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—¿Dónde... estamos? —logró preguntar. El simple esfuerzo que supuso intentar hablar le provocó un espantoso dolor de cabeza.

El hombre que le estaba dando un masaje en la cabeza respondió:

—Están en el centro médico de un submarino de clase Los Angeles...

—¡Oficial en cubierta! —gritó una voz.

Rachel notó una repentina conmoción a su alrededor e intento incorporarse. Uno de los hombres de azul la ayudó, levantándola y envolviéndola en las mantas. Rachel se frotó los ojos y vio que alguien entraba a grandes zancadas en la habitación.

El recién llegado era un fornido afroamericano. Guapo e investido de autoridad. Llevaba un uniforme de color caqui.

—Descansen —declaró, moviéndose hacia Rachel, deteniéndose junto a ella y mirándola desde arriba con unos ojos negros de mirada intensa—. Harold Brown —dijo con voz profunda y dominante—. Capitán del Charlotte, submarino de Estados Unidos. ¿Y usted es…?

«El submarino de Estados Unidos Charlotte», pensó Rachel. El nombre le resultaba vagamente familiar.

—Sexton... —respondió—. Soy Rachel Sexton.

El hombre pareció confundido. Se acercó más a ella, estudiándola detenidamente.

—Qué me aspen. Es usted de verdad.

Rachel estaba totalmente perdida. «¿Me conoce?» Estaba segura de que no reconocía a aquel hombre, aunque, en cuanto sus ojos descendieron desde su rostro hasta la insignia que llevaba en el pecho, vio el conocido emblema del águila agarrando un ancla y rodeada por las palabras «U.S. NAVY».

Entonces se acordó de por qué le sonaba el nombre de Charlotte.

—Bienvenida a bordo, señorita Sexton —dijo el capitán—. Ha resumido usted un buen número de los informes de reconocimiento de este barco. Sé quién es usted.

—Pero ¿qué hace el Charlotte en estas aguas? —tartamudeó Rachel.

El rostro del capitán se endureció ligeramente.

—Francamente, señorita Sexton, iba a hacerle la misma pregunta.

Tolland se incorporó despacio, abriendo la boca para hablar. Rachel le hizo callar sacudiendo con firmeza la cabeza. «Aquí no. No es el momento». No le cabía la menor duda de que lo primero de lo que Tolland y Corky deseaban hablar era del meteorito y del ataque, pero sin duda ésa no era una cuestión para discutir delante de la tripulación de un submarino de la Marina. En el mundo de la inteligencia, por muy grave que fuera la crisis, imperaba la discreción. La situación del meteorito seguía siendo un secreto.

—Necesito hablar con William Pickering, director de la ONR le dijo al capitán—. En privado y de inmediato.

El capitán arqueó las cejas, al parecer poco acostumbrado a acatar órdenes en su propio barco.

—Tengo información secreta que necesito compartir con él.

El capitán observó a Rachel durante un largo instante.

—Primero será mejor que recupere la temperatura corporal y luego le pondré en contacto con el director de la ONR.

—Es urgente, señor. Yo... —Rachel se calló de golpe. Sus ojos acababan de ver un reloj situado en la pared encima del botiquín.

Las 19:51.

Rachel parpadeó sin apartar la mirada del reloj.

—¿Ese reloj... va bien?

—Está usted en un barco de la Marina, señora. Nuestros relojes son exactos.

—¿E indica la hora de la costa Este?

—Las 19:51. Nuestra base está en Norfolk.

«¡Dios mío!», pensó Rachel, perpleja. «¿Sólo son las 19:51?» Tenía la impresión de que habían pasado horas desde que había perdido la conciencia. ¿Si ni siquiera eran las ocho? «¡El Presidente no ha aparecido en público para hablar del meteorito! ¡Todavía tengo tiempo de detenerle!» Inmediatamente bajó de la cama, envolviéndose en la manta. Notaba las piernas temblorosas.

—Necesito hablar con el Presidente ahora mismo.

El capitán parecía confuso.

—¿El Presidente de qué?

—¡De Estados Unidos!

—Creía que quería hablar con William Pickering.

—No tengo tiempo. Necesito al Presidente.

El capitán no se movió. Su enorme cuerpo le impedía el paso.

—Tengo entendido que el Presidente está a punto de dar una importante rueda de prensa en directo. Dudo que acepte llamadas personales.

Rachel se incorporó todo lo que pudo sobre sus débiles piernas y clavó los ojos en el capitán.

—Señor, no estoy autorizada para explicarle la situación, pero el Presidente está a punto de cometer un error terrible. Dispongo de información que él necesita conocer desesperadamente. Ahora. Tiene que creerme.

El capitán la miró fijamente durante un largo instante. Ceñudo, volvió a mirar el reloj.

-¿Nueve minutos? No puedo conseguirle una conexión protegida con la Casa Blanca en ese tiempo. Lo único que podría ofrecerle es un radiófono. Desprotegido. Y tendríamos que ponernos en profundidad de antena, lo que nos llevaría unos...

—¡Hágalo! ¡Ahora!