Capítulo 3

Madrid, 10 de junio 1914

El esmoquin no es una prenda cómoda. El cuello duro, la chaqueta entallada, el chaleco ajustado. Parece como si estuviera diseñado para ser incomodo, de tal forma que el que lo lleva se mantenga rígido y estirado. Lincoln se probó tres antes de que la endiablada prenda le quedara medianamente bien. Vestido así parecía un camarero de segunda, de algún restaurante de segunda en Manhattan. Hércules se divertía con los movimientos torpes de su amigo y con ese aire de policía embutido.

Un carruaje lujoso les esperaba en la puerta de la mansión. El cochero les abrió la puerta y los dos hombres entraron. La cabina estaba tapizada con terciopelos y sedas rosadas. Hércules sacó una botella de champán de algún sitio y le ofreció una copa a su amigo.

—No sabía que bebieras.

—Sí, la bebida no es mi mayor vicio. Mis problemas con el alcohol fueron un problema, digamos circunstancial. Esta noche quiero brindar por tenerte aquí, en Madrid y vivir de nuevo una aventura juntos —dijo Hércules levantando la copa. Brindaron y el español comenzó a observar la calle iluminada por faroles de gas. Subieron por la calle de Alcalá y llegaron a la puerta del Sol. Atravesaron la plaza a toda velocidad y descendieron por Arenal hasta el Teatro Real. La carroza les dejó delante de la entrada porticada y pisando la alfombra roja penetraron en el edificio. El vestíbulo estaba repleto de damas vestidas con telas de vivos colores, luciendo sus collares y sus sortijas. Los hombres vestían esmóquines negros, muchos de ellos con bandas cruzadas, pajaritas blancas y bigotes prusianos.

—No te amedrentes. Si te contara cómo es la vida de la mitad de estos prohombres de la patria, tendrías pesadillas todas las noches —dijo Hércules sonriente.

—No es la primera vez que vengo a la ópera —masculló Lincoln frunciendo el ceño. Le irritaba la irónica actitud de su amigo, pero decidió disfrutar de la velada y olvidar que no pintaba nada en aquel sitio.

—No es temporada de ópera. Normalmente en estas fechas el teatro está cerrado, pero hay una fabulosa compañía alemana y la temporada se ha reabierto por una semana. Hasta el rey ha dejado sus vacaciones en Santander y ha acudido a la calurosa Madrid para oír el concierto. La obra es de Bach, el Weihnachts Oratorium.1

Lincoln parecía ausente, con la mirada perdida entre el público, intentando ignorar los comentarios de la gente al ver a un negro en aquel exclusivo ambiente. Entonces se fijó en una mujer con un vestido de seda rojo. Con el pelo pelirrojo recogido y una pequeña diadema de brillantes, parecía una princesa de cuento de hadas. La mujer le dirigió una mirada y se acercó con pasos lentos hasta ellos. Lincoln se ruborizó y comenzó a notar como el cuello rígido de la camisa le apretaba.

—Buenas noches, señores —dijo la mujer sonriente. Sus ojos verdes parecían centellear como un diamante más con la luz de las lámparas de araña. Su cuello alargado no tenía ni una sola joya, pero su piel blanca destacaba su prominente escote.

—Buenas Noches, Alicia. Estas noches no han salido las estrellas, porqué tenían miedo de tu belleza —dijo Hércules besando las mejillas de la mujer.

—Oh, Hércules, siempre tan galante —contestó la mujer y después clavó su mirada en el norteamericano.

—Permíteme que te presente a un viejo amigo. George Lincoln, uno de los hombres más valientes y sagaces que he conocido.

—Creía conocer a todos tus amigos. La verdad es que eres una caja de sorpresas.

—¿Y tu padre?

—Ya sabes que desde que murió mamá, prefiere vivir como un ermitaño.

—Alicia realmente es cubana. La hija de un viejo conocido nuestro. ¿Te acuerdas del almirante Mantorella? —preguntó Hércules a Lincoln, que empezaba a recuperar la compostura.

—Encantado de conocerla, señorita —el agente extendió el brazo y dio un leve apretón a la enguantada mano de la mujer.

—¿Entonces has venido sola?

—¿A la ópera? ¿Estás loco? He venido con Bernabé Ericeira.

Hércules hizo una mueca y miró detrás de Alicia. La figura delgada, con una palidez enfermiza se asomó y con sus ojos amarillos se adelantó unos pasos. Los dos hombres se saludaron con frialdad. El español evitó presentarle a Lincoln, pero el espectro alargó la mano y se presentó él mismo.

—El conde de Ericeira.

—Mucho gusto, George Lincoln —dijo el norteamericano.

—Usted también es extranjero. En esta ciudad campesina los extranjeros no somos muy bien vistos —dijo el hombre intentando que la expresión de su cara se acercara a una amable sonrisa.

—No le hagas caso —espetó Hércules—. Lo que no comprende nuestro noble amigo, es que en Madrid, enseguida nos damos cuenta de las monedas falsas.

—¡Hércules! —dijo Alicia—. Por favor.

—Perdona Alicia. No quería molestar a tu amigo.

—No se preocupe, querida. El grosero he sido yo. Uno no puede hablar mal de la ciudad que le acoge.

—Cierto —dijo Hércules.

Una campana anunció que la primera parte iba a comenzar y las damas fueron del brazo de sus acompañantes hasta los palcos.

A unos pocos kilómetros del Teatro Real, en el salón Cervantes de la Biblioteca Nacional, el profesor François Arouet leía unos legajos. De cuando en cuando se levantaba las gafas, las colocaba sobre su frente y pegaba la nariz a los papeles. Anotaba algo en una libreta y volvía a coger con cuidado las páginas. La sala estaba en penumbra. Su lámpara era la única que brillaba. Iluminando el escritorio, su melena blanca y su barba pelirroja. Todo estaba en silencio, pero el profesor de vez en cuando suspiraba o daba un pequeño grito de asombro. Las medidas de seguridad en la biblioteca eran más rígidas, pero aquel sábado por la noche, los pocos vigilantes de servicio jugaban a las cartas una planta más abajo.

El jefe de bibliotecarios se acercó a la mesa del profesor y le anunció que en unos minutos tendría que abandonar la sala. El francés le contestó con un leve gruñido y volvió a hincar la cara en el papel.

Lincoln se sentó entre Alicia y Hércules. El perfume de la mujer llenó el pequeño palco y durante unos segundos el norteamericano observó el brazo enguantado, la pulsera de brillantes y los perfiles del vestido. Estaba tan concentrado que las palabras de Hércules le sobresaltaron.

—Lincoln. Esta obra es de Johann Sebastian Bach, del año 1734. Me interesaba escuchar esta obra por algo más que por su belleza artística. Esta música se inspiró en los evangelios apócrifos para narrar el nacimiento de Cristo. En la obra se habla de un extraño personaje: ein Hirt ha talles das zuvor von Gott erfahren müssen. Algunos creen que se refiere a Abraham, pero después vuelve a mencionarse con la llegada de los Reyes Magos.

La música comenzó a inundar el teatro y las voces fueron amortiguándose hasta que se hizo el silencio. Hércules dejó de hablar y los dos hombres se concentraron en la representación.

El mesías ario
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