Capítulo 27
Lisboa, 17 de junio de 1914
Después de una noche entera sin dormir, Lincoln y Hércules estaban agotados. Decidieron no volver a sus compartimentos abandonando la mayor parte de su equipaje. Alicia todavía dormía cuando entraron en la estación del Rossio. Salieron del tren y caminaron por la cubierta de hierro. No parecía que nadie les siguiera. En el andén esperaban varios policías que subieron al tren en cuanto este se paró. Los cuatro amigos salieron por las puertas en forma de herradura de la estación, y tomaron un taxi.
—¿Vamos a ir a algún hotel o nos dirigimos directamente al monasterio de los Jerónimos de Belém? —preguntó Hércules.
—Yo prefiero que vayamos directamente —dijo don Ramón del Valle-Inclán.
—Perfecto, ya tendremos tiempo de descansar —dijo Alicia—. Hasta que no resolvamos este enigma estaremos en peligro y los asesinos de mi padre estarán sueltos.
—Estoy de acuerdo —añadió Lincoln.
—Pues pongámonos en marcha —dijo Hércules.
Belém estaba a unos pocos kilómetros de la Praga do Comércio. El coche tardó media hora en llegar al monasterio. La fachada de piedra blanca brillaba bajo la potente luz del sol. No se veían muchos transeúntes por el camino y las puertas del monasterio estaban solitarias. Bajaron de su vehículo y entraron por la parte central, donde se unen la iglesia y el hermoso claustro jerónimo.
—¿Dónde podemos buscar? —preguntó Lincoln.
—Yo creo que es mejor que pidamos al abad que nos deje acceder a los archivos; mientras Alicia y yo los registramos a fondo, Hércules y usted pueden ir a buscar las tumbas de Vasco de Gama y del rey Manuel I.
—Bien —dijo Hércules. Los dos agentes se introdujeron en la iglesia, mientras sus amigos llamaban a las puertas del monasterio.
La gran nave alargada tenía una considerable altura. Los colosales pilares retorcidos, las bóvedas ricamente adornadas y las paredes cubiertas de estatuas y relieves, daban la impresión de estar observándoles. Lincoln y Hércules caminaron hasta una de las capillas laterales. Allí un gran sarcófago colocado sobre seis leones tumbados, sostenía la figura en piedra de Vasco de Gama. La estatua estaba yaciente, con la cabeza reposando sobre una almohada y las manos unidas en señal de oración.
La tumba del rey Manuel I estaba situada en la capilla mayor. La tumba era una gran superposición de sarcófagos que descansaban sobre dos elefantes de mármol. Después de observar las dos tumbas, Hércules y Lincoln se dirigieron hacia la entrada y buscaron a don Ramón y Alicia en el claustro, recorrieron el inmenso espacio rectangular y terminaron por acercarse a una de las salas en la que un letrero decía «Archivo». La sala estaba forrada de madera desde el suelo hasta el techo. Las estanterías estaban repletas de unos cartapacios de cartón color gris. Alicia y don Ramón estaban sentados en una larga mesa rodeados por media docena de archivos y legajos amarillentos.
—¿Ha encontrado algo, maestro? —preguntó Lincoln.
—El hermano archivero ha sido muy amable y nos ha informado sobre los legajos de la época del rey Manuel I. La mayor parte de sus papeles están en la Biblioteca Nacional, aquí sólo se ha conservado algún documento referido a la construcción del monasterio, la correspondencia entre el rey y la Orden de los Jerónimos, algo de los papeles oficiales del rey y algunos de sus viajes ultramarinos.
—El archivero, ¿no había oído hablar de las profecías de Artabán? —dijo Hércules.
—Curiosamente sí ha oído hablar de ellas. Al parecer, hay toda una leyenda alrededor de la figura del rey Manuel. Muchos le consideran un santo, otros en cambio creen que practicaba la magia negra. El archivero tenía noticia de un libro traído por Vasco de Gama de la India, en él estaban escritas una serie de profecías. Aunque el archivero piensa que el libro nunca existió realmente.
—¿Qué no existió? —preguntó Lincoln mientras se acercaba a los legajos y tomando uno comenzó a leerlo por encima.
—Según nos dijo el archivero, en la época en la que los españoles invadieron Portugal, en el siglo XVI, muchos de los papeles oficiales desaparecieron. Algunos fueron a Madrid y otros fueron vendidos. Algunos de los Habsburgo alemanes compraron o se quedaron con muchos de ellos. Rodolfo II, uno de los reyes, se hizo con muchos libros de temas prohibidos por la Inquisición. Miren, en este legajo habla de que gran parte de los papeles privados del rey Manuel fueron enviados a Madrid y de allí, Rodolfo II, que fue educado por su tío Felipe II, se llevó numerosos documentos a Alemania. Al parecer donó años después muchos de ellos a la catedral de Colonia.
