Capítulo 43
Moscú, 27 de junio de 1914
Las sábanas de seda se pegaban a su cuerpo sudoroso. No dejaba de dar vueltas y durante la noche se había levantado sobresaltado. A mitad de la noche no pudo aguantar más y poniéndose el batín se sentó frente a su escritorio. Cogió un rosario y un pequeño libro de meditaciones e intentó que sus rezos le transmitieran un poco de calma antes de regresar a la cama. Todo fue inútil. Una y otra vez la misma idea rondaba por su cabeza. No puedes hacerlo, Nicolás, se decía. Varias veces estuvo a punto de tirar del cordón para avisar a los criados, pero se contentó con caminar de un lado para otro o mirar a través de los cristales la noche moscovita. Cuando estaba a punto de amanecer, despertó a uno de los asistentes que dormía en un banco a los pies de su puerta y éste reaccionó sobresaltado.
—Dador, quiero que vayas ahora mismo a la casa del gran duque Nicolascha. Me has entendido. Quiero que venga inmediatamente a verme.
El criado corrió escaleras abajo mientras el zar regresaba a su cámara. Se volvió a tumbar en la cama, pero todo era inútil. Su mente y su cuerpo estaban soportando una gran tensión nerviosa. Unos veinte minutos más tarde escuchó que alguien llamaba a la puerta.
—Adelante.
—Majestad.
—Nicolascha, gracias por venir.
—¿Qué sucede, majestad?
—El zar se levantó de la cama y se acercó al Duque. Su rostro reflejaba el cansancio y desesperación de un hombre asustado.
—Nicolascha, no puedo hacerlo.
—¿El qué, majestad?
—No puedo enviar a unos sicarios para que terminen con el archiduque —dijo el zar y su voz intentó disimular el nudo en la garganta que le producía sus dudas.
—Pero, majestad, quedan unas horas para que nuestros hombres actúen. Es imposible parar la misión ahora.
—No está bien, Nicolascha. No podemos matar a un hombre a sangre fría.
—Pero conoce los informes que tenemos sobre el archiduque, cuando muera su tío él puede convertirse en el líder que los germanos necesitan. ¿Se imagina a todos los alemanes unidos contra nosotros?
—Hay formas honorables de vencer a nuestros enemigos.
—Un gobernante tiene que usar la astucia y la sorpresa, majestad.
—La astucia y la sorpresa son una cosa, el asesinato es otra muy distinta.
—Es un asesinato de estado, majestad. Usted no le mata por odio o venganza, es simplemente política.
—Nicolascha, si vamos por ahí matando a reyes y príncipes, que impide que un día no nos maten a nosotros. Entonces cualquiera puede asesinar a su rey, destruir el Estado, destruir la civilización.
—Si no actuamos, majestad, los alemanes y austríacos ayudarán a los turcos. Es el momento de ponerse en marcha.
El zar se acercó a su escritorio y tomó uno de los papeles. Escribió rápidamente una carta y se la entregó al Duque.
—Mi voluntad es que no se mate al archiduque —dijo tajante.
—Es imposible que su orden llegue a tiempo.
—¡Pues mándela por telegrama! ¡Envíe uno a la policía de Sarajevo!
—Eso nos implicaría a nosotros. Sabrían que estábamos detrás de todo y la guerra surgiría de todas formas.
El zar continuó con el brazo extendido y la carta en la mano. El gran duque le miró primero con lástima y después con desprecio. Se dio la vuelta y le dejó sólo. Cuando cerraba la puerta de la habitación escuchó como el zar lloraba al otro lado.