Capítulo 54
Moscú, 28 de junio de 1914
El zar Nicolás estaba sentado en uno de los bancos del jardín del palacio. El principio de verano ruso era siempre lento y por la tarde el viento del norte refrescaba la ciudad. Apenas se escuchaba nada. El murmullo de las hojas, el susurro del viento que se entretenía frente a la tapia alta y el ruido de fondo de la ciudad a lo lejos. El zar nunca estaba sólo. A unos metros, cuatro miembros de su escolta vigilaban los paseos del jardín y de vez en cuando se paseaban por delante o por detrás del banco. Al final, Nicolás cerró los ojos e intentó recordar sus viajes a Inglaterra, Japón o la India. Pequeños momentos en los que el peso de su futura corona parecía liviano; cuando se sentía, por encima de futuro zar, un ser humano más. Inglaterra le había sorprendido gratamente. Los ingleses vivían mucho mejor que sus súbditos; industriosos, tenaces y emprendedores, no se parecían en nada a los rusos. A él le hubiese gustado cambiar todo eso, pero Rusia era un gran monstruo casi ingobernable. Por el contrario en los últimos años había tenido que frenar algunas de las reformas para poder detener las pretensiones de los comunistas y algunos republicanos que querían aprovechar la libertad para luchar contra el estado. Después de veinte años en el trono, el trabajo administrativo y las visitas oficiales se le hacían cada vez más insoportables. Se sentía distanciado de su esposa, Alejandra, aunque prefería llamarla Alix. Ella estaba obsesionada por la salud de su hijo Alexis, que en los últimos tiempos había empeorado por la hemofilia. Alejandra pasaba muchas horas con su amigo y médico Rasputín, y no daba un paso sin consultarle. La complicidad entre esposos se había perdido hacía tiempo y su relación era fría y distante. Por eso, aquellos ratos en el jardín, lejos de los asuntos oficiales y las caras largas de su mujer, constituían pequeños momentos de paz y sosiego.
—Majestad.
El zar escuchó la voz de su amigo Nicolascha. Sin mediar palabra se sentó junto a él en el banco y los dos permanecieron en silencio unos instantes.
—Hace una tarde fabulosa —dijo el zar mirando el cielo azul.
—A esta hora los colores brillan con más fuerza, a veces la luz intensa no nos deja ver las cosas con claridad.
—¿Ya está? —preguntó el zar con la voz medio estrangulada.
—Ya está, majestad.
Un nuevo silencio les invadió hasta que el zar comenzó a hablar de nuevo.
—Conocía a Fernando, al archiduque. Le vi en la coronación de Jorge V de Inglaterra, en 1911. Era un hombre simpático, en aquel momento nadie pensaba que él se convertiría en el heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro. Su boda había sido un escándalo para la familia Habsburgo. Nadie de su familia acudió a la boda, la única, su madrastra María Teresa y sus dos hermanastras. ¿Sufrió?
—No. Quedó mal herido, pero perdió la consciencia desde el principio. Su mujer murió en el acto.
—Sofía, pobre Sofía. Era una mujer bella, inteligente y sensible. La mejor de todos ellos —dijo el zar sin poder evitar que se le formara un nudo en la garganta.
—Será mejor que no le dé más vueltas, majestad —dijo Nicolascha fríamente.
—¿Qué se sabe de nuestros hombres?
—Viajarán primero a Viena y más tarde volverán a Rusia por Alemania.
—Espero que no les descubran.
—El príncipe Stepan es un hombre cuidadoso y el almirante Kosnishev, uno de nuestros agentes más veteranos.
—¿Cómo ha reaccionado Austria?
—Luto oficial en todo el país, duras acusaciones a Serbia, retirada de embajadores y la petición de investigar a los instigadores serbios —enumeró Nicolascha.
—¿Han dicho algo de Rusia?
—Por ahora no, pero sólo es cuestión de tiempo.
El gran duque se levantó del banco y comenzó a caminar por el sendero.
—Nicolascha.
—Sí, majestad —contestó dándose rápidamente la vuelta.
—Hemos hecho lo correcto, ¿verdad?
—Hemos hecho lo correcto, majestad.