Capítulo 68
La casa estaba situada en medio de un gran jardín. La noche estrellada de verano iluminaba la fachada y reflejaba los cristales de las ventanas apagadas. En la buhardilla una mortecina luz les indicó que alguien esperaba su visita. Hércules, Lincoln y Alicia se pararon frente a la puerta y un leve empujón bastó para que esta se abriera silenciosa.
—Esto parece una trampa. Será mejor que entre yo sólo.
—No puedes entrar sólo —dijo Alicia.
—Si me pasa algo por lo menos vosotros podréis escapar y pedir ayuda.
—¿Ayuda a quién? —dijo Lincoln.
—A la policía o a la Mano Negra.
—Es mejor que vayamos todos juntos —dijo Alicia.
—No, tú quédate aquí. Nosotros bajaremos enseguida. Sal del jardín y espéranos al otro lado de la calle, si notas algo extraño huye para pedir ayuda.
—Pero Lincoln...
—Por favor Alicia.
Los dos hombres esperaron a que la mujer se alejara y después entraron en la mansión. Subieron las escaleras en penumbra. Primero un tramo, después otros dos más cortos hasta llegar a la última planta. Una vez arriba siguieron la luz hasta una habitación al fondo. La puerta estaba entornada. Un hombre de larga barba blanca leía tranquilamente un libro. De repente escucharon:
—Entren, por favor. No se queden ahí fuera.
La voz era del anciano que con un gesto les invitó a entrar.
—Han tardado demasiado. ¿No daban con la calle?
—¿Cómo puede usted saber que íbamos a venir?
—No es que me agrade su visita, pero no les puedo engañar, les esperaba impaciente.
Los dos agentes entraron en la habitación. El cuarto estaba abuhardillado, pero la altura del techo era considerable. Las paredes forradas de madera oscura absorbían la poca luz que desprendía una lámpara de mesa. Las estanterías ocupaban casi todo el espacio. A uno de los lados había un gran atril con un libro abierto y justo detrás del escritorio una gran bandera con una esvástica circular, una daga y unas ramas de laurel.
—¿Nos esperaba?
—Aquel muchacho vino corriendo a avisarme. Se llevó un buen susto cuando entraron de improviso en la librería. El pobre Ernst todavía debe de estar sudando sangre.
—¿El muchacho le avisó?
—Nosotros hemos creado un círculo de confianza, una familia. Y nadie traiciona a su familia, ¿verdad?
—Dejémonos de cháchara —dijo Hércules cortante, mientras metía la mano en su bolsillo interior.
—Nada de armas —dijo el hombre sacando una pistola—. Dicen que las carga el diablo.