunca a meterla en el primer tren para París y obligarla a regresar a España. Lincoln parecía muy tranquilo. En todo momento había permanecido en silencio, cerca de ella, como si la guardara de aquel grupo de terroristas. Ahora los dos estaban enfrente de él, visiblemente cansados. Después de muchos días de emociones fuertes, agotamiento y viajes interminables sus amigos comenzaban a manifestar su fatiga. Alicia estaba apoyada en el hombro de Lincoln y éste apenas se movía para que ella pudiera dormir un poco en aquel breve trayecto a la ciudad.

Hércules volvió a mirar por la ventanilla y su mente comenzó a dar vueltas a los últimos acontecimientos. ¿Dónde estaría el príncipe Stepan? ¿Habría encontrado al Mesías Ario? Estaba seguro de que si el ruso daba con el Mesías Ario acabaría con él. Pero, ¿acaso el no haría lo mismo si estuviera en su lugar? La única manera de encontrar al Mesías Ario era dar con el príncipe Stepan, pero ¿cómo buscar al espía ruso en una ciudad de casi dos millones de almas? El tiempo se acababa. Las horas dejarían paso a una mañana incierta y dentro de unos días todo aquel esfuerzo habría sido inútil.

—¿Qué piensa? —preguntó Lincoln muy bajito para no despertar a Alicia.

—En todo este maldito embrollo. ¿Cómo podemos dar con el príncipe Stepan en una ciudad como Viena?

—Nuestra última pista se pierde en la casa donde vimos el cuerpo del almirante.

—¿Qué otros sitios indicaba la lista de Dimitrijevic? —preguntó Hércules.

Lincoln hizo malabarismos para sacar un papel de su bolsillo sin moverse mucho y despertar a Alicia. Ella se levantó un poco y se volvió a recostar sobre el americano con los ojos todavía cerrados. Lincoln alisó el papel con la mano e intentó leer con la escasa luz que comenzaba a entrar por la ventana.

—Aquí pone la dirección de una casa, la de un tal von List.

—¿Alguna otra dirección más?

—La dirección es la de una librería y la de un café. ¿Por dónde podríamos empezar?

—No lo sé. Es un poco tarde, pero creo que deberíamos intentar ir a los tres sitios y esperar que el príncipe Stepan haya pasado por alguno de ellos.

—No creo que la librería esté abierta a estas horas —dijo Lincoln señalando su reloj.

—Pero puede que su dueño duerma en el edificio o en el propio local —apuntó Hércules.

El coche comenzó a cruzar las céntricas calles semidesérticas de Viena. De repente se detuvo y unos segundos más tarde uno de los serbios les abrió la puerta. Alicia se despertó por el ruido y la luz, y los tres bajaron del coche. Apenas habían pisado la acera cuando los dos vehículos se alejaron calle arriba. Hércules esperó a que desaparecieran por completo antes de moverse.

—¿Cree que no volveremos a verles? —preguntó incómodo.

—Eso espero, Lincoln. Pero me temo que seguirán vigilándonos hasta que encuentren lo que buscan.

Alicia les miró con sus ojos acuosos y Hércules dudó unos segundos entre volver al hotel para descansar un poco o seguir buscando al príncipe Stepan aquella misma noche.

—¿Están muy cansados? —preguntó a sus dos compañeros. Negaron con la cabeza y comenzaron a caminar por las calles desiertas. De vez en cuando algún vehículo militar pasaba a toda velocidad y el silencio de la noche se convertía en un estruendo de ruidos de motor y animada charla soldadesca.

—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó Alicia que comenzaba por fin a despejarse.

—A una librería.

—¿Una librería a estas horas?

—Sí, espero que tengamos suerte y el librero nos abra la puerta.

—A lo mejor sería más efectivo entrar sin llamar —dijo Lincoln—. Yo puedo abrir cualquier puerta sin mucho esfuerzo.

Hércules le miró sorprendido y le sonrió.

—¿A eso se dedica la policía de Nueva York; asalta las casas de los pacíficos ciudadanos que descansan en sus camas?

—No puede hacerse una idea de la cantidad de aparentes y pacíficos ciudadanos que ocultan cosas terribles al otro lado de sus puertas —contestó Lincoln siguiendo la broma de su amigo.

—¿Usted cree que nuestro librero tendrá algo que ocultar? — preguntó sorprendida Alicia.

—Espero que sí. No hay nadie más colaborador como un ciudadano pillado in fraganti en un delito.

—Estamos llegando a la calle —anunció Hércules. Sacó la pistola de su chaqueta y Lincoln y Alicia le imitaron. Cuando se pararon enfrente del callejón donde estaba la librería, un pequeño resplandor les indicó que el librero se encontraba dentro. Lincoln se acercó a la puerta y unos segundos después se escuchó un breve chasquido y la cerradura cedió sin mucho esfuerzo.

El mesías ario
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