21
La cavernosa cámara principal del habisferio de la NASA habría resultado una extraña visión en cualquier otro lugar de la Tierra, pero a Rachel Sexton le costó aún más asimilarla por el simple hecho de estar en una plataforma de hielo ártico.
Levantó los ojos y, en cuanto vio una cúpula futurista formada a partir de blancas almohadillas triangulares y entrelazadas, tuvo la sensación de haber entrado en un sanatorio de dimensiones colosales. Los muros descendían hacia el suelo de hielo, donde un ejército de lámparas halógenas se erguían como centinelas alrededor del perímetro, proyectando una luz muy blanca hacia el cielo y dando a toda la cámara una luminosidad efímera.
Serpenteando por el suelo helado, se retorcían como pasarelas de madera unas alfombrillas de espuma negra entre una maraña de unidades de trabajo portátiles de los científicos. Entre todo aquel amasijo electrónico, treinta o cuarenta miembros del personal de la NASA vestidos por entero de blanco trabajaban de firme, consultándose alegremente y hablando con animación. Rachel reconoció de inmediato la energía que recorría el lugar.
Era el entusiasmo ocasionado por un nuevo descubrimiento.
Mientras el director y ella rodeaban el extremo de la cúpula, Rachel percibió las miradas de sorpresa y desagrado en los ojos de los que la reconocían. Sus susurros se oían claramente en aquel espacio reverberante.
—¿No es ésa la hija del senador Sexton?
—¿Qué demonios hace aquí?
—¡No puedo creer que el director se rebaje ni siquiera a hablar con ella!
Rachel casi esperó ver figuritas con alfileres clavados colgando por doquier representando a su padre. Sin embargo, la animosidad que la rodeaba no era la única emoción que había en el aire. También distinguió una clara presunción, como si la NASA supiera perfectamente quién iba a reír el último. El director condujo a Rachel hasta una serie de mesas donde un hombre solo estaba sentado frente al ordenador de una de las unidades de trabajo. Llevaba un suéter negro de cuello alto, pantalones de pana reforzada y pesadas botas de agua, en vez del correspondiente uniforme impermeable de la NASA que todo el mundo parecía lucir. Estaba de espaldas a ellos.
El director le pidió que esperara mientras él se acercaba a hablar con el desconocido. Tras un instante, el hombre del suéter de cuello alto le dedicó una inclinación de cabeza y se dispuso a apagar su ordenador. El director regresó.
—El señor Tolland seguirá con usted —dijo—. Es otro de los reclutas del Presidente, de modo que los dos se entenderán bien. Yo me reuniré con ustedes más tarde.
—Gracias.
—Supongo que ha oído usted hablar del señor Tolland.
Rachel se encogió de hombros mientras su cerebro todavía intentaba asimilar el increíble entorno que la rodeaba.
—No me suena.
El hombre del suéter de cuello alto llegó hasta ellos, sonriente.
—¿Que no le suena? —Su voz era resonante y amigable—. Es la mejor noticia que me han dado en todo el día. Tengo la sensación de ya no poder dar nunca una primera impresión.
Cuando Rachel levantó la mirada hacia el recién llegado, los pies se le quedaron pegados al suelo. Reconoció de inmediato su hermoso rostro. Todos los norteamericanos lo conocían.
—Oh —dijo Rachel, sonrojándose al tiempo que él le estrechaba la mano—. Es usted ese Michael Tolland.
Cuando el Presidente le había dicho a Rachel que había reclutado a científicos civiles de primer orden para que verificaran el descubrimiento de la NASA, ella se había imaginado a un grupo de marchitos empollones con sus iniciales estampadas en sus calculadoras. Michael Tolland era la antítesis de ese arquetipo. Tolland era una de las «celebridades científicas» más famosas de Estados Unidos del momento y protagonizaba un documental semanal titulado Mares asombrosos, en el cual enfrentaba al público cara a cara con hechizantes fenómenos oceánicos como volcanes submarinos, gusanos marinos de cinco metros y gigantescas olas asesinas. Los medios de comunicación le aclamaban como un cruce entre Jacques Cousteau y Carl Sagan, atribuyendo a sus conocimientos, su humilde entusiasmo y sus deseos de aventura la fórmula que había lanzado a Mares Asombrosos a los primeros puestos de los programas de mayor audiencia. Sin duda, y tal como admitían la mayoría de los críticos, el hecho de que Tolland fuera un hombre guapo y curtido y de que además hiciera gala de un modesto carisma, probablemente no dañaba su popularidad entre la audiencia femenina.
