Capítulo 103
Múnich, 31 de julio de 1914
Le sorprendió que también hubiese oscuridad fuera del cuarto. Era de noche y apenas entraba algo de claridad por las ventanas. Miró la habitación, todo parecía normal. Abrió la puerta y salió al pasillo, había una pequeña luz al fondo. Se dirigió a ella y entró. Una mujer trajinaba en la gran cocina de carbón. El calor le hacía sudar abundantemente.
—Señora Popp.
La mujer se sobresaltó y le miró asustado.
—Señor Hitler, ¿Qué hace fuera?
—Llevaba muchas horas sin saber nada del exterior. Aquí no corro peligro.
—Unos hombres vinieron preguntando por usted, los dejé pasar para que se convencieran de que no estaba aquí.
—¿Les dejó pasar?
—Sí.
—¿Entraron en mi cuarto?
—Sí.
El hombre corrió hasta su habitación y empezó a registrar los cajones, su vieja maleta y el armario. Parecía que todo estaba en su sitio, hasta que echó de menos su cuaderno. En un descuido se le había olvidado fuera y, ahora aquellos hombres se lo habían llevado. No es que en el cuaderno revelase información muy importante, pero en él estaban anotadas sus impresiones y experiencias de los últimos años.
Regresó a la cocina y observó a la señora Popp. Ella le miraba confusa y aturdida. Intentó disculparse otra vez, pero no le salieron las palabras y se echó a llorar.
No se preocupe señora Popp, no es eso lo que más me preocupa.
—No, señor.
Adolfo se acercó a la mujer y le puso una mano sobre el hombro.
—Lo que realmente me preocupa es que von Liebenfelds no haya venido a verme durante todas estas horas.
—Estará ocupado. Las últimas noticias dicen que la guerra es inminente, el káiser ha lanzado un ultimátum a Rusia que expira esta noche.
—Pero si ya es de noche, ¿Qué día es?
—Es 31 de julio.
—Tengo que buscar a von Liebenfelds y saber que sucede.
—Es mejor que no salga. Esos extranjeros le están buscando por todos lados.
—No se preocupe, señora Popp, sé cuidar de mí mismo.
El hombre se puso una fina chaqueta de verano y salió al portal. En las calles la animación era inusitada aún para una tarde de viernes. La gente no quería dormir, esperaban noticias del káiser y centenares de hombres bebían y cantaban canciones patrióticas en las cervecerías. Adolf Hitler caminó indiferente entre la multitud, primero iría a casa de Liebenfelds para saber lo que sucedía. En unas horas nadie podría impedir que se cumpliese su destino. Cuando llegó a la pequeña entrada del portal y contempló la primera planta iluminada, respiró tranquilo; su amigo y mentor estaba en casa.