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El Dolphin de la Guardia de Costas estaba todavía a dos millas de las coordenadas del Goya y volaba a mil metros de altitud cuando Tolland le gritó al piloto.
¿Dispone este trasto de NightSight?
El piloto asintió.
—Soy una unidad de rescate.
Tolland no esperaba menos. El Nightstght era un sistema térmico de captación de imágenes marinas de Raytheon, capaz de localizar a supervivientes de un naufragio en la oscuridad. El calor que desprende la cabeza de un nadador aparecería como una mota roja en un océano de color negro.
—Actívelo —dijo Tolland.
El piloto pareció confundido.
—¿Por qué? ¿Han perdido a alguien?
—No. Quiero que ellos vean una cosa.
—Desde esta altitud no veremos nada con el dispositivo termal a menos que se trate de una mancha de petróleo en llamas.
—Usted actívelo —dijo Tolland.
El piloto dedicó a Tolland una extraña mirada y a continuación ajustó algunos diales, ordenando a la lente térmica situada debajo del helicóptero que supervisara la extensión de cuatro kilómetros y medio de océano que tenían delante. En el salpicadero se iluminó una pantalla de cristal líquido. La imagen fue adquiriendo nitidez.
—¡Joder!
Durante unos instantes el helicóptero avanzó dando bandazos cuando el piloto se echó hacia atrás, sorprendido. En seguida se recuperó, y se quedó mirando fijamente la pantalla.
Rachel y Corky se inclinaron hacia delante, mirando la imagen con idéntica sorpresa. El fondo negro del océano estaba iluminado por una enorme espiral giratoria de palpitante color rojo.
Rachel se giró, agitada, hacia Tolland.
—Parece un ciclón.
—Lo es —corroboró Tolland—. Un ciclón de corrientes cálidas. Tiene casi un kilómetro de ancho.
El piloto del la Guardia Costera se rió por lo bajo, maravillado.
—Es uno de los grandes. Los vemos muy pocas veces, pero todavía no me habían informado de la existencia de éste.
—Emergió la semana pasada —dijo Tolland—. Probablemente sólo durará unos días más.
—¿Qué es lo que lo provoca? —preguntó Rachel, comprensiblemente perpleja ante el inmenso vórtice de agua que giraba en medio del océano.
—Una cúpula de magma—dijo el piloto.
Rachel se giró hacia Tolland con expresión recelosa.
—¿Un volcán?
—No —dijo Tolland—. En la costa Este no hay volcanes activos, pero a veces se producen bolsas de magma un poco traviesas que se inflaman bajo el suelo marino y provocan puntos de calor, que a su vez producen un gradiente de temperatura inverso, es decir, agua caliente en el fondo y agua fría encima. El resultado son estas gigantescas corrientes en espiral. Se las conoce como megaplumas. Giran durante un par de semanas y luego se disuelven.
El piloto miró la palpitante espiral que seguía girando en la pantalla líquida.
—Pues al parecer ésta está en pleno apogeo —anunció. Hizo entonces una pausa, comprobó las coordenadas del barco de Tolland y luego miró sorprendido por encima del hombro—. Señor Tolland, todo indica que está usted estacionado a escasa distancia de su centro.
Tolland asintió.
—Las corrientes son un poco más lentas cerca del ojo del torbellino. Dieciocho nudos. Es como echar el ancla en un río de aguas rápidas. Nuestra cadena ha estado trabajando duro esta semana.
Jesús —dijo el piloto—. ¿Una corriente de dieciocho nudos?
—No se caiga por la borda —le dijo echándose a reír. Rachel no se rió.
—Mike, no había mencionado la existencia de esta megapluma o cúpula de magma.
Tolland le puso una mano tranquilizadora en la rodilla.
—No supone ningún peligro, confíe en mí.
Rachel frunció el ceño.
—¿El documental que estaba filmando aquí trataba de este fenómeno de cúpula de magma?
—De las megaplumas y de los Sphyrna mokarran.
—Eso es. Lo mencionó antes.
Tolland esbozó una tímida sonrisa.
—Los Sphyrna mokarran adoran el agua caliente y, en este momento, todos y cada unos de los ejemplares de Sphyrna en un radio de ciento cincuenta kilómetros se han congregado en el kilómetro y medio de extensión que conforma el círculo de océano calentado.
—Genial —dijo Rachel con una inquieta inclinación de cabeza—. ¿Y qué son los Sphyrna mokarran, si no le importa decírnoslo?
—Los peces más feos del mar.
—¿Platijas?
Tolland se rió.
—El gran tiburón martillo.
Rachel se puso tiesa a su lado.
—¿Merodean tiburones martillo alrededor de su barco?