—Señor Tolland... —dijo Rachel, manejando un poco torpemente las palabras—. Soy Rachel Sexton.
Tolland esbozó una sonrisa torcida y satisfecha.
—Hola, Rachel. Llámeme Mike.
Rachel se encontró extrañamente sin saber qué decir. Estaba empezando a padecer una sobrecarga sensorial: el habisferio, el meteorito, los secretos, el hecho de encontrarse cara a cara con una estrella de la televisión...
—Me sorprende encontrarle aquí —dijo Rachel, intentando recuperarse—. Cuando el Presidente me ha dicho que había reclutado a científicos civiles para llevar a cabo la verificación de un descubrimiento de la NASA, supongo que esperaba... —vaciló.
—¿Auténticos científicos? —dijo Tolland con una amplia sonrisa.
Rachel se sonrojó, mortificada.
—No es eso lo que he querido decir.
—No se preocupe —dijo Tolland—. No he oído otra cosa desde que he llegado.
El director se disculpó y prometió que se uniría a ellos más tarde. Tolland se giró hacia Rachel con una mirada curiosa.
—El director me ha dicho que su padre es el senador Sexton.
Rachel asintió. «Desgraciadamente».
—¿Una espía de Sexton en las líneas enemigas?
—Las líneas de combate no siempre están donde uno se imagina.
Un silencio incómodo.
—Cuénteme —dijo rápidamente Rachel—. ¿Qué hace un oceanógrafo de fama mundial en un glaciar con un hatajo de científicos espaciales de la NASA?
Tolland se rió por lo bajo. Es que un individuo que se parecía mucho al Presidente me pidió que le hiciera un favor. Abrí la boca para decirle: «Váyase al infierno», pero no sé por qué le solté: «Sí, señor».
Rachel se rió por primera vez en lo que llevaba de la mañana.
—Bienvenido al club.
A pesar de que muchas celebridades parecían más bajas en persona, a Rachel le pareció que en el caso de Michael Tolland ocurría lo contrario. Sus ojos marrones resultaban tan despiertos y apasionados como en televisión, y su voz contenía la misma cálida modestia y entusiasmo. Con aspecto de tipo curtido y atlético de cuarenta y cinco años, Michael Tolland tenía el pelo negro y grueso y un mechón rebelde que le caía constantemente sobre la frente; la barbilla prominente y unos modales despreocupados que rezumaban seguridad. Cuando le estrechó la mano, Rachel recordó al sentir la aspereza callosa de sus palmas que Tolland no era una de las típicas personalidades «blandas» de televisión, sino más bien un consumado lobo de mar y un investigador en toda regla.
—Para serle franco —admitió Tolland, que ahora sonaba tímido—, creo que me han reclutado más por mi valor como relaciones públicas que por mis conocimientos científicos. El Presidente me pidió que viniera e hiciera un documental para él.
—¿Un documental? ¿Sobre el meteorito? ¡Pero si usted es oceanógrafo!
—¡Eso es exactamente lo que yo le dije! Pero él me respondió que no conocía a ningún realizador de documentales sobre meteoritos. Me dijo también que mi participación ayudaría a dar credibilidad al descubrimiento desde una óptica menos minoritaria. Al parecer, pretende emitir mi documental como parte de la gran rueda de prensa que ha convocado esta noche para anunciar su descubrimiento.
«Una celebridad como portavoz». Rachel pudo percibir el funcionamiento de las avanzadas maniobras políticas de Zach Herney. A menudo se acusaba a la NASA de utilizar un discurso demasiado elevado para la gran mayoría de los televidentes. Esta vez no. Habían reclutado al comunicador científico por excelencia, un rostro que los norteamericanos ya conocían y en quien confiaban cuando se trataba de ciencia.
Tolland señaló en diagonal hacia el otro extremo de la cúpula, a una pared donde se estaba levantando un área para la prensa. Había una alfombra azul sobre el hielo, cámaras de televisión, focos de los medios, una larga mesa con varios micrófonos. Alguien estaba colgando un telón de fondo con la bandera norteamericana.
