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Sobre el norte de Maine, a gran altura, un G4 seguía avanzando a toda velocidad hacia Washington. A bordo, Michel Tolland y Corky Marlinson seguían mirando a Rachel mientras ésta empezaba a explicar su teoría sobre por qué podía haber una superabundancia de iones de hidrógeno en la corteza de fusión del meteorito.

—La NASA dispone de una instalación de pruebas llamada Plum Brook Station —explicó Rachel, casi incapaz de creer que iba a explicar eso. Compartir información secreta fuera de protocolo no era algo que hubiera hecho, pero, a tenor de las circunstancias, Tolland y Corky tenían derecho a saber lo que iba a decirles—. Plum Brook es básicamente una cámara de pruebas para los nuevos sistemas de motores más radicales de la NASA. Hace dos años, redacté un informe sobre un nuevo diseño que la NASA estaba probando... algo llamado motor expansor de ciclo.

Corky la miró receloso.

—Los motores expansores de ciclo todavía se encuentran en fase teórica. Sobre el papel. En realidad nadie los está probando. Y de eso hace décadas.

Rachel negó con la cabeza.

—Lo siento, Corky. La NASA tiene prototipos. Los están poniendo a prueba.

—¿Qué? —exclamó Corky, en un arranque de escepticismo. El MEC funciona con oxígeno-hidrógeno líquido, una sustancia que se congela en el espacio y que hace que el motor no le salga a cuenta a la NASA. Dijeron que ni siquiera iban a intentar construir un MEC hasta que solucionaran el problema de la congelación.

—Lo solucionaron. Prescindieron del oxígeno y transformaron el fuel en una mezcla de «grasa hidrogenada», que no es más que cierto tipo de fuel criogénico formado por hidrógeno puro en un estado de semicongelación. Es muy potente y quema muy limpiamente. Es además un competidor del sistema de propulsión si la NASA envía misiones a Marte.

Corky estaba perplejo.

—No puede ser.

—Más vale que sí —dijo Rachel—. Escribí una breve nota sobre el tema para el Presidente. Mi jefe estaba fuera de sí porque la NASA quería anunciar públicamente el fluido criogénico como un gran éxito, y Pickering quería que la Casa Blanca forzara a la NASA a mantener el fluido criogénico en secreto.

—¿Por qué?

—No es importante —dijo Rachel, que no tenía la menor intención de compartir más secretos de los estrictamente necesarios. La verdad era que la intención manifiesta por parte de Pickering de clasificar el éxito del fluido criogénico era fruto de un intento por combatir una creciente preocupación por la seguridad nacional desconocida por la gran mayoría: la alarmante expansión de la tecnología espacial China. Los chinos estaban desarrollando en ese momento una formidable plataforma de lanzamiento «de alquiler» que pensaban ofrecer a altos postores, la mayoría de los cuales eran enemigos de la nación. Las implicaciones que eso suponía para la seguridad de Estados Unidos eran devastadoras. Afortunadamente, la ONR sabía que China estaba a la caza de un modelo de fuel de propulsión condenado al fracaso para su plataforma de lanzamiento, y Pickering no veía el motivo para darles ninguna pista sobre el propulsor de fluido criogénico de la NASA, que sin duda resultaba mucho más prometedor.

—Entonces —dijo Tolland, que parecía inquieto—, ¿está diciendo que la NASA dispone de un sistema de propulsión de quemado limpio que funciona con hidrógeno puro?

Rachel asintió.

—No dispongo de cifras, pero parece que las temperaturas de expulsión de gases de estos motores son varias veces más altas que cualquier cosa desarrollada hasta ahora. Están solicitando a la NASA que desarrolle todo tipo de materiales nuevos para inyectores —anunció, antes de hacer una pausa—. Si se colocara una gran roca detrás de uno de esos motores de fluido criogénico, se calentaría por la acción de un chorro de fuego rico en hidrógeno que saldría a una temperatura sin precedentes. Con ello se conseguiría una corteza de fusión nada desdeñable.

—¡Venga ya! —dijo Corky—. ¿Ya estamos otra vez con la teoría del falso meteorito?

Tolland parecía repentinamente intrigado.

—De hecho, me parece una idea genial. Sería más o menos como dejar un canto rodado sobre la plataforma de lanzamiento debajo de la lanzadera espacial durante el despegue.

—Dios nos asista —murmuró Corky—. Estoy volando con dos idiotas.

—Corky —dijo Tolland—. Desde una perspectiva hipotética, una roca colocada en un campo de expulsión de gases mostraría rasgos de abrasión similares a una que hubiera caído desde la atmósfera, ¿no? Tendría las mismas estrías direccionales y el mismo reflujo del material fundido.

Corky soltó un gruñido.

—Supongo.

—Y el fuel de hidrógeno de abrasión limpia al que se refiere Rachel no dejaría ningún residuo químico. Sólo hidrógeno. Niveles crecientes de iones de hidrógeno en las marcas de fusión.

Corky puso los ojos en blanco.

—Mira, si uno de esos motores MEC de verdad existe y funciona a base de fluido criogénico, supongo que lo que dices es posible. Pero es una posibilidad muy rebuscada.

—¿Por qué? —preguntó Tolland—. El proceso parece muy sencillo.

Rachel asintió.

—Lo único que se necesita es una roca fosilizada de ciento noventa millones de años. Quemarla con un chorro de fuego propulsado por un motor a base de grasa oxigenada y enterrarla en el hielo. Meteorito instantáneo.

