Capítulo 65
El príncipe Stepan aguantó la respiración y afinó el oído. Entonces escuchó un ruido justo a su espalda, aferró su cuchillo dentro de la chaqueta y se giró lentamente. Miró enfrente pero no vio nada. Dio un paso y penetró un poco más en la oscuridad. De repente una voz seca que salía de la negrura le sobresaltó.
—Sr. Haushofer.
El príncipe Stepan comenzó a sudar. Al principio no supo que contestar, como si tras un rato siguiendo a su presa, ahora se sintiera avergonzado, cazado.
—¿Me está siguiendo?
La voz continuaba sin rostro hasta que se escucharon unos pasos y el joven salió a la luz. Sus ojos brillaron en la oscuridad y el príncipe Stepan identificó por primera vez su miedo. ¿Por qué temer a aquel esmirriado joven? Sin mucho esfuerzo podía derribarle e hincar su cuchillo en el pálido cuello del austríaco.
—Sr. Schicklgruber me ha costado mucho dar con usted. Cuando me di cuenta de que había abandonado la reunión, salí corriendo para alcanzarle, pero había desaparecido. Imaginé que tanta prisa se debía a algún viaje inesperado. ¿Regresa a Múnich? —preguntó el príncipe Stepan intentando disimular su nerviosismo.
—No creo que nos conozcamos tanto como para que le explique adonde me dirijo. Pero la pregunta que debe responder es, ¿por qué me sigue?
—No le sigo, es absurdo que piense eso —dijo el príncipe acariciando el cuchillo.
—Entonces, quiere decirme que está en un vagón de mercancías a media noche, pero que es sólo una casualidad.
—No, le buscaba. Quería darle algo antes de que se marchase.
El joven salió de las sombras un poco más y su rostro se reflejó en la luz. Stepan contempló un halo de malicia en aquellos pequeños ojos azules, un sabor a repugnante malignidad. Algo que nunca había experimentado antes, ni siquiera bajo la tortura o la humillación extremas.
—¿Qué quería darme?
—El libro. ¿No le interesaba leerlo?
—¿Quiere desprenderse de su libro? —preguntó el joven extrañado.
—Seguro que usted hará mejor uso de él —dijo el príncipe haciendo un gesto como si sacara algo de debajo de su chaqueta, pero a medio camino se paró sorprendido.
—Sr. Haushofer, si es que se llama realmente así. No necesito su libro. No creo que me descubra nada nuevo, nada que no sepa desde hace mucho tiempo.
Un escalofrió recorrió su espalda. Si había tenido la más mínima duda, aquella gélida voz la disipaba de golpe. El joven, dentro de su envoltorio de vulgaridad y debilidad, desprendía una fuerza maléfica que el príncipe Stepan no había visto antes.
—Está decido a detenerme, puedo verlo en sus ojos. Pero, ¿cree acaso que podrá hacerlo? ¿Piensa que es el primero que lo intenta?
Las preguntas del joven le paralizaron y por unos segundos notó el cansancio de los últimos días, la angustia y el miedo a enfrentarse con todos sus fantasmas. Le comenzaron a temblar las piernas y temió que no podría hacerlo. Que una vez más fracasaría.
—La muerte debe ser dulce, ¿no le parece? —dijo el joven.
El príncipe Stepan supo que estaba hablando de su propia muerte y tuvo la tentación de arrojar el cuchillo y salir corriendo. Hizo una oración en su cabeza y apretó la empuñadura de su cuchillo para asegurarse que seguía en su mano. Después cerró los ojos y se lanzó hacia delante empuñando el arma.