—Es para esta noche —explicó—. El director de la NASA y algunos de sus más señalados científicos estarán conectados vía satélite a la Casa Blanca para que puedan participar en el anuncio que el Presidente va a hacer a las ocho.
«Qué apropiado», pensó Rachel, satisfecha al saber que Zach Herney no pensaba dejar a la NASA totalmente al margen del comunicado.
—Entonces —dijo Rachel con un suspiro—, ¿alguien va a decirme qué tiene de especial ese meteorito?
Tolland arqueó las cejas y le dedicó una misteriosa sonrisa.
—De hecho, lo que el meteorito tiene de especial es mejor verlo que oírlo. —Le indicó que le siguiera hacia el área de trabajo próxima—. Anda por aquí un tipo con un montón de muestras para enseñarle.
—¿Muestras? ¿Tienen muestras auténticas del meteorito?
—Por supuesto. Hemos extraído unas cuantas. De hecho, fueron las muestras iniciales las que alertaron a la NASA sobre la importancia del descubrimiento.
Sin saber realmente qué esperar, Rachel siguió a Tolland hasta el área de trabajo. Parecía desierta. Había una taza de café sobre un escritorio salpicado de muestras de rocas, calibradores y otro material de diagnóstico. El café humeaba.
—¡Marlinson! —gritó Tolland, mirando a su alrededor. No hubo respuesta. Soltó un suspiro frustrado y se volvió hacia Rachel—. Probablemente se haya perdido intentando encontrar leche para el café. Le aviso, hice mi postgrado en Princeton con este individuo y era capaz de perderse en su propio dormitorio. Ahora es uno de los científicos galardonados con la Medalla Nacional de la Ciencia en astrofísica. Imagínese.
Rachel dio un respingo.
—¿Marlinson? No se estará refiriendo por casualidad al famoso Corky Marlinson, ¿verdad?
Tolland se rió.
—Al mismo.
Rachel se quedó de piedra.
—¿Corky Marlinson está aquí?
Las ideas de Marlinson sobre los campos gravitatorios eran legendarias entre los ingenieros de satélites de la ONR.
—¿Marlinson es uno de los reclutas civiles del Presidente?
—Sí, uno de los verdaderos científicos.
«Más verdadero imposible», pensó Rachel. Corky Marlinson no podía ser ni más brillante ni más respetado.
—La increíble paradoja sobre Corky —dijo Tolland— es que puede citarle la distancia que existe hasta Alfa Centauro en milímetros, pero es incapaz de atarse la pajarita.
—¡Por eso llevo pajaritas con cierre! —ladró una voz nasal y afable no muy lejos de ellos—. La eficacia por encima del estilo, Mike. ¡Eso es algo que vosotros, los de Hollywood, no entendéis!
Rachel y Tolland se giraron hacia el hombre que ahora emergía de detrás de un enorme montón de maquinaria electrónica. Era rollizo y rotundo, parecido a un doguillo con los ojos saltones y un pelo que empezaba a escasear peinado hacia atrás. Cuando el hombre vio a Tolland de pie junto a Rachel, se detuvo.
—¡Por el amor del cielo, Mike! ¡Estamos en el maldito Polo Norte y tú todavía te las arreglas para conocer a mujeres estupendas! ¡Ya sabía yo que tendría que haberme dedicado a la televisión!
Michael Tolland estaba visiblemente avergonzado.
—Disculpe al señor Marlinson, señorita Sexton. Lo que le falta de tacto lo compensa con creces con desordenadas muestras de conocimiento totalmente inútil sobre nuestro universo.
Corky se acercó.
—Un verdadero placer, señora. No me he quedado con su nombre.
—Rachel —dijo ella—. Rachel Sexton.
—¿Sexton? —dijo Corky soltando un jadeo juguetón—. ¡Espero que no sea usted familia de ese senador depravado y miope!
Tolland se estremeció.
—De hecho, Corky, el senador Sexton es el padre de Rachel.
Corky dejó de reír y se desplomó.
—¿Lo ves, Mike? No es de extrañar que nunca haya tenido suerte con las mujeres.