Capítulo 53
Hércules había conseguido que un periodista norteamericano les llevara en su coche hasta Viena. Los rumores de guerra en los últimos tiempos corrían por todo el mundo y muchos periódicos norteamericanos habían enviado a sus corresponsales de guerra más prestigiosos a Europa. En menos de una hora dejarían la ciudad y con un vehículo tan rápido podrían recuperar parte del tiempo que habían perdido en interrogar al asesino del archiduque y dar caza a los dos rusos.
Alguien llamó a la puerta del cuarto de Hércules. Estaba a medio vestir y su maleta abierta permanecía sobre una de las sillas de la habitación. Cuando abrió, se encontró con un tipo de mediana edad, calvo, con un gran bigote al estilo prusiano, que en un alemán espantoso le dijo:
—¿Es usted, Hércules Guzmán Fox?
El español le miró de arriba a abajo y asintió con la cabeza.
—¿Se marcha? —dijo el hombre al ver la maleta.
—¿Con quién tengo el gusto? —preguntó sarcástico Hércules.
—Disculpe. Mis hombres me llaman Dimitrijevic, pero creo que usted me conoce por Apis.
Hércules, asombrado, le invitó para que pasase, sacó la cabeza y observó el pasillo vacío, después cerró la puerta.
—Me han informado de que fue a ver al pobre Gavrilo.
—Efectivamente, fuimos a verle.
—Y, ¿cómo está? —dijo Dimitrijevic, forzando la voz para que pareciera preocupada.
—Es un pobre diablo. No sabía que su organización utilizaba a niños para matar. ¿No tienen hombres en sus filas?
El serbio lanzó una mirada de desprecio a Hércules, pero intentó mantener su tono cordial.
—Gavrilo se ofreció voluntario. Los patriotas no tienen edad.
—Pero, usted da las órdenes desde un lugar seguro y espera que otros se sacrifiquen por Serbia.
—Alguien tiene que dar las órdenes.
—¿Qué quiere de mí? ¿Me imagino que ésta no es una visita de cortesía?
—Debido a la situación de alerta yo debería de haber partido para Serbia hace horas, pero antes tenía que hablar con usted.
—¿Qué es tan importante para que alguien como usted no corra para salvar su pellejo? —dijo con desprecio Hércules.
—Veo que no entiende nuestra causa. Nosotros sólo queremos liberar a esta tierra de la tiranía austríaca.
—Para imponer su propia tiranía.
Dimitrijevic frunció el ceño y apretó los puños, pero logró contenerse una vez más.
—Será mejor que vaya al grano. Me imagino que Gavrilo le habrá hablado de los rusos y del libro. Es un buen patriota, pero seguro que usted ha logrado que le contara adonde se dirigían nuestros amigos rusos.
—Ellos tienen algo que me pertenece. En cuanto murió el archiduque le registraron y se llevaron el libro.
—¿A dónde quiere llegar Dimitrijevic?
—La mayor parte de nuestros hombres han sido capturados, yo no puedo moverme de aquí en unas semanas si no quiero que me capturen. Le informaré de dónde están alojados los dos hombres rusos y de los nombres falsos que están utilizando si promete devolverme el libro.
—No puedo prometérselo. No le pertenece a usted.
—Los germanos han oprimido a los eslavos durante siglos. Tenemos derecho a defendernos y exterminar a esos malditos arios.
—Lo único que puedo prometerle es que haré desaparecer el libro y que ningún ario lo leerá nunca más.
Dimitrijevic frunció el ceño y comenzó a dar pasos cortos por la habitación.
—Está bien. Tome—dijo entregando un papel a Hércules—. Aquí tiene la dirección de los rusos, sus nombres y descripciones y la dirección de una de nuestras casas en Viena.
—Gracias —dijo Hércules tomando el papel.
—Le pido que me dé su palabra de caballero.
—Tiene mi palabra.
El serbio extendió el brazo y los dos hombres se dieron un fuerte apretón de manos.
—Su pueblo y el mío son más parecidos de lo que parece —dijo Dimitrijevic.
—¿De veras?
—Somos los restos de un mundo que se resiste a desaparecer. Las potencias intentan jugar con nosotros como un gato con un ratón, pero nuestra sangre prevalecerá —dijo Dimitrijevic.
—Gracias.
Dimitrijevic abandonó la habitación y Hércules permaneció de pie, con el papel en la mano. Nunca había imaginado que el jefe de la Mano Negra le pediría ayuda. Apartó la cortina y se asomó a la ventana. Esperó un momento, pero no observó que saliera nadie del hotel. Después se terminó de vestir sin dejar de pensar si aquello había sido real. Uno de los hombres más temidos de Europa había estado en su cuarto hacía unos minutos. El terrorista más buscado, al que nunca nadie había visto la cara, le había pedido ayuda. Hércules sintió una especie de desazón. No quería hacer un pacto con el diablo, pero Dimitrijevic era el mismo diablo.