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Michael Tolland no se