Capítulo 63
Cuando el príncipe Stepan abrió los ojos se sorprendió de que el joven sr. Schicklgruber hubiera desaparecido. Observó al grupo de adeptos, pero no había duda, ya no estaba allí. Intentó levantarse y dirigirse a la entrada. Justo en ese momento los miembros del Círculo Ario abrieron los ojos y su líder von List comenzó una exposición sobre los arios y su papel en la nueva sociedad que iban a crear. El príncipe Stepan esperó con paciencia a que la reunión se terminara, pero la charla de von List tenía visos de durar aún más de una hora; tiempo suficiente para que el sr. Schicklgruber se perdiera para siempre entre los miles de austríacos o alemanes de Viena.
Cuando ya no pudo más, se levantó con cuidado y sin mirar directamente a ninguno de los contertulios salió de la sala. Para su sorpresa, nadie le detuvo. Entró en el túnel y caminó un buen rato hasta cruzar al jardín. El aire fresco nocturno penetró en sus pulmones y por primera vez en aquella noche se sintió seguro y confiado. ¿A dónde habría ido Schicklgruber? Con seguridad a su habitación en la pensión o tal vez a la estación de trenes de Viena. Stepan caminó hasta la verja y abrió la cancela antes de salir a una amplia avenida solitaria. No le parecía tan tarde, pero la calle estaba completamente desierta. Anduvo más de media hora y sólo cuando estuvo cerca de la estación de trenes comenzó a ver gente por las calles.
Mientras penetraba por las grandes puertas acristaladas sintió un escalofrío. No se encontraba bien. Si no hubiera sido porque estaba seguro de no haber tomado ningún mejunje, hubiese creído que se encontraba bajo los efectos de algún alucinógeno.
La gran sala cubierta estaba animada. Sobre todo se veía a muchos soldados que descansaban de cualquier manera en el hall principal. Muchos de ellos, con el casco puesto y todos los enseres cargados, se apoyaban en las paredes u ocupaban los bancos de madera de la estación. También había campesinos con sus trajes típicos y algún que otro hombre de negocios dormitando mientras se aferraba a su maletín.
El príncipe Stepan buscó entre aquellas caras la de Schicklgruber, pero no le vio por ningún lado. De repente observó a un joven moreno con barba que corría hacia uno de los andenes. Cruzó la puerta y persiguió al j oven hasta un tren de vapor. No se veía a nadie en el andén. Los vagones de madera eran de mercancías. Recorrió más de media docena pero el joven parecía haberse esfumado. Se paró y se dio la vuelta. Ni rastro, pensó mientras se dirigía a la cabeza del tren. Los vapores de la máquina locomotora creaban una niebla espesa e inquietante. Stepan intentó divisar algo a través de la neblina pero apenas distinguía la figura de los vagones de madera. Si el joven no aparecía tendría que registrar vagón por vagón. Caminó unos metros y observó una puerta entreabierta y un pequeño halo de luz que penetraba los vapores y brillaba levemente en la oscuridad. Entró por el estrecho espacio que dejaba la puerta y, sin hacer ruido, dio unos pasos dentro del vagón. La luz era más tenue de lo que parecía desde el exterior. Un minúsculo farolillo casi completamente apagado, descansaba sobre una vieja mesa de madera clavada en el suelo. Al fondo del vagón había un gran montón de sacas, pero ni rastro del joven. Entonces Stepan pudo ver por un instante una sombra a su espalda, se dio la vuelta y contempló una pequeña puerta abierta y en su interior tan sólo oscuridad. Se acercó a la puerta lentamente y tardó unos segundos en empujar la hoja para abrirla de par en par. La puerta chirrió y el príncipe Stepan forzó la vista para ver algo en medio de la oscuridad, pero la negrura ocupaba toda la habitación. Entró y escuchó sus propios pasos sobre los listones de madera del suelo. Su pulso se aceleró y cuando estuvo en mitad de la oscuridad comenzó a escuchar una respiración que no era la suya. Entonces tuvo la certeza de que no estaba solo y un escalofrió la recorrió toda la espalda.