Capítulo 59
Caminaron durante casi una hora. Al parecer, otra de las costumbres de aquel joven era recorrer la ciudad entera a pie. Después de tres años viviendo allí, la ciudad no tenía secretos para él. Cuando llegaron a la librería el ruso estaba exhausto. En la puerta, vestido con un sencillo pero limpio traje gris les esperaba el librero. Al verlos llegar hizo un gesto de alivio y cerro nerviosamente la puerta de su establecimiento.
—Llegan tarde. ¿No han visto la hora que es?
El rechoncho librero comenzó a correr con sus piernas cortas delante de ellos, y si no hubiese sido porque el príncipe Stepan se sentía angustiado por su terrible descubrimiento, en su cabeza no dejaba de dar vueltas la idea de terminar con aquella especie de monstruo.
—Menos mal que estamos cerca —dijo el librero dándose la vuelta. El joven alemán le miró sin hacer ningún gesto y en ningún momento se disculpó por la tardanza.
A los pocos minutos llegaron a una bella mansión de una de las partes residenciales de la ciudad. Cruzaron la verja y atravesaron el jardín a toda prisa. El librero giró a la izquierda y rodearon la casa, después se paró frente a una escalera que descendía al sótano. Tras bajar cuatro escalones había una pequeña puerta de hierro. Hasta el enano librero tuvo que agacharse para entrar por ella. El joven y el ruso se inclinaron hacia delante y entraron con dificultad por la entrada. Bajaron más escaleras, Stepan contó más de cincuenta. La sensación de claustrofobia, el olor a humedad y a cerrado, le marearon un poco. Al final llegaron a un túnel largo, mal iluminado por unas lámparas de gasolina que soltaban un fuerte olor. Entre lámpara y lámpara no podían ver prácticamente el suelo que pisaban. A veces tropezaban y otras simplemente apartaban cosas con los pies. Stepan imaginó que habría ratas. Aquello le recordaba a una de las mazmorras donde estuvo detenido por los musulmanes en una misión en Uzbekistán. Comenzó a sudar. Siempre que las escenas de aquellas semanas prisionero venían a su cabeza, él intentaba apartarlas de su mente. La humillación, los abusos y las torturas continuadas, acudían a su mente como latigazos. Desde aquellos terribles sucesos no había logrado mantener relación alguna con ninguna mujer. Ahora allí, en medio de aquel pasillo infecto, sintió ganas de vomitar, de darse la vuelta y salir corriendo, pero continuó adelante.
—Ya llegamos —dijo el librero dándose la vuelta.
Entraron en un pasillo más amplio y mejor iluminado y luego en una sala rectangular. En sus cuatro paredes desnudas y sin pintar colgaban cuatro anchos banderines blancos con un gran círculo en el centro y en medio una gran cruz gramada con sus puntas redondeadas. El círculo estaba atravesado por una daga rodeada de hojas de laurel. En la sala había unas sillas tapizadas de rojo. Junto a la más grande había una mesa cubierta por un mantel de terciopelo rojo. La mayor parte de los hombres estaban de pie, tan sólo algunas mujeres estaban ya sentadas. La mirada de Stepan se centró enseguida en la figura de un hombre de avanzada edad de larga y poblada barba gris.
—Venga para que le presente —le dijo el librero.
Aquel hombre le observó detenidamente y Stepan volvió a sentirse mareado.
—Querido maestro, quiero presentarle al sr. Haushofer. Un alemán que reside en Ucrania. Está muy interesado en todo lo relacionado con la cultura aria.
—Encantado —dijo el príncipe Stepan.
—Usted no es quién dice ser —dijo von List mirándole fijamente a los ojos.
El joven sr. Schicklgruber y el librero le miraron sorprendidos.
—No le entiendo —dijo Stepan con un hilo de voz.
—Usted es un esclavo del sionismo y no lo sabe. No se preocupe, yo le liberaré —dijo apoyando sus delgados dedos sobre el hombro del ruso—. En Rusia el germen judío lo contamina todo. El comunismo, el capitalismo, todo viene del mismo tronco común; el árbol infecto del comunismo.
—Gracias, maestro —dijo Stepan.
—Bueno, será mejor que empecemos.
El grupo al completo se sentó en las sillas y se tomaron de las manos cerrando los ojos. El líder von List levantó la voz y dijo algo que Stepan no entendió. En algún momento intentó abrir los ojos, pero el miedo a ser descubierto hizo que los mantuviera cerrados. De repente el príncipe Stepan notó como una corriente entraba por su mano derecha y recorría todo su cuerpo. Su mente se relajó y por unos momentos se olvidó de quién era y de qué hacía allí. El hombre que agarraba su mano derecha era el joven con el que había estado hablando toda la tarde, el sr. Schicklgruber.