Tolland le respondió con un guiño.
—Relájese, no son peligrosos.
—No diría eso si no lo fueran.
Tolland se rió por lo bajo.
—Supongo que tiene tazón. —Se dirigió entonces bromeando al piloto—. Oiga, ¿cuánto tiempo hace que han salvado ustedes a alguien que haya sido atacado por un tiburón martillo?
El piloto se encogió de hombros.
—Dios. Hace décadas que no hemos salvado a nadie que haya sido atacado por un tiburón martillo.
Tolland se giró hacia Rachel.
—Ya lo ha oído. Décadas. No tiene de qué preocuparse.
—Justo el mes pasado —añadió el piloto— tuvimos un ataque en el que un estúpido buceador quiso hacer migas con uno...
—¡Espere un segundo! —dijo Rachel—, ¡Acaba de decir que hace décadas que no salvan a nadie!
—Sí —respondió el piloto—. Que no salvamos a nadie. Normalmente, llegamos tarde. Esos cabrones matan a su presa en un abrir y cerrar de ojos.
Desde el aire, la parpadeante silueta del Goya se cernía en el horizonte. A media milla, Tolland pudo distinguir las brillante luces de cubierta que Xavia, el miembro de su tripulación, había dejado sabiamente encendidas. Al verlas, Tolland se sintió como un agotado viajero entrando en el camino de acceso a su casa.
—Creía que había dicho que sólo había una persona a bordo —dijo Rachel, sorprendida al ver todas esas luces.
—¿No deja una luz encendida cuando está sola en casa?
—Una, no la casa entera.
Tolland sonrió. A pesar de los intentos de Rachel por no parecer preocupada, él se daba cuenta de que sentía una profunda aprensión a estar allí fuera. Tuvo ganas de rodearla con un brazo y tranquilizarla, pero sabía que no había nada que pudiera decir para calmarla.
—Las luces están encendidas por razones de seguridad. Hacen que el barco parezca activo.
Corky soltó una risilla.
—¿Acaso temes una reunión pirata, Mike?
—No. Ahí fuera el mayor peligro son los idiotas que no saben leer el radar. La mejor defensa para evitar ser atropellado es asegurarte de que todo el mundo puede verte.
Corky entrecerró los ojos para mirar el barco iluminado.
—¿Para que puedan verte, dices? Pero si parece uno de los cruceros de Carnaval Cruise en Noche Vieja. Obviamente, la NBC paga tus facturas de luz.
El helicóptero de la Guardia de Costas redujo la marcha y rodeó inclinándose el inmenso barco iluminado. El piloto empezó a maniobrar hacia el helipuerto situado sobre la cubierta de popa. Incluso desde el aire, Tolland pudo distinguir la furiosa corriente que tiraba de las riostras del casco del barco. Anclado por la proa, el Goya se balanceaba sobre la corriente, tirando de la enorme cadena del ancla como una bestia encadenada.
—Es realmente precioso —dijo el piloto, riéndose.
Tolland sabía que el comentario era sarcástico. El Goya era feo, «feo a rabiar», en palabras de un crítico de televisión. Era uno de los diecisiete barcos SWATH construidos hasta entonces, cuyo casco y pequeña área de flotación resultaban cualquier cosa menos atractivos.
De hecho, se trataba de una enorme plataforma horizontal que flotaba a quince metros sobre el océano apoyada en cuatro inmensos puntales sujetos a pontones. De lejos, parecía una plataforma de perforación petrolífera de baja eslinga. De cerca, una barcaza sobre pilares. Las dependencias de la tripulación, los laboratorios de investigación y el puente de navegación estaban situados en una serie de estructuras organizadas a modo de gradas en lo alto, lo que la hacía parecer una gigantesca mesa de café flotante que soportaba un batiburrillo de edificios de varios pisos.
A pesar de su apariencia en nada aerodinámica, el diseño del Goya le permitía disfrutar de un área de flotación significantemente menor, con lo cual gozaba de mayor estabilidad. La plataforma suspendida permitía una mejor filmación, facilitaba el trabajo en el laboratorio y aseguraba un número menor de científicos mareados. A pesar de que la NBC presionaba a Tolland para que les permitiera comprarle algo más nuevo, él se había negado. Sin duda ya se fabricaban mejores embarcaciones, incluso más estables, pero el Goya había sido su hogar durante casi una década, el barco en el que había luchado por volver a la vida tras la muerte de Celia. Había noches en las que todavía oía su voz en el viento que barría la cubierta. En el momento en que los fantasmas desaparecieran, si llegaban a hacerlo, se plantearía la posibilidad de utilizar otro barco.
No antes.