Capítulo 86
La cervecería comenzó a llenarse. Los empleados de oficina terminaban su larga jornada y preferían pasar unas horas en compañía de sus compañeros de trabajo antes de regresar a sus tristes y grises casas de los suburbios. El murmullo se acrecentaba a medida que la cerveza surtía su efecto y muchos de los tildados funcionarios se achispaban contando chistes verdes o cantando canciones de sus lugares de procedencia. En aquella zona sólo vivían austríacos de extracción humilde, pero los checos, eslovenos y otras minorías no eran bienvenidos. Por eso, cada vez los borrachos patriotas austríacos miraban al extraño grupo de la mesa del fondo. Un negro, un tipo con aspecto latino, un enano y un austríaco hablando juntos. Lanzaban miradas de desprecio sobre ellos. Lincoln cruzó sus ojos con un par de parroquianos, pero al final optó por girarse y ponerse de lado, atendiendo a las palabras del joven Kubizek.
—Entonces, su verdadera identidad es Adolf Hitler, hijo de un funcionario de aduanas —dijo Hércules.
—Exacto —dijo Kubizek.
—¿Cuándo nació?
—El 20 de abril de 1889.
—Entonces tiene unos 25 años —dijo Lincoln.
—Sí.
—¿A qué se dedica?
—Es difícil de determinar. Normalmente vive de lo poco que obtiene con sus cuadros.
—¿Es artista? —preguntó sorprendido Lincoln.
—Sí.
—Por favor, cuéntenos algo más de su familia —dijo el sr. Leonding.
El joven agarró su barbilla con la mano y puso un gesto de disgusto, como si prefiriera no recordar la vida de su amigo. Hércules observó que se había acabado la cerveza y pidió otra ronda. Kubizek bebió un poco más y comenzó a desinhibirse. Hablar de su amigo Adolfo también podía ser liberador, llevaba años observándole y temiendo que sus sueños de grandeza se hicieran realidad algún día.
—El señor don Alois Hitler era un hombre áspero, de los rudos austríacos de la región Waldviertel, al norte del Danubio. Una tierra dura, de espesos bosques y muy poco poblada. La gente de allí es reservada y franca, no les gustan las florituras ni los convencionalismos sociales.
—Entiendo.
—Los Hitler provenían de una familia de molineros. Su abuelo Johann Georg Hiedler vivió en varios pueblos de la Baja Austria hasta que se casó con María Ana Schicklguber.
—Entonces Adolfo Hitler no usó el apellido de su madre, si no el de su abuela —apuntó Lincoln.
—Es cierto —dijo Hércules.
—Disculpen, ¿dije el de su madre? No, era el apellido de su abuela el que estaba utilizando últimamente.
—Continúe, por favor.
—Al parecer María Ana estaba embarazada cuando conoció a Johann y éste se casó con ella, pero no reconoció nunca al hijo que nació poco después, de hecho Alois, el padre de Adolfo, llevó el apellido de su madre hasta los cuarenta años. Pero Johann no sólo no reconoció al hijo de su esposa, además se lo mandó a su hermano Nepomuk para que lo criase él. No quería saber nada del crío.
—Entonces el padre de Adolf Hitler era un hijo ilegítimo.
—Al parecer así era, pero hay una oscura historia que la familia siempre ha intentado ocultar —dijo Kubizek.
—¿Referente a qué? —preguntó Lincoln.
—Referente al verdadero padre de Alois —contestó Kubizek.
—¿Quién era su verdadero padre? —dijo Hércules apoyándose en la mesa.
—Su verdadero padre, según se rumoreaba en Linz, era un noble judío al que su madre había servido de criada. Una vez en la escuela cuando éramos unos críos, uno de los compañeros llamó a Adolfo sucio judío hijo de bastardo. Este se puso hecho una fiera, se abalanzó sobre él y le dio una soberana paliza.
—Defendía su honor —dijo el sr. Leonding que había permanecido callado un buen rato.
—Pero hay otras cosas oscuras en su familia. Ya saben, vivíamos en un pueblo y a la gente le gusta meterse en la vida de los demás.
—¿Otras cosas oscuras, de que tipo? —preguntó Lincoln, que desde el principio de la conversación apuntaba todos los detalles en una vieja libreta.
—Al parecer, Alois, el padre de Adolfo, se había casado tres veces. La primera con una tal Anna Glass, una mujer mucho mayor que él. No duraron mucho juntos, se separaron, pero al poco tiempo ella falleció. Después se casó con una camarera llamada Franziska Maztelberger, con la que tuvo un hijo antes de casarse y otro poco después de la boda, pero su segunda mujer también murió enseguida. Su tercera mujer se llamaba Clara, era mucho más joven que él, con ella tuvo a Adolfo.
