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Michael Tolland se tumbó de costado sobre el hielo y apoyó la cabeza sobre un brazo tendido que ya ni siquiera sentía. Aunque notaba pesados los párpados, luchaba por mantenerlos abiertos. En aquel extraño lugar, iba interiorizando las últimas imágenes de su mundo —ahora ya sólo mar y hielo— desde aquella oblicua y extraña inclinación. A Tolland le pareció un final que encajaba perfectamente con un día en el que nada había sido lo que parecía.

Una calma estremecedora había empezado a adueñarse de la balsa de hielo flotante. Rachel y Corky guardaban silencio y los golpes habían cesado. Cuanto más se alejaban flotando del glaciar, menos viento hacía. Tolland oyó cómo también su propio cuerpo se volvía más silencioso. Con la apretada capucha que le cubría las orejas, podía oír su propia respiración ampliada en la cabeza, cada vez más lenta... menos profunda. Su cuerpo ya no era capaz de luchar contra la sensación que acompañaba a su sangre, que ahora abandonaba sus extremidades como una tripulación abandona un barco, fluyendo instintivamente a sus órganos vitales en un último esfuerzo desesperado por mantenerlo consciente.

Una batalla perdida, lo sabía.

Por extraño que resultara, ya no había dolor. Había superado esa fase. Ahora la sensación era la de hinchazón. Adormecimiento. Estar flotando. A medida que el primero de sus actos reflejos —parpadear— empezó a extinguirse, se le nubló la vista. El humor acuoso que circulaba entre la córnea y el cristalino empezaba a congelarse. Tolland se volvió para mirar el borrón en que se había convertido la Plataforma de Hielo Milne, que ya no era más que una difusa forma blanca a la brumosa luz de la luna.

Sintió que su alma admitía la derrota. Balanceándose en la frontera entre la presencia y la ausencia, clavó la mirada a lo lejos, en las olas del océano. El viento aullaba a su alrededor.

Fue entonces cuando empezó a alucinar. Por muy raro que resultara, en los últimos segundos antes de caer inconsciente, no alucinó con el rescate. No alucinó con imágenes cálidas y reconfortantes. Su última ilusión fue absolutamente aterradora.

Un leviatán emergía del agua junto al iceberg, quebrando la superficie con un siseo amenazador. Como sí de un mítico monstruo marino se tratara, ahí estaba: negro, reluciente y mortal, rodeado de agua espumosa. Se obligó a parpadear. La visión se le aclaró ligeramente. La bestia estaba cerca, rebotando contra el hielo como un enorme tiburón acechando un barco pequeño. Inmenso, se alzaba ante él con la piel húmeda y resplandeciente.

Cuando la brumosa imagen se volvió negra, lo único que quedaron fueron los sonidos. El metal contra el metal. Los dientes clavándose en el hielo. Cada vez más cerca. Llevándose los cuerpos con él.

«Rachel...»

Tolland sintió que lo agarraban bruscamente.

Y entonces todo se volvió de color negro.