—Quizás a los ojos de un turista —dijo Corky—, ¡pero nunca a los de un científico de la NASA! ¡Todavía no ha explicado la presencia de los cóndrulos!

Rachel intentó recordar la explicación de Corky sobre cómo se formaban los cóndrulos.

—Dijo usted que lo que forma los cóndrulos es el rápido calentamiento y enfriamiento en el espacio, ¿verdad?

Corky suspiró.

—Los cóndrulos se forman cuando una roca, enfriada en el espacio, se supercalienta de repente hasta llegar a fundirse parcialmente: una temperatura que ronda los mil quinientos cincuenta grados Celsius. A continuación la roca debe volver a enfriarse con extrema rapidez, endureciendo las bolsas líquidas hasta transformarlas en cóndrulos.

Tolland estudió a su amigo.

—¿Y ese proceso no puede ocurrir en la Tierra?

—Imposible —dijo Corky—. Este planeta no tiene la variación de temperatura adecuada para causar un cambio tan veloz. Estamos hablando de calor nuclear y del espacio cero. Esos extremos simplemente no existen aquí.

Rachel lo pensó con calma.

—Al menos, no de forma natural.

Corky se giró.

—¿Qué se supone que significa eso?

—¿Por qué no podría el calentamiento y el enfriamiento haber ocurrido aquí, en la Tierra, de forma artificial? —preguntó Rachel—. La roca podría haber sido bombardeada por un motor de fluido criogénico y luego rápidamente enfriada en un congelador de hidrógeno.

Corky clavó los ojos en ella.

—¿Cóndrulos manufacturados?

—Es sólo una idea.

—Y una idea ridícula —respondió Corky, mostrando su fragmento de meteorito—. Quizá se ha olvidado de que estos cóndrulos han sido irrefutablemente fechados en ciento noventa millones de años —dijo con tono paternalista—. Hasta donde yo sé, señorita Sexton, hace ciento noventa millones de años nadie utilizaba motores por fluido criogénico ni congeladores de hidrógeno.

«Con o sin cóndrulos», pensó Tolland, «la evidencia es cada vez más clara». Había guardado silencio durante unos minutos, profundamente preocupado por la nueva revelación de Rachel sobre la corteza de fusión. Su hipótesis, aunque vacilantemente simple, había abierto toda clase de puertas y le había hecho pensar en direcciones distintas. «Si la corteza de fusión es explicable... ¿Qué otras posibilidades presenta eso?»

—Está muy callado —dijo Rachel a su lado.

Tolland la miró. Durante un instante, bajo la amortiguada iluminación del avión, vio en los ojos de ella una dulzura que le recordó a Celia. Se sacudió de encima los recuerdos y le contestó con un suspiro cansado.

—Oh, sólo estaba pensando...

Rachel sonrió.

—¿En meteoritos?

—¿En qué otra cosa?

—¿Repasando todas las pruebas e intentando descubrir qué queda?

—Algo así.

—¿Alguna idea?

—No. Me preocupa que el descubrimiento de ese túnel de inserción bajo el hielo haya invalidado tantos datos.

—La evidencia jerárquica es como una construcción de cartas —dijo Rachel—. Si retiras el supuesto primero, todo lo demás se tambalea. La ubicación del hallazgo del meteorito fue un supuesto primero.

«Ya lo creo».

—Cuando llegué a la Milne, el director me dijo que el meteorito había sido hallado en el interior de una matriz prístina de hielo de trescientos años de antigüedad y que su densidad era mayor que la de cualquier otra roca encontrada en la zona, dato que yo asumí como prueba lógica de que la roca tenía que proceder del espacio.

—Usted y el resto de nosotros.

—Al parecer, el contenido medio de níquel, aunque convincente, no es determinante.

—Es muy aproximado —dijo Corky, que seguía estando cerca de ellos y que al parecer no había dejado de escuchar la conversación.

—Pero no exacto.

Corky dio su conformidad con una desganada inclinación de cabeza.

—Y, —dijo Tolland— esta especie de insecto espacial nunca vista hasta ahora, a pesar de resultar sorprendentemente extraña, en realidad podría tratarse simplemente de un crustáceo muy viejo de aguas profundas.

Rachel asintió.

—Y ahora la corteza de fusión...

—Odio tener que reconocerlo —dijo Tolland, mirando a Corky—, pero estoy empezando a tener la impresión de que hay más pruebas negativas que positivas.

—La ciencia no se basa en impresiones —dijo Corky—, sino en pruebas. Los cóndrulos hallados en esta roca son decididamente meteóricos. Estoy de acuerdo con vosotros en que todo lo que hemos visto resulta muy preocupante, pero no podemos pasar por alto estos cóndrulos. Las pruebas a favor son irreprochables, mientras que las que puede haber en contra son circunstanciales.

Rachel frunció el ceño.

—¿Y a qué nos lleva eso?

—A nada —dijo Corky—. Los cóndrulos prueban que estamos ante un meteorito. Lo único que hay que averiguar es por qué alguien lo introdujo bajo el hielo.

Tolland deseaba creer en la perfecta lógica de su amigo, pero sentía que había algo que no acaba de cuadrar.

—No pareces convencido, Mike —dijo Corky.

Tolland le miró y soltó un suspiro desconcertado.

—No sé. Dos de tres no era un mal porcentaje, Corky. Pero hemos bajado a uno de tres. Tengo la impresión de que se nos escapa algo.