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El Despacho Oval estaba a oscuras, tan sólo iluminado por el suave resplandor de la lámpara de bronce del escritorio del presidente Herney. Gabrielle Ashe mantuvo la barbilla en alto mientras estaba de pie delante del Presidente. Tras él, al otro lado de la ventana, el crepúsculo caía sobre el césped del Ala Oeste.
—Me han dicho que nos deja —dijo Herney, al parecer decepcionado.
Gabrielle asintió. A pesar de que Herney había tenido la gentileza de ofrecerse a protegerla indefinidamente de la prensa en la Casa Blanca, Gabrielle prefería no enfrentarse a esa tormenta ocultándose en el ojo del huracán. Deseaba estar lo más lejos posible. Al menos durante un tiempo.
Herney la miró desde el otro lado de su escritorio, claramente impresionado.
—Gabrielle, la elección que ha tomado esta mañana... —Hizo una pausa, como si le faltaran las palabras. Sus ojos revelaban sencillez y claridad, en nada eran comparables a los pozos profundos y enigmáticos que en su momento la habían llevado hasta Sedgewick Sexton. Aún así, e incluso teniendo como telón de fondo aquel poderoso lugar, Gabrielle vio una auténtica amabilidad en su mirada, un honor y una dignidad que tardaría tiempo en olvidar.
—También lo he hecho por mí misma —dijo ella finalmente.
Herney asintió.
—En cualquier caso, debo darle las gracias. —El Presidente se levantó y le indicó que le siguiera al pasillo—. De hecho, esperaba que se quedara al menos hasta poder ofrecerle un puesto en mi equipo económico.
Gabrielle le dedicó una mirada dubitativa.
—¿Dejar de gastar y empezar a invertir mejor?
El Presidente se rió por lo bajo.
—Algo así.
Creo, señor, que ambos sabemos que en este momento para usted soy más un lastre que una baza.
Herney se encogió de hombros.
—Sólo habría que dejar pasar unos meses. Todo se olvidará. Hay muchos hombres y mujeres que han pasado por la misma situación y que han alcanzado la grandeza —afirmó con un guiño—. Y algunos de ellos llegaron incluso a ser presidentes de Estados Unidos.
Gabrielle sabía que tenía razón. A pesar de llevar ya unas horas en paro, ya había rechazado dos ofertas de empleo: una de Yolanda Colé en la ABC, y la otra de la editorial St. Martin's Press, que le había ofrecido un obsceno adelanto si publicaba una biografía en la que lo contara todo. «No, gracias».
Mientras avanzaban por el pasillo, Gabrielle pensó en las fotos que en ese momento mostraban de ella todas las televisiones.
«El perjuicio para el país podría haber sido peor», se dijo. «Mucho peor».
Después de haber vuelto a la ABC para recuperar las fotos y pedirle prestado el pase de prensa a Yolanda Cole, Gabrielle se había colado en el despacho de Sexton para hacerse con los sobres duplicados. Mientras estaba dentro, también había hecho copias de los cheques con los donativos del ordenador de Sexton. Tras el enfrentamiento en el monumento a Washington, Gabrielle había repartido copias de los cheques al boquiabierto senador Sexton y le había planteado sus exigencias.
—Dé una oportunidad al Presidente para que anuncie el error cometido con el meteorito o también el resto de estos datos verá la luz pública.
El senador echó una mirada al montón de pruebas financieras, se encerró en su limusina y se marchó. Desde entonces no se había vuelto a saber de él.
Cuando Gabrielle y el Presidente llegaron a la puerta que daba acceso a los bastidores de la Sala de Comunicados, Gabrielle pudo oír a la muchedumbre que esperaba al otro lado. Por segunda vez en veinticuatro horas, el mundo se había reunido para escuchar un comunicado presidencial.
—¿Qué va a decirles? —preguntó.
Herney suspiró. Su expresión denotaba una calma remarcable.
—Con los años, he aprendido una cosa... —empezó, poniéndole una mano en el hombro y sonriendo—. No hay nada que pueda sustituir a la verdad.
Gabrielle se sintió embargada por un inesperado orgullo mientras le veía avanzar con paso decidido hacia el escenario. Zach Herney estaba a punto de reconocer el mayor error de su vida, y por extraño que pareciera, jamás había tenido un porte más presidencial.