Capítulo 74

Viena, 2 de julio de 1914

El joven sr. Schicklgruber no había dejado la ciudad, se encontraba demasiado inquieto para viajar en aquel apestoso tren de mercancías. Tampoco había regresado a su habitación en la pensión; si alguien le buscaba sin duda lo haría allí. Llevaba vagando más de veinticuatro horas seguidas. Decidió ir a la librería de su viejo amigo Ernst. Cuando llegó frente a la puerta, una multitud se agolpaba alrededor del escaparate y cuatro policías formando un cordón intentaban que no se acercaran más. El joven se puso de puntillas y miró entre las cabezas. No pudo ver mucho. Tan sólo un cuerpo obeso a medio vestir sobre el suelo de la tienda y un par de policías tomando notas. El sr. Schicklgruber se alejó de la multitud y cruzó la calle. Caminó con paso ligero hasta la mansión de von List, ese era otro de los sitios que había intentado evitar. Alguien podía estar esperándole allí, pero sobre todo temía que su mentor y amigo le reprochara su falta de prudencia. La noche anterior, von List le había dicho que dejara la ciudad lo antes posible y él seguía en Viena.

Llamó a la puerta y esperó a recibir respuesta. Nadie abrió y comenzó a ponerse muy nervioso. Se apartó un poco de la entrada y miró hacia arriba. Unos segundos después la puerta se abrió y apareció la cara de von List. No tenía buen aspecto. Un ojo morado y algunos rasguños, la barba enmarañada y los ojos rojos de no haber dormido en toda la noche.

—¿Qué haces aquí? Te dije que te fueras a Múnich ayer.

—Maestro, un hombre me atacó en el tren. Fue el ruso que vino conmigo a la reunión.

El anciano miró a un lado y a otro de la calle, le cogió del brazo y le introdujo en la casa.

—En las últimas horas las cosas se han complicado. Esos entrometidos han recuperado a su amiga y se han hecho con el manuscrito de nuevo. El ruso no se dio cuenta cuando se lo robé en la reunión. Tienes que salir cuanto antes de Viena, ellos te buscan a ti.

—Pero, la ciudad está patas arriba y muchos de los trenes han sido confiscados para transportar tropas. No sé si me dejarán entrar en Alemania, soy austríaco y podrían creer las autoridades que soy un prófugo, ya sabe los problemas que he tenido por no cumplir el servicio militar en Austria.

—Tengo amigos importantes que te ayudarán a pasar la frontera. El maestro von Liebenfelds te está esperando. Tienes que salir de Austria antes de que estalle la guerra.

—Gracias, maestro —dijo el joven besando la mano de von List.

—¡No! —gritó el anciano—. Ya no soy tu maestro, ahora eres tú mi maestro. Yo no soy digno.

El anciano se arrodilló delante del joven. Éste se asustó al principio. Su maestro estaba de rodillas delante de él. Después, el anciano se levantó trabajosamente y le indicó que le siguiese. Entraron en un cuarto de baño y von List cogió una pequeña brocha para afeitado y se la tendió al joven.

—No pueden reconocerte. Tienes que afeitarte esa barba.

El joven sr. Schicklgruber cogió la brocha y se puso delante del espejo. Sus ojos azules brillaban debajo de la espesa barba negra y el pelo engominado.

—Tampoco es conveniente que sigas usando el nombre de soltera de tu abuela.

—¿Por qué? —dijo el joven empezando a enjabonarse la cara.

—Si esos entrometidos te buscan, seguirán al joven pintor Schicklgruber.

—Y, entonces.

—Será mejor que vuelvas a usar el apellido de tu padre.

— ¡De mi padre! Ya sabes que odiaba a ese funcionario mal nacido.

—Adolf Hitler. Es mucho mejor que te llames así.

El joven contempló su cara afeitada y su pequeño bigote negro. Parecía la cara casi de un adolescente, pero sus rasgos empezaban a marcarse. Frunció el ceño y escuchó la voz de von List, pero siguió mirándose en el espejo.

—Ahora eres Adolf Hitler.

El mesías ario
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