Capítulo 41

Sarajevo, 22 de junio de 1914

Dimitrijevic intentó agasajar a sus contactos rusos durante su estancia en Sarajevo. Quedaban unos pocos días para que la operación se llevara a cabo y la falta de confirmación de Moscú les ponía un poco nerviosos a todos. Organizó alguna velada agradable dentro de la casa, ya que no podían dejarse ver por las calles de la ciudad que se preparaban para recibir al archiduque. El vodka y la música hicieron la espera más soportable, pero los dos rusos parecían ansiosos por recibir noticias de Moscú y salir lo antes posible de la ciudad. Cada mañana el príncipe Stepan se dirigía a la oficina de correos y preguntaba en su mal serbio-bosnio si había un telegrama. El mensaje que había enviado y la respuesta estaban cifrados, pero temía que los austríacos estuvieran examinando los telegramas que venían del extranjero.

—Príncipe Stepan no se inquiete. La respuesta llegará antes de la fecha.

—Dimitrijevic, no me gustaría que después de emplear tanto tiempo y recursos para esta misión, al final se suspendiera. Es el momento para demostrar a esos austríacos a qué tienen que atenerse si se meten con Serbia o con otro de los amigos de Rusia.

—A veces ciertos monarcas son más un estorbo que una ayuda en ciertas causas.

—Dimitrijevic, ustedes mataron a su rey Obrenovic, pero Rusia es diferente. Rusia no puede subsistir sin su zar.

—Le sorprendería la capacidad de los pueblos para resurgir de sus cenizas.

—Estoy de acuerdo con usted, pero Rusia y su zar son dos partes inseparables del corazón de la nación. El pueblo ama al zar.

—Pues den otro zar al pueblo.

El príncipe Stepan miró sorprendido al militar serbio. Los serbios habían roto un tabú muy importante al matar a su propio rey, pero Rusia era distinta. El ruso se acercó a la ventana y contempló el frondoso jardín.

—Estallará una guerra —dijo Dimitrijevic.

—¿Usted cree? El emperador está demasiado viejo y temeroso. Intentará negociar y su pueblo y el mío se verán beneficiados.

—Esos viejos Habsburgo son demasiado orgullosos, créame, habrá guerra. Y las guerras cambian completamente a los pueblos.

—En Rusia nada cambia nunca, Dimitrijevic.

—Hasta en Rusia las cosas tendrán que cambiar. Y nosotros vamos a hacer que las cosas cambien.

—Bueno, eso sólo será posible si mi Gobierno lo autoriza.

—A estas alturas príncipe, actuaremos con la ayuda de Rusia o sin su ayuda.

—¡Está loco! Si se mete en esto solo, nosotros no les socorreremos cuando les arrase Austria —dijo el príncipe Stepan alterado.

—Serbia se ha enfrentado muchas veces sola al resto del mundo. Es nuestro momento histórico y no vamos a perder la oportunidad.

—¿Su momento histórico? Está operación no hubiera sido posible sin nuestra ayuda.

—Es cierto, pero ya tenemos todo lo que necesitamos.

El príncipe se sentía incómodo ante aquel militar sarcástico, bravucón y mal educado. El tipo de militar que imperaba en los Balcanes. Para los rusos era diferente, ellos eran personas de otro rango. El honor debía prevalecer sobre el interés. Pero ese tipo de cosas no las podía entender alguien como Dimitrijevic. Dejó la sala y se fue a su cuarto. Si el zar no autorizaba la misión ya se encargaría él de que no se llevara a cabo. Rusia tenía la última palabra y ningún mentecato serbio podía darle órdenes.

El mesías ario
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