Capítulo 12
Madrid, 13 junio 1914
Don Ramón se acercó la pequeña mesa auxiliar al diván y escuchó como el latido de su propio corazón se aceleraba. No tenía muchos momentos de tranquilidad. Su esposa se pasaba la mayor parte del tiempo en casa cuando no tenía ninguna función y le regañaba cada vez que le veía tumbado, apoyado en sus cojines leyendo el periódico o simplemente mirando al techo. Aquella mañana era especial, tenía entre las manos los libros que llevaba meses buscando y durante toda la noche estuvo pensando en la forma de encontrar un momento para echarles una ojeada.
Acarició los lomos rugosos y desgastados con la mano y cruzándose de piernas abrió con dificultad el primero de ellos. Apenas había leído la primera línea cuando alguien aporreó la puerta. Don Ramón del Valle-Inclán masculló una maldición, pero terminó por levantarse e ir a ver quién era. Caminó por el largo y estrecho pasillo sin percatarse que seguía llevando en la mano los tomos. Se acercó a la cocina y los dejó sobre una mesa. Al llegar a la puerta, los golpes se volvieron a repetir y el escritor maldijo a todos los impacientes.
—Por Júpiter, Héctor el de los pies ligeros no habría corrido más. ¿Quién destruye la paz de esta casa?
—Señor don Ramón, por favor, franquéeme la entrada.
—¿Quién vive? —vociferó el escritor como si preguntara desde lo alto de una muralla.
—«¿Qué hay, hermano Edmundo, en que seria contemplación estás?» —dijo la voz a través de la puerta.
—«Estoy pensando, hermano, en una predicción que leí el otro día» —contestó el escritor. El rey Lear de Shakespeare, bonita manera de invocar a las musas.
El escritor descorrió el cerrojo y tras abrir la puerta observó al extraño visitante. Si no hubiese sido por la chaqueta negra de corte francés, don Ramón le hubiese confundido con el mismo dios vikingo Thor, pero aquel hombre rubio y alto había hablado en un correctísimo español.
—Señor don Ramón de Valle-Inclán.
—El mismo.
—Discúlpeme, soy un gran admirador suyo.
—¿De dónde es usted?
—Me temo que de un país lejano.
Don Ramón se mantuvo quieto sin invitar al hombre a pasar. Con su única mano sostenía el agarrador de la puerta y contemplaba la cara pálida y rojiza del visitante.
—¿Cómo de lejano?
—Austria.
—Ha venido desde Austria para conocerme —dijo el escritor frunciendo el ceño.
—No, creo que me he expresado mal. Unos negocios me han traído hasta Madrid. Por un amigo me he enterado dónde estaba su residencia y he tenido el atrevimiento de venir a conocerlo.
—Entiendo. Siento decirle que no recibo en casa. Si está tan interesado en verme, todas las tardes, puntual como un reloj tomo café en el Nuevo Café de Levante, sito en la calle del Arenal.
—Lamento haberle importunado, pero salgo esta misma semana para Barcelona.
El hombre adelantó el cuerpo colocándose entre la hoja de la puerta y el marco. Don Ramón dio un paso atrás y comenzó a sentir una extraña desazón. ¿Cómo podría deshacerse de aquel inoportuno caballero sin levantar sospechas?
—¿Cuál de mis obras admira más?
—Sin duda sus sonatas. Las sonatas son mis obras favoritas.
—¿Cuál de ellas le gusta más?
—Las cinco, la verdad es que usted es un gran maestro.
—Será mejor que pase —dijo don Ramón abriendo la puerta. El hombre esbozó una sonrisa y con dos grandes zancadas entró en el piso—. Perdone mi atuendo, pero no estoy acostumbrado a recibir visitas en casa. Me disculpará si le dejo en el salón mientras me pongo algo más... presentable.
—Naturalmente, no es molestia.
—Siéntese, que enseguida estoy con usted.
Don Ramón cerró la puerta del salón y con rapidez tomó la chaqueta y el sombrero de una percha, agarró los libros de la cocina y cerró la puerta de la calle despacio. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza, sentía sus latidos en las sienes. Desde su pelea hace años con el escritor Manuel Bueno, no había nunca vuelto a enfrentarse a una situación violenta, lo que más temía, es que, como en aquel lance, la desgracia le hiciera perder el único brazo que le quedaba. Comenzó a correr escaleras abajo. Los libros se balanceaban en su brazo y estuvo a punto varias veces de dar un traspié. No se cruzó con nadie por la escalera, pero en el portal el portero estaba sentado en una silla abanicándose con un periódico viejo.
—Ramírez —dijo el escritor al ausente portero.
—¿Qué quiere, maestro? —preguntó el portero sin mucha gana.
—Esté vigilante, cuando llegue la señora Josefina dígale que no suba al piso, que se marche a casa de su hermana hasta que yo vaya a recogerla.
—Pero, ¿por qué?
—Hay una plaga de ratas y los desinfectadores han dicho que hay que dejar la casa vacía cuarenta y ocho horas.
—¿Cómo nadie me ha avisado? Siempre soy el último en enterarme de estas cosas —dijo el portero enfadado.
—No se olvide de avisar a mi mujer. Es cuestión de vida o muerte.
—No se ponga tremendo, don Ramón.
Un portazo en la planta superior estremeció a los dos hombres.
—Que corrientes, por Dios. Un día una mala corriente nos mata a todos.
El escritor sin mediar palabra enfiló la calle en dirección a Alcalá. Sus pasos acelerados se mezclaron con los de centenares de transeúntes que caminaban de un lado para otro. Don Ramón miró varias veces para atrás, para asegurarse que el hombre alto y rubio no le seguía. ¿A dónde podía dirigirse? ¿Qué había dentro de esos malditos libros para que alguien se interesara por ellos?