Capítulo 15

Madrid, 14 de junio de 1914

El bigote prusiano del secretario del embajador se movía convulsivamente. Los gritos se podían oír en el pasillo. Los austríacos y los prusianos compartían esa forma rígida de pensar, por la que una persona no citada previamente no podía ser recibida, aunque el asunto fuera oficial y urgente.

—Rellene el formulario por triplicado y en unos días recibirá una respuesta afirmativa o negativa.

—No tengo unos días. Hay tres profesores con graves lesiones y otros podrían correr la misma suerte.

—¡No puede ver al embajador! Solicite una vista formal desde el ministerio de asuntos extranjeros, tal vez eso acelere un poco más el proceso, pero no puedo hacer nada más por ustedes. Por favor, márchense o llamaré a la guardia.

— ¡Me está amenazando en mi propio país! Se cree usted que yo soy uno de esos pobres diablos a los que machacan en el Este. El embajador tiene unos documentos del profesor von Humboldt.

—No es asunto mío. Si quiere tratar algún tema con el embajador rellene la solicitud.

La cara de Hércules mostraba un tremendo enfado. Después de más de dos horas de espera y veinte minutos de discusión, no había conseguido gran cosa. A su lado, Lincoln miraba la escena absorto.

—Si no me deja entrar por las buenas, entraré por las malas —dijo Hércules dirigiéndose a la puerta del despacho del embajador.

—¡No! —dijo el secretario y sacó un silbato que retumbó por toda la planta. Hércules y Lincoln se taparon instintivamente los oídos y corrieron hacia la puerta. El secretario se interpuso con los brazos extendidos.

—¡No! ¿Se han vuelto locos? Están violando la sede de una nación soberana. Esto tendrá graves consecuencias.

Se escucharon los pasos de varias personas que subían corriendo las escaleras y por el pasillo aparecieron cinco soldados austríacos. Sin mediar palabra se lanzaron sobre los dos hombres. Hércules pudo esquivar al primero, pero un segundo se lanzó en plancha derrumbándole. Lincoln puso delante de él al secretario y dos de los austríacos cayeron sobre él.

—¿Ha visto la que ha liado? ¿No será mejor que volvamos otro día? —dijo Lincoln mientras cogía una de las sillas del despacho y la rompía sobre la cabeza de uno de los soldados. El estruendo del impacto aturdió al único austríaco que estaba en pie y Lincoln pudo sacudirle con una de las patas de la destrozada silla. Hércules con dos soldados encima estaba prácticamente inmovilizado. Lincoln aprovechó la postura de los soldados para lanzarles varias patadas a las costillas y sacar su revólver.

Un disparo fue suficiente para que todos los hombres pararan de repente. Lincoln apuntó al secretario y en un tono amenazante ordenó que soltaran a Hércules.

—Vamos levántese y marchémonos de aquí antes de que venga en pleno todo el Imperio Austrohúngaro.

Hércules se levantó de un salto y los dos hombres corrieron escaleras abajo hacia la salida. En la entrada, dos soldados armados hacían guardia. Lincoln les apuntó con las pistolas, pero un soldado escondido tras unos setos puso su mosquetón en la cabeza del norteamericano.

—Tire el arma —dijo el austríaco.

Lincoln tiró el arma y levantó las manos. Los otros soldados levantaron sus armas y llevaron a los dos hombres hasta el interior. En el amplio hall de la entrada, un pequeño hombre contemplaba la escena sin moverse. Los soldados empujaron a Hércules y Lincoln hasta uno de los bancos. Después de unos minutos el secretario del embajador, con la ropa desajustada y cojeando bajó para verles.

—Se quedarán aquí hasta que llegue la policía. Han cometido un acto execrable y pagarán por ello.

—Que venga la policía. La manera en la que nos han tratado es inadmisible.

—Lo que es inadmisible es ponerse a disparar en una embajada.

El pequeño hombre del fondo se acercó y contempló a Hércules y Lincoln detenidamente.

—Soy amigo del embajador y le pido que deje a mi cargo a estos hombres. Al fin y al cabo, nadie ha resultado herido.

—Lo siento señor, pero el ministro de asuntos extranjeros tendrá que dar cuentas de este incidente a mi Gobierno.

—Lo único que conseguirá con todo esto es que sus superiores se enfaden con usted por la falta de seguridad en la embajada. Hágame caso, no volverá a suceder y estos hombres no se acercarán más a su embajada.

—¿Lo promete?

Hércules y Lincoln se miraron. El primero no ocultaba su inconformidad, pero el segundo le lanzó una mirada inquisitiva y los dos terminaron por asentir con la cabeza.

Unos minutos más tarde los tres hombres salían del recinto de la embajada y caminaban por una de las calles cercanas. Entonces Hércules se dirigió al hombre pequeño y como si le conociera de toda la vida le dijo.

—Gracias don Ramón, pero no hacía falta que intercediera, hubiéramos logrado salir de todos modos.

—No hay de qué.

—Ah, pero ¿Se conocen? —dijo Lincoln.

—Todo el mundo conoce al afamado dramaturgo y escritor don Ramón del Valle-Inclán.

El mesías ario
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