Capítulo 111

Múnich, 2 de la tarde, 1 de agosto de 1914

La Marienplazt, la Kaufingerstrasse y la Neuhauserstrasse hasta la Karlsplatz estaban abarrotadas de gente. Hércules intentaba mirar cada rostro, pero la marea humana hacía casi imposible cualquier inspección. Alicia y Lincoln caminaban por detrás intentando seguirle el paso, pero le perdieron de vista varias veces. Llegaron a la Prielmayerstrasse y la mole de hierro y cristal de la estación apareció en un lateral. Si era verdad lo que les había dicho el sr. Popp, Hitler todavía tenía que encontrarse allí.

El amplio hall iluminado se dividía en dos alturas. Una primera a pie de calle, donde estaban todas las taquillas, y los andenes a un nivel más alto, al otro lado de una ancha escalinata. Las filas de personas en las taquillas eran interminables. Parecía que todo el mundo tenía que ir a algún sitio aquella mañana de sábado. Recorrieron las filas parándose en algunos individuos parecidos, pero después de casi media hora no habían dado con Adolf Hitler.

—No está aquí, Hércules. Déjalo ya.

—Tenemos que seguir intentándolo —dijo el español a Alicia. Estaba muy alterado, mirando de un lado para el otro.

—Es imposible, la gente abarrota las calles. Hemos perdido la pista —dijo la mujer.

—Regresemos a la pensión. Tiene su maleta allí. En algún momento regresará —dijo Lincoln cogiendo del brazo a su amigo.

—Todavía no habéis comprendido que si la guerra se declara no podremos hacer nada contra él.

—Tal vez la profecía se equivoca. Si le encañonas y le pegas un tiro, morirá como cualquiera de nosotros.

—No morirá, Lincoln. Hay algo maléfico en todo esto, algo que está fuera de nuestro control. Si no evitamos que la profecía se cumpla será demasiado tarde para todos nosotros.

Hércules parecía completamente fuera de sí. Él, que no era un hombre crédulo, que se reía de las ideas de Lincoln, ahora comprendía que todo no era cuantificable, que las profecías de Artabán abrían la puerta a un mundo terrorífico y que la guerra era la primera consecuencia de aquellas terribles profecías.

—Entonces, ¿qué sugieres? —dijo Alicia.

—No lo sé —contestó derrotado.

Alicia lo miró con compasión. Recordó la muerte de su padre unas semanas antes, el cuerpo frío de Ericeira y sintió el grito desesperado de los cientos de miles de personas que se preparaban para morir en los próximos meses y que aquella mañana de sábado jugaban a ser patriotas y fanfarronear su valor delante de una cerveza alemana. Se abrazó a Hércules y dejó que por unos segundos fluyera toda su rabia y todo su miedo.

—Le encontraremos —dijo Alicia separándose de Hércules y comenzando a caminar hacia la salida. Los dos hombres la siguieron entre la multitud y desaparecieron en un mar de cuerpos.

El mesías ario
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