—Yo no veo nada escandaloso, simplemente Alois no tuvo mucha suerte con sus mujeres —dijo Hércules.
—No, lo escandaloso fue lo de su último matrimonio. Además de que Alois sacaba más de veintitrés años a su mujer...
—Tampoco es tan anormal la diferencia de edad entre un hombre y una mujer —apuntó el sr. Leonding interrumpiendo a Kubizek.
—Déjeme terminar. Clara era de Sptal, el mismo pueblo en el que se crió Alois. Durante años ocultaron a todo el mundo que eran primos segundos. Pero lo realmente escandaloso es que Clara vivió con el matrimonio Hitler cuando estaba todavía viva su segunda mujer.
—No veo dónde nos lleva todo esto, Hércules. Son cotilleos sin importancia.
—Hay un dato significativo, su parentesco familiar, apúntelo, ya hablaremos luego de ello. ¿Dónde se educó Adolfo y cual era la relación con su padre?
—Alois y Clara tuvieron tres hijos, pero los dos primeros, un niño y una niña murieron de pequeños. Al parecer Clara, temiendo que le pasara lo mismo a su tercer hijo acudió a una curandera. Ella creía que le habían echado mal de ojo y que por eso todos sus hijos morían repentinamente.
—¿Quién le contó todo esto, Adolfo? —preguntó sorprendido el sr. Leonding por la cantidad de detalles que conocía Kubizek de su amigo.
—Algunas cosas eran rumores que circulaban por el pueblo, pero este dato me lo contó el propio Adolfo —refunfuñó Kubizek molesto porque dudaran de su información.
—Por favor, prosiga —dijo Hércules, mientras con un gesto le pedía al sr. Leonding que no interrumpiera más al joven.
—Según le contó su madre Clara años más tarde a Adolfo, la curandera, muy nerviosa, miró asustada al bebé y le dijo que no se preocupara, que aquel niño no moriría hasta que cumpliera su misión. Que un espíritu muy poderoso le protegía desde su nacimiento. ¿No les parece extraño?
—Tan sólo son supersticiones austríacas —dijo el sr. Leonding.
—¿Pero no le explicó que misión tenía que realizar ni por qué ese espíritu le protegía? —preguntó Lincoln, que como fervoroso cristiano creía en el mundo espiritual.
Adolfo me lo contó cuando éramos adolescentes y luego me lo repitió muchas veces. La curandera no le indicó nada más a su madre, pero Adolfo se creía un elegido, alguien predestinado a hacer grandes cosas.
—Parece que se llevaba muy bien con su madre Clara, pero ¿cómo era su relación con su padre?
—Muy mala. Alois era un hombre rudo, malhumorado y violento. Adolfo venía muchas veces al colegio con un ojo morado o con cardenales en los brazos.
—¿La relación no mejoró con el tiempo? —dijo Hércules.
—No, más bien empeoró.
—¿Dónde estudio Adolfo? —preguntó Lincoln.
—Cuando cumplió los once años y dejó la escuela, sus padres le matricularon en la Linz Realschule, una escuela secundaria especializada en carreras técnicas y comerciales. Pero no aguantó mucho allí, no era muy buen estudiante y se peleaba con todos sus compañeros.
—Entonces, sus padres tenían recursos económicos para facilitarle una educación —dijo Lincoln.
—Sí, podían permitirse vivir en una casita a las afueras de Linz y ofrecer a su hijo una buena educación, pero a Adolfo le costaba adaptarse. Después de cuatro años de malas notas, sus padres le enviaron a la Escuela Steyr, para que terminase sus estudios. Entonces fue cuando Adolfo se planteó ser artista y su casa se convirtió en un infierno —dijo Kubizek mirando al fondo de su vacía jarra de cerveza.
El humo comenzó a cargar la atmósfera del local. La vida del joven Adolf Hitler no se diferenciaba mucho de la de otros muchos, pero Hércules, a medida que conocía más la vida del hombre que estaba buscando desesperadamente, experimentaba una inquietud difícil de explicar. Por un lado le molestaba conocer más sobre él. Prefería que fuera sólo una referencia, un ser anónimo dañino al que había que eliminar; por el otro sentía algo oscuro en la vida de aquel joven austríaco, una sombra que todavía no se había disipado por completo. Lincoln apuntaba todos los datos mientras su amigo le traducía las palabras de Kubizek, apenas tenía tiempo para escribir y reflexionar un poco en todo el asunto, aunque la idea de estar persiguiendo a un tipo diabólico le inquietaba. El mal podía tomar muchas formas, pero cuando se encarnaba en una sola persona, algo terrible estaba a punto de suceder.