Capítulo 94
Múnich, 28 de julio de 1914
El techo estaba pintado completamente de blanco. En algunos lugares la pintura comenzaba a desconcharse y las telarañas crecían en las esquinas, pero la chimenea le mantenía caliente y la biblioteca de von Liebenfelds le servía de entretenimiento. Llevaba diez días sin salir a la calle. Aquel enclaustramiento le molestaba, pero era mejor que permaneciese a buen recaudo hasta que la guerra estallase. Él siempre había pasado largas temporadas recluido sin salir de casa, aunque siempre había sido de forma voluntaria y había dedicado su tiempo a leer catorce o dieciséis horas seguidas, buscando en los libros una vía de escape y, sobre todo, un camino a seguir. En aquellos años había leído de casi todo. Libros de historia sobre la Antigua Roma, de historia de las religiones orientales, sobre la práctica del yoga, el ocultismo, las técnicas de hipnosis, astrología e historia de Alemania. Años antes pasaba las horas muertas en las bibliotecas públicas de Viena o en las incómodas y pequeñas habitaciones donde se veía obligado a mal vivir, creando un mundo de fantasía que le sacara del hastío. Le interesaba todo lo relacionado con el pasado y con la trascendencia. Aunque su fe infantil en la Iglesia había desaparecido, él sabía que el mundo se movía gracias a fuerzas ocultas inexplicables.
Dejó la taza de té en la mesita y ojeó el volumen encuadernado en rojo de las obras de Nietzsche, uno de sus autores favoritos. Aquel renegado hijo de pastor luterano había llegado al corazón mismo de la verdad. El cristianismo era un cáncer que carcomía lo mejor del pueblo alemán y su genio.
Hitler no se consideraba un intelectual, de hecho odiaba a los intelectuales. Pensaba que no poseían la facultad de distinguir entre lo útil y lo inútil de un libro. Para él la lectura no era un fin en sí misma, sino el medio para llegar a ese fin. La lectura no podía ser una mezcla confusa de nociones caóticas, tan sólo servía para reforzar las ideas propias y armar mejor la mente frente a las ajenas.
Tomó de nuevo el periódico y leyó brevemente la noticia sobre la declaración de guerra. Al final el viejo carcamal Francisco José se había decidido, pensó. Aún quedaba algo de sangre aria en la caduca familia imperial de los Habsburgo.