Capítulo 99

Múnich, 30 de julio de 1914

Una voz desde el otro lado de la puerta les ordenó que retrocediesen y se pusieran pegados a la pared. Un sonido de llaves se escuchó y la puerta cedió hacia dentro. Los cuatro miraron la cara de von Herder en mitad de la penumbra del cuarto y se sintieron aliviados. Llevaban más de veinticuatro horas encerrados y no aguantaban más. No habían comido nada y el olor del cuarto y la falta de oxigeno se hacían insoportables.

—Espero que al menos se les hayan bajado un poco los humos.

Salieron al salón. Allí, von Liebenfelds les esperaba sentado cómodamente mientras degustaba un buen trozo de carne con las manos.

—Discúlpenme. Me imagino que tendrán hambre, verdad. Por desgracia no había previsto su estancia y no tengo comida para ustedes —dijo von Liebenfelds recreándose en la cara de hambre de sus prisioneros—. Lo entienden ahora, ¿verdad? Una raza superior siempre termina triunfante frente a otras razas inferiores. Entonces las razas inferiores simplemente desaparecen. El más fuerte sobrevive. ¿No han leído el libro de Charles Darwin?

—Charles Darwin no habla de eso en su libro —contestó secamente Hércules.

—No, es cierto pero se infiere de su teoría evolutiva. Sólo los más fuertes se adaptan y sobreviven.

—¿Y ustedes son los más fuertes? —dijo Hércules.

—Eso parece. ¿No cree?

Se sentaron en los sillones y observaron la cena de von Liebenfelds. La grasa le corría por la barbilla y tenía su servilleta blanca anudada al cuello llena de restos de carne.

—Me imagino que a estas alturas conocerán la verdadera historia del cuarto Rey Mago. La tradición católica adoptó en parte la leyenda de Artabán pero la usó a su conveniencia. Era mejor que el Rey Mago Ario fuera bueno, justo y virtuoso, que un hombre decidido a negar a Cristo, a un Cristo débil, de origen judío y con la absurda misión de morir en una cruz.

—Algunos llaman debilidad a lo que realmente es fuerza. Es mucho más difícil dejarse morir pudiendo evitarlo que morir matando. La cruz significaba negación y entrega por los demás —contestó Lincoln enfurecido.

—Jesucristo pertenecía a una raza inferior, la judía. Era simplemente un hombre que utilizó su carisma para manipular a lo demás.

—Todo lo contrario. Retó al hombre de su tiempo para que tomara una decisión, para que no se conformara con el «ojo por ojo y diente por diente» —dijo Lincoln.

Entonces von Liebenfelds lanzó enfurecido un trozo de carne al plato y miró al norteamericano.

—No voy a seguir discutiendo con un negro. ¡Cállese inmediatamente!

Se hizo un largo silencio y el profesor Herder retomó la discusión.

—El cuarto Rey Mago no reconoció a Jesucristo como al verdadero Mesías y cuando abandonó Egipto, recibió la revelación sobre un Mesías Ario, que vendría a salvar a su pueblo ario para purificarle. Ese Mesías debía de cumplir varios requisitos.

—Y Adolf Hitler los cumple —dijo Hércules.

—Falta que cumpla tan sólo uno más, caballeros. Por eso ustedes están aquí, para que no puedan impedirlo —contestó Liebenfelds.

—Hitler está en esta casa, ¿verdad? —preguntó Ericeira.

El profesor Herder y Liebenfelds se levantaron de sus asientos y pidieron a Ericeira que se pusiese de pie. El profesor le indicó que saliera del salón y, sin dejar de apuntarle, subieron a la planta superior. Segundos después se escuchó un disparo. Hércules y sus amigos sintieron un escalofrío y Herder entró en la sala sonriente.

—Bueno caballeros, dentro de un rato podrán descansar de los afanes de la vida. Por favor, profesor continúe.

El profesor hizo una señal a Hércules y éste salió fuera del salón y ascendió hasta la planta superior. Se escuchó un disparo y después un largo y desesperado silencio. Alicia comenzó a sollozar en el hombro de Lincoln, que a pesar de su entereza no podía ocultar el horror en su rostro. Se escucharon unos pasos que se detuvieron a la entrada del salón.

—Excelente profesor, es como matar corderitos, ¿verdad?

—Sí, Liebenfelds —contestó una voz que no era la del profesor Herder.

Liebenfelds miró a Hércules sorprendido y apretó el gatillo. La bala pasó rozando la cara del español, que disparó con su arma el austriaco. Liebenfelds gritó y cayó al suelo. Lincoln se lanzó sobre él y le arrebató el revólver.

—¡Maldita escoria, ya no podéis hacer nada para impedirlo!

—Por lo menos lo intentaremos —contestó Hércules.

—¡No pueden matar al hombre de las profecías, otros ya lo han intentado y han fracasado!

—Siempre hay una salida —contestó Lincoln, pegando un puñetazo a la cara de Von Liebenfelds.

—¿Y Ericeira? —preguntó preocupada Alicia.

—Me temo que está muerto —dijo Hércules.

