Capítulo 66

Unos ruidos en la trastienda les indicaron el camino en mitad de la oscuridad. Había libros por todas partes y a punto estuvieron de derribar alguna de las torres que ocupaban gran parte del suelo, pero en el último momento lograron esquivarlas. Hércules iba el primero con la pistola en la mano. Lincoln cubría a Alicia, que en último lugar empuñaba una pistola pequeña de dos tiros. Cuando estuvieron más cerca pudieron distinguir los ruidos, aquello parecía más bien gemidos y suspiros. El español miró a través de la puerta entornada y pudo observar a un hombre de espaldas. Su piel desnuda llena de vello se movía compulsivamente. Estaba de pie pero se zarandeaba de un lado para el otro. Hércules hizo un gesto para que Lincoln apartara a Alicia de la puerta y se la llevara al fondo de la tienda. No quería que ella viera el horrendo espectáculo. Entonces empujó la puerta y encañonó al hombre en la nuca. Al instante la deforme figura se detuvo y se quedo rígida, como si estuviera muerta. Un muchacho adolescente se levantó asustado y miró el rostro de Hércules. Sus ojos expresaban una mezcla de vergüenza y de gratitud, como la mirada de alguien que se libera por fin de una pesada carga de la que se sentía incapaz de liberarse. Se tapó con sus ropas y Hércules le hizo un gesto para que se marchase. El adolescente corrió desnudo por la tienda y salió a la calle dando un portazo.

—¡Vístase! —ordenó.

El hombre sin decir nada se puso unos pantalones por debajo de su enorme barriga. Respiraba muy rápido y antes de que Hércules le preguntara nada, comenzó a lloriquear.

—¿Librero Ernst Pretzsche?

El hombre asintió con la cabeza. Hércules le hizo un gesto y el hombre se sentó en una silla próxima. Después se acercó a la puerta y llamó a sus amigos. Lincoln y Alicia entraron a la trastienda y miraron con desprecio la figura semidesnuda del pederasta.

—Lo que hemos visto es muy grave. Las leyes de Austria le condenarían a diez años de cárcel por conducta desviada, pero posiblemente un tipo como usted no duraría mucho en la cárcel. Espero que colabore —dijo Lincoln adelantándose hacia el librero.

—¿Qué desean de mí? —preguntó el hombre lloriqueando.

—Necesitamos información precisa y rápida —dijo Hércules.

—No es lo que piensan. Ese muchacho es un amigo al que le estoy enseñando a leer y escribir.

Lincoln se acercó al librero y golpeó su nariz con la culata de la pistola. Ernst comenzó a sangrar abundantemente. Hércules le lanzó su camisa y éste se taponó la nariz.

—Si empieza con engaños sufrirá mucho dolor antes de que le entreguemos a la policía —dijo el español.

—Por favor no me peguen. Yo soy un hombre pacífico —dijo el librero.

—¿En los últimos días ha venido a la tienda un caballero de origen ruso?

—¿De origen ruso?

—Sí, con acento extranjero —dijo Lincoln enfurecido en su pobrísimo alemán y levantó el brazo para dar al hombre un nuevo golpe.

El librero agachó la cabeza y contestó:

—Hoy vino un alemán que vivía en Ucrania. No sé si es el hombre que buscan.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Alicia que se había acercado al librero intentando superar su repulsión.

—El sr. Haushofer.

—¿El sr. Haushofer? —dijo Lincoln.

—Debe de estar usando un nombre falso —dijo Hércules—.Qué quería el sr. Haushofer de usted?

—Me preguntó sobre algunos libros.

—¿Qué tipo de libros? —preguntó Alicia mientras fisgoneaba entre los papeles del librero.

—Libros sobre autores arios. Comenzamos a charlar sobre temas políticos.

—¿Buscaba algo en concreto? —dijo Hércules.

—Ya les he dicho, información sobre el origen del pueblo alemán.

—¿Le facilitó información sobre algún grupo ario?

—No —dijo el librero.

—Está mintiendo, Hércules —dijo Lincoln amenazando a Ernst.

—Creo que el librero no ha entendido su situación, querido amigo.

Hércules se acercó a la gorda cara de Ernst y le agarró por el cuello. El hombre comenzó a lloriquear de nuevo.

—Nada me gustaría más que matarte aquí mismo, pero la única razón que me lo impide es que quiero que me cuentes todo y que lo cuentes rápidamente.

—Charlamos sobre política y sobre las razas, después le invité a un grupo del que soy miembro, un grupo inofensivo que se reúne para hablar sobre el pasado de nuestra raza.

—¿Cómo se llama ese grupo? —preguntó Alicia que abría los cajones del escritorio.

—El Círculo Ario. Somos una asociación cultural, ya me entiende.

—¿Por qué tenía el ruso tanto interés por su grupo?

—Bueno, mientras hablamos llegó un viejo amigo y el sr. Haushofer se sintió muy interesado por nuestras ideas. Por eso le invité a la reunión. Apareció con mi amigo y después se marchó, eso es todo lo que sé.

—¿Cómo se llama su amigo? —preguntó Lincoln.

—Qué importa como se llama mi amigo, el no tiene nada que ver con ese hombre, se conocieron por casualidad en la tienda.

Lincoln le dio una fuerte bofetada y el librero estuvo apunto de caerse al suelo.

—No me pegue —dijo el hombre lloriqueando.

—¿Cómo se llama su amigo? —repitió Lincoln.

—Es el sr. Schicklgruber.

—¿Se fueron juntos de la reunión? —preguntó Hércules.

—No lo sé, cuando me quise dar cuenta los dos habían desaparecido.

—¿Quién es éste? —preguntó Alicia cogiendo un portarretratos de la mesa del escritorio.

—Un amigo.

Lincoln volvió a levantar el brazo y el librero agachó la cabeza de nuevo.

—Está bien. Es un amigo, se llama von List.

—¿Pertenece al Círculo Ario? —preguntó Alicia.

—Sí.

—¿Quién es?

—El fundador del grupo en Viena. Él podrá ayudarles más que yo. Yo sólo soy un pobre librero que atiende a sus clientes lo mejor posible. Por favor, déjenme marchar.

Hércules pidió a Lincoln que atara al librero. Revolvieron sus papeles y tras amordazarle, apagaron la luz y cerraron la puerta de la librería.

—¿Por qué no llama a la policía? —preguntó Lincoln.

—¿Otra vez? La última vez que llamamos a la policía nos tuvieron retenidos y escapamos de milagro. Le dejaremos ahí, se ha dado un buen susto y tardará un tiempo en volver a cometer sus fechorías. No podemos hacer más.

—¿Tiene la dirección de von List?

—Es una de las que me facilitó Dimitrijevic.

—Vamos —dijo impaciente Alicia.

Los tres caminaron calle abajo. Sus pasos les llevaban hasta la propia boca del infierno, pero alguien tenía que parar todo aquel horror antes de que el mal se «extendiera para siempre.

El mesías ario
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