—¿A la catedral de Colonia? —pregunto Hércules.
—En la catedral de Colonia se conservan los restos de los Reyes Magos, al parecer santa Elena, la madre del emperador Constantino, encontró los restos de los Reyes Magos en su viaje a Jerusalén y los llevó a Constantinopla. En el siglo XII, el emperador Federico I Barbaroja los trasladó a Colonia.
—¿Por qué los llevó allí? —preguntó Lincoln, que no lograba entender la relación entre los restos de los Reyes Magos y las profecías de Artabán.
—Federico I estuvo en continuo enfrentamiento con el papa. Necesitaba aumentar su poder y las reliquias eran una fuente de poder espiritual.
—Entonces las profecías de Artabán están en Colonia —dijo Alicia que había permanecido en silencio todo el rato.
—Si estaban entre los papeles que se llevó Rodolfo II después de abandonar la corte de Madrid, sin duda.
—Pero, don Ramón, ¿para qué iba a querer Rodolfo II el libro de las profecías de Artabán? —preguntó Hércules.
—Rodolfo II fue un amante de las ciencias ocultas. Durante su reinado, hospedó en Praga a casi todos los destacados alquimistas de la época en la «Academia Alquimista Praguense», a la que perteneció Simón Bakalar Hajeck, su hijo Taddeus Hajeck y otros alquimistas menos conocidos como Tepenecz o Baresch.
—La alquimia era brujería —apuntó Lincoln.
—No exactamente, en ella se mezclaba la vieja sabiduría y conocimientos medievales con las nacientes ciencias naturales. En la biblioteca de Rodolfo II había una notoria colección de manuscritos y libros raros de magia, alquimia, misticismo, que tanto gustaban al emperador, algunos de ellos del propio Roger Bacon, aunque sin despreciar los de ciencias. Entre sus libros está el Sidereus Nuncius de Galileo, que dejó hojear a su «matemático imperial» Kepler, y el primero en recibir la solución al anagrama en el cual Galileo comunicaba a todos su descubrimiento de los anillos de Saturno.
—En aquella época religión, magia y política estaban unidas —dijo Hércules.
—La verdad es que era muy difícil separar una de otra, ya que los reyes usaban todas sus armas para salvaguardar y aumentar su poder. Rodolfo II se obsesionó tanto por la alquimia, que dedicado por completo a sus entretenimientos y raras excentricidades, entre las que se encontraban coleccionar monedas, piedras preciosas, gigantes y enanos con los cuales formó un regimiento de soldados, se dejó dominar por sus favoritos y por los demás miembros de su familia mientras las arcas del Tesoro se vaciaban peligrosamente —dijo don Ramón.
—Y, ¿cómo acabó el libro en la catedral de Colonia? —preguntó Alicia.
—Posiblemente lo vendió a la catedral o pensó que estaría mejor allí, en el mismo sitio donde descansaban los huesos de los Reyes Magos desde hacía siglos, pero todo esto son suposiciones —dijo don Ramón.
—Entonces tenemos que viajar a Colonia para recuperar el libro de las profecías de Artabán —dijo Alicia.
—Me temo que yo no podré acompañarles en ese viaje —dijo don Ramón—. Soy demasiado viejo para ir corriendo de una punta a otra de Europa, además mi mujer debe estar muy preocupada. Me quedaré en Lisboa una temporada, aquí tengo muchos amigos, y mandaré llamar a mi esposa.
—Nos sería de gran ayuda su colaboración, pero entiendo perfectamente su postura. Gracias por su inestimable colaboración.
—Gracias a ustedes, Hércules. Me protegieron y salvaron de una muerte segura, les debo la vida.
Don Ramón se acercó a Hércules y le abrazó efusivamente, después hizo lo mismo con Lincoln y besó la mano de Alicia.
—¿Necesita dinero? —le preguntó Hércules.
—No gracias. He aprendido a vivir con poca pecunia. La fortuna de sembrar amistades es que siempre recoges hospitalidad.
Los cuatro abandonaron el claustro y se dirigieron al automóvil que les esperaba en la puerta. Regresaron a Lisboa y llevaron a don Ramón del Valle-Inclán a casa de uno de sus amigos. Lo que ellos no sabían es que alguien les observaba a una prudente distancia, no estaban solos en Lisboa.