Alicia corrió escaleras arriba y el murmullo de sus pasos se perdió en la alfombra. Unos segundos después reapareció llorando. Se abrazó a Hércules hundiendo su cara contra su pecho.

—Lo siento, Alicia —dijo Hércules rodeando a la mujer con sus brazos.

—Hércules, ¿por qué?

Lincoln se acercó a von Liebenfelds y tirando de su pechera le arrastró hasta sentarle en uno de los sillones. Comenzó a golpearle con la mano abierta.

—Ahora va a decirnos dónde está Adolf Hitler.

—Este negro está loco. Pueden matarme si quieren, pero no pienso hablar —dijo aturdido por los golpes.

—Yo creo que está escondido en algún lugar de la casa —dijo Lincoln soltando al austriaco.

—Pero registramos la casa cuando vinimos y no vimos nada —dijo Alicia.

—En algún cuarto disimulado. ¿Por qué no le buscan mientras yo tengo una charla con este bastardo?

Cuando Alicia y Hércules dejaron solos a los dos hombres, Lincoln se acercó a Liebenfelds y con el pie le apretó la herida del brazo, este pegó un alarido que se escuchó en todo el edificio.

—Grita como un cerdo, pero como un cerdo superior.

Liebenfelds se retorció de dolor y comenzó a maldecir en voz baja. Hércules y Alicia volvieron unos minutos después, no habían encontrado ni rastro de Hitler.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Alicia.

—Estoy convencido de que está aquí. En algún momento tendrá que salir de su escondite —dijo Lincoln.

—Pero, ¿qué pasará si se equivoca —dijo la mujer?

—Buscar a Hitler en Múnich es una locura, tendremos que arriesgarnos —contestó el norteamericano.

Los tres se miraron, de nuevo tuvieron la sensación de que habían perdido la partida, que la muerte de Ericeira había sido en vano y que había fuerzas ocultas con las que era mejor no enfrentarse.

El mesías ario
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Se0001.xhtml
Se0002.xhtml
Se0003.xhtml
Se0004.xhtml
Se0005.xhtml
Se0006.xhtml
Se0007.xhtml
Se0008.xhtml
Se0009.xhtml
Se0010.xhtml
Se0011.xhtml
Se0012.xhtml
Se0013.xhtml
Se0014.xhtml
Se0015.xhtml
Se0016.xhtml
Se0017.xhtml
Se0018.xhtml
Se0019.xhtml
Se0020.xhtml
Se0021.xhtml
Se0022.xhtml
Se0023.xhtml
Se0024.xhtml
Se0025.xhtml
Se0026.xhtml
Se0027.xhtml
Se0028.xhtml
Se0029.xhtml
Se0030.xhtml
Se0031.xhtml
Se0032.xhtml
Se0033.xhtml
Se0034.xhtml
Se0035.xhtml
Se0036.xhtml
Se0037.xhtml
Se0038.xhtml
Se0039.xhtml
Se0040.xhtml
Se0041.xhtml
Se0042.xhtml
Se0043.xhtml
Se0044.xhtml
Se0045.xhtml
Se0046.xhtml
Se0047.xhtml
Se0048.xhtml
Se0049.xhtml
Se0050.xhtml
Se0051.xhtml
Se0052.xhtml
Se0053.xhtml
Se0054.xhtml
Se0055.xhtml
Se0056.xhtml
Se0057.xhtml
Se0058.xhtml
Se0059.xhtml
Se0060.xhtml
Se0061.xhtml
Se0062.xhtml
Se0063.xhtml
Se0064.xhtml
Se0065.xhtml
Se0066.xhtml
Se0067.xhtml
Se0068.xhtml
Se0069.xhtml
Se0070.xhtml
Se0071.xhtml
Se0072.xhtml
Se0073.xhtml
Se0074.xhtml
Se0075.xhtml
Se0076.xhtml
Se0077.xhtml
Se0078.xhtml
Se0079.xhtml
Se0080.xhtml
Se0081.xhtml
Se0082.xhtml
Se0083.xhtml
Se0084.xhtml
Se0085.xhtml
Se0086.xhtml
Se0087.xhtml
Se0088.xhtml
Se0089.xhtml
Se0090.xhtml
Se0091.xhtml
Se0092.xhtml
Se0093.xhtml
Se0094.xhtml
Se0095.xhtml
Se0096.xhtml
Se0097.xhtml
Se0098.xhtml
Se0099.xhtml
Se0100.xhtml
Se0101.xhtml
Se0102.xhtml
Se0103.xhtml
Se0104.xhtml
Se0105.xhtml
Se0106.xhtml
Se0107.xhtml
Se0108.xhtml
Se0109.xhtml
Se0110.xhtml
Se0111.xhtml
Se0112.xhtml
Se0113.xhtml
Se0114.xhtml
Se0115.xhtml
Se0116.xhtml
Se0117.xhtml
Se0118.xhtml
Se0119.xhtml
Se0120.xhtml
Se0121.xhtml
Se0122.xhtml
Se0123.xhtml
Se0124.xhtml
Se0125.xhtml
8-autor.xhtml