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Aunque en ese momento Rachel Sexton estaba sentada dentro de una gran caja de metal situada a cuatro mil quinientos kilómetros de Washington D.C., sentía la misma presión que si la hubieran llamado a comparecer a la Casa Blanca. El monitor del videófono que tenía delante mostraba una imagen diáfana del presidente Zach Herney sentado en la Sala de Comunicaciones de la Casa Blanca. La conexión digital de audio era impecable y, salvo un retraso casi imperceptible, el hombre podría haber estado en la habitación de al lado.

La conversación entre ambos fue animada y directa. El Presidente pareció satisfecho, y en absoluto sorprendido, al oír la declaración favorable de Rachel sobre el hallazgo de la NASA y su decisión de emplear a la cautivadora persona de Michael Tolland como portavoz. El Presidente se mostraba jocoso y de buen humor.

—Estoy seguro de que estará usted de acuerdo conmigo —dijo Herney, cuya voz se había vuelto ahora más seria— en que, en un mundo perfecto, las ramificaciones de este descubrimiento serían de naturaleza puramente científica. —Hizo una pausa, inclinándose hacia delante y llenando la pantalla con su rostro—. Desgraciadamente, no vivimos en un mundo perfecto, y este triunfo de la NASA se convertirá en una arma política en cuanto lo haga público.

—Teniendo en cuenta lo concluyentes que son las pruebas y los científicos que ha reclutado para que ratifiquen el descubrimiento, no me cabe en la cabeza que ni el público ni ninguno de sus oponentes puedan hacer algo más que aceptar el descubrimiento como un hecho consumado.

Herney soltó una carcajada casi triste.

—Mis adversarios políticos creerán lo que vean, Rachel. Lo que me preocupa es que no les gustará lo que van a ver.

A Rachel no se le escapó lo cuidadoso que estaba siendo el Presidente a fin de no mencionar a su padre. Hablaba sólo en términos de «la oposición» o de «adversarios políticos».

—¿Y cree usted que la oposición le acusará de conspiración simplemente por razones políticas? —preguntó Rachel.

—Así es el juego. Basta con sembrar una sombra de duda diciendo que este descubrimiento es algún tipo de fraude político orquestado por la NASA y por la Casa Blanca, y de repente me veré haciendo frente a una investigación. Los periódicos se olvidan de que la NASA ha encontrado evidencias de la existencia de vida extraterrestre, y los medios de comunicación empiezan a concentrarse en intentar hacerse con pruebas que demuestren la existencia de una conspiración. Desgraciadamente, cualquier sospecha de conspiración relativa a este descubrimiento será perjudicial para la ciencia, perjudicial para la Casa Blanca, también para la NASA y, francamente, también para el país.

—Por eso decidió posponer su anuncio hasta disponer de total confirmación y de la ratificación de algunos reputados civiles.

—Mi objetivo es presentar estos datos de forma tan incontrovertible que cualquier muestra de escepticismo caiga en saco roto. Quiero que este descubrimiento se celebre con la dignidad inmaculada que merece. La NASA se lo ha ganado.

En ese momento, Rachel percibió que su intuición se estremecía. «¿Qué es lo que quiere de mí?»

—Obviamente —continuó el Presidente—, goza usted de una posición única para ayudarme. Su experiencia como analista, además de sus obvios vínculos con mi adversario, le otorgan una enorme credibilidad con respecto a este descubrimiento.

Rachel se sintió presa de una creciente desilusión. «Quiere utilizarme... ¡ Pickering tenía razón!»

—Dicho esto —continuó Herney—. Quiero pedirle que ratifique este descubrimiento personalmente, para que quede constancia de ello, en calidad de mi enlace con la comunidad de inteligencia... y de hija de mi adversario.

Ahí estaba. Sobre la mesa.

«Herney quiere mi ratificación».

Rachel de verdad había creído que Zach Herney estaba por encima de esa clase de política perniciosa. Una ratificación pública por su parte convertiría inmediatamente el meteorito en un asunto personal para su padre, dejando al senador incapacitado para atacar la credibilidad del descubrimiento sin atacar la credibilidad de su propia hija, lo cual sería una sentencia de muerte para un candidato que defendía el eslogan de «la familia es lo primero».

—Francamente, señor —dijo Rachel, mirando al monitor—. Me deja usted de piedra al pedirme una cosa así.

El Presidente pareció profundamente sorprendido.

—Creía que le entusiasmaría poder ayudar.

—¿Entusiasmarme? Señor, dejando de lado las diferencias que me separan de mi padre, su petición me pone en una situación imposible. Bastantes problemas tengo ya con mi padre como para tener que enfrentarme a él en público con el fin de hundirle. A pesar de que no oculto el desagrado que me inspira, es mi padre, y ponerme contra él en un forum público me parece, sinceramente, poco digno de usted.

—¡Espere un momento! —exclamó Herney, moviendo las manos en actitud de rendición—. ¿Quién ha hablado de un forum público?

Rachel guardó silencio.

—Supongo que pretende que me una al director de la NASA en el podio durante la rueda de prensa de las ocho.

La risa de Herney restalló en los altavoces.

—Pero, Rachel, ¿por qué clase de hombre me toma? ¿De verdad imagina usted que voy a pedirle a alguien que apuñale a su padre por la espalda en un programa de cobertura nacional?

—Pero, usted ha dicho que...

—¿Y cree que voy a permitir que el director de la NASA comparta las mieles del triunfo con la hija de su peor enemigo? No quiero defraudarla, Rachel, pero esta rueda de prensa es una presentación científica. No estoy muy seguro de que sus conocimientos sobre meteoritos, fósiles o estructuras de hielo fueran a dar mucha credibilidad al evento.

Rachel notó que se sonrojaba.

—Pero entonces... ¿qué tipo de ratificación tenía usted en mente?

—Una más apropiada a su posición.

—¿Señor?

—Es usted mi enlace con la inteligencia de la Casa Blanca. Informa usted a mi equipo sobre asuntos de importancia nacional.

—¿Quiere que ratifique esto para su equipo?

Herney todavía parecía divertido por el malentendido.

—Eso es. El escepticismo que me veré obligado a enfrentar de parte de mis adversarios políticos no es nada comparado con el que me muestra en este momento mi equipo. Estamos en mitad de un motín a gran escala. Mi credibilidad interna es nula. Los miembros de mi equipo me han suplicado que recorte la financiación de la NASA. Yo no les he hecho caso, y eso ha sido un suicidio político.

—Hasta ahora.

—Exacto. Como ya hemos dicho esta mañana, el momento del descubrimiento parecerá sospechoso a ojos de los cínicos políticos, y en este momento no hay nadie más cínico que los miembros de mi equipo. Por eso, cuando oigan esta información por primera vez, quiero que sea usted quien...

—¿No le ha hablado a su equipo del meteorito?

—Sólo se lo he comunicado a unos cuantos asesores superiores. Mantener en secreto este descubrimiento ha sido una prioridad de primer orden.

Rachel estaba perpleja. «No me extraña que se esté enfrentando a un motín».

—Pero ésta no es mi área habitual. A duras penas puede un meteorito considerarse un asunto que guarde relación con la inteligencia.

—No en el sentido tradicional, es cierto, aunque sin duda sí contiene todos los elementos que conforman su trabajo habitual: datos complejos que resumir, importantes ramificaciones políticas...

—No soy especialista en meteoritos, señor. ¿No debería ser el director de la NASA quien informara a su equipo?

—¿Bromea? Aquí todos le odian. Por lo que respecta a mi equipo, Ekstrom es el maldito vendedor que me ha colado estafa tras estafa.

Rachel entendía la situación.

—¿Y qué pasa con Corky Marlinson? ¿Acaso no es Premio Nacional de Astrofísica? Tiene mucha más credibilidad que yo.

—Mi equipo está formado por políticos, Rachel, no por científicos. Ya conoce usted al doctor Marlinson. Me parece un hombre genial, pero si suelto a un astrofísico entre mi equipo de intelectuales de mente cuadriculada y lógica, terminaré con un puñado de ciervos deslumbrados por los faros de un coche. Necesito a alguien accesible Usted, Rachel. Mi equipo conoce su trabajo, y, teniendo en cuenta su apellido, es usted la portavoz más imparcial que mi equipo haya podido imaginar.

Rachel se sintió atrapada por el estilo afable del Presidente.

—Al menos reconoce que el hecho de que sea la hija de su adversario tiene que ver con su petición.

El Presidente soltó una risa tímida.

—Por supuesto. Pero, como podrá imaginar, mi equipo será informado de una forma u otra, decida lo que decida. No es usted la tarta, Rachel; simplemente el azúcar que la cubre. Es usted la persona más cualificada para dar este comunicado y además da la casualidad de que es un familiar cercano del hombre que quiere echar a mi equipo de la Casa Blanca en la próxima legislatura. Cuenta usted con credibilidad por dos motivos.

—Debería dedicarse a las ventas.

—De hecho, eso es lo que hago. Como su padre. Y, si quiere que le sea franco, para variar me gustaría cerrar un trato. —El Presidente se quitó las gafas y miró a Rachel a los ojos, que a su vez percibió en él un toque de la fuerza de su padre—. Se lo pido como un favor, Rachel, y también porque creo que forma parte de su trabajo. ¿Qué dice? ¿Sí o no? ¿Pondrá al corriente a mi equipo sobre este asunto?

Rachel se sintió atrapada dentro del diminuto tráiler CSP. «Nada como el caparazón duro». Incluso a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, Rachel podía sentir la fuerza de la voluntad del Presidente filtrándose por la pantalla de vídeo. También sabía que se trataba de una petición razonable, le gustara o no.

—Pondré algunas condiciones—dijo Rachel.

Herney arqueó las cejas.

—¿Como cuáles?

—Me reuniré con su equipo en privado. Nada de periodistas. Es un comunicado privado y no una ratificación pública.

Tiene mi palabra. Ya hemos designado una ubicación muy privada para su reunión.

Rachel suspiró.

—En ese caso, de acuerdo.

Al Presidente se le iluminó la cara.

—Excelente.

Rachel miró su reloj y se sorprendió al ver que eran poco más de las cuatro.

—Un segundo —dijo, confundida—. Si va a aparecer en directo a las ocho, no tenemos tiempo. Incluso aun contando con ese vil artefacto en el que me envió aquí, no podría estar de regreso en la Casa Blanca antes de dos horas como muy pronto. Tendría que preparar mis apuntes y...

El Presidente negó con la cabeza.

—Me temo que no me he explicado con claridad. Hará usted su comunicado desde donde está a través de una videoconferencia.

—Oh —vaciló Rachel—. ¿Qué hora tenía en mente?

—De hecho —dijo Herney con una amplia sonrisa—, ¿qué le parece ahora? Están todos reunidos y con la mirada fija en un gran televisor en blanco. La están esperando.

A Rachel se le tensó el cuerpo.

—Señor, no estoy en absoluto preparada. No puedo...

—Simplemente dígales la verdad. ¿Tan duro es eso?

—Pero...

—Rachel —dijo el Presidente, inclinándose hacia la pantalla—. Recuerde: vive usted de compilar y difundir datos. Es a lo que se dedica. Simplemente hable de lo que está ocurriendo ahí arriba. Alargó la mano para manipular un interruptor de su equipo de transmisión de vídeo, pero se detuvo—. Y creo que le gustará saber que la he colocado en una posición de poder.

Rachel no comprendió lo que el Presidente le estaba diciendo, pero ya era demasiado tarde para preguntar. El Presidente pulsó el interruptor.

La pantalla que Rachel tenía delante se quedó en blanco durante un instante. Cuando volvió a encenderse, Rachel se encontró mirando una de las imágenes más inquietantes que había visto en su vida. Directamente delante de ella estaba el Despacho Oval de la Casa Blanca. Estaba abarrotado. Sólo quedaba sitio de pie. Al parecer, todo el equipo de la Casa Blanca al completo estaba presente. Y todos ellos la miraban. En ese momento, fue consciente de que los veía desde encima del escritorio del Presidente.

«Hablando de una posición de poder». Rachel ya había empezado a sudar. A tenor de la expresión de los rostros del personal de la Casa Blanca, estaban tan sorprendidos de verla como ella de verlos a ellos.

—¿Señorita Sexton? —se oyó gritar a una voz rasposa.

Rachel buscó entre el mar de rostros hasta dar con la persona que había hablado. Se trataba de una mujer huesuda que acababa de tomar asiento en primera fila. Marjorie Tench. El característico aspecto de la mujer era inconfundible, incluso en mitad de una multitud.

—Gracias por unirse a nosotros, señorita Sexton —dijo Marjorie Tench, que sonaba pagada de sí misma—. El Presidente nos ha dicho que tiene usted una noticia que darnos.