Capítulo 76

Frontera entre Austria y Alemania, 8 de julio de 1914

El bosque de abedules ensombrecía la carretera. El coche circulaba a gran velocidad y tomaba las curvas muy ajustadas, derrapando en el último momento. El camino mal asfaltado hacia que sus dos ocupantes dieran tumbos y, en ocasiones se zarandearan dentro del pequeño coche deportivo. El piloto, vestido con una chaqueta de cuero, llevaba unas grandes gafas de cristal y un gorro de piel marrón. Sus guantes agarraban con precisión el volante de piel y cada maniobra parecía estudiada al milímetro. Su acompañante, por el contrario, acusaba la fatiga y la tensión nerviosa de un viaje brusco y rápido. Cuando subieron a lo alto de la montaña, los dos hombres pudieron contemplar la inmensa planicie de praderas y bosques salpicados por pequeños lagos naturales. El deshielo unos meses antes había reverdecido el campo y las flores del verano persistían bajo el caliente sol de julio.

El coche comenzó a descender a toda velocidad. El ruido del motor podía escucharse a kilómetros de distancia y el olor a gasolina y caucho quemado, mareaban al copiloto. Cuando el deportivo llegó a la llanura aceleró, pero al menos dejó de dar bandazos.

En el prado las vacas miraban sorprendidas el pequeño artefacto ruidoso que pasaba como una exhalación por el viejo camino asfaltado. Cuando el piloto observó a lo lejos el puesto de guardia pintado a rayas rojas y blancas, comenzó a frenar. Al llegar a la altura de la policía de aduanas, se detuvo por completo. Dos hombres vestidos de verde, con un pequeño casco prusiano se aproximaron al coche.

—Papeles, por favor —dijo el policía.

El conductor enseñó un pequeño carné y el policía se puso firme y saludó. Después señaló con la mano al otro ocupante.

—Va conmigo, agente.

—Pero sus papeles.

—Ya le he dicho que va conmigo.

El sargento de policía levantó el brazo y dos hombres alzaron el poste. El coche aceleró y desapareció dejando una estela de humo. En su interior, el copiloto respiró tranquilo. Se pasó la mano por la cara, todavía echaba en falta su barba negra. Después pasó la mano por el bigote y observó la rica Baviera, una tierra de provisión, la tierra prometida, pensó mientras el coche penetraba a toda velocidad en el interior de Alemania.

El mesías ario
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