Capítulo 106
Múnich, 1 de agosto de 1914
Adolf Hitler entró en la casa. Parecía desierta. Abrió la puerta del salón y tardó unos instantes en ver el cuerpo extendido sobre uno de los sillones. Se acercó y tocó su hombro. Liebenfelds parecía dormido, pero la sangre que manchaba su venda y parte de la tapicería indicaban que estaba mal herido. El hombre comenzó a moverse y abrió ligeramente los ojos.
—Tienes que marcharte, pueden regresar.
—Maestro, ¿quién le ha hecho esto?
—No importa, tienes que ponerte a salvo. Sal de Múnich y dirígete a Suiza y espera allí a que termine la guerra.
—No puedo hacer eso. Debo luchar por Alemania.
—Te lo ordeno —dijo intentando subir el tono de voz, pero una sacudida de dolor le hizo lanzar un leve grito.
—No haga esfuerzos.
—Coge el dinero que te dejé en casa de los Popp, el pasaporte con la identidad falsa y parte hoy mismo para Ginebra.
—Está bien, maestro —contestó Adolfo.
—Márchate.
—Pero, ¿cómo voy a dejarle en este estado?
Liebenfelds le hizo un gesto para que se fuese y Adolf Hitler se incorporó, miró por última vez a su maestro y comprendió que a partir de ese momento estaría sólo.
Salió a la calle principal justo cuando un médico corría hacia la casa de Liebenfelds. Tendría que regresar al piso de la familia Popp, recoger su maleta, el dinero y el pasaporte, pero su intención no era abandonar Alemania; si las profecías eran ciertas, cuando la guerra se declarase ya no tendría nada que temer. ¿Por qué abandonar el país y quedar ante todos como un cobarde? El cielo comenzaba a clarear. La luz no tardaría en regresar y él debía esfumarse antes de que nadie diese con su escondite. Cuando llegó a la Marienplazt, miles de personas esperaban escuchar la declaración de guerra, aquella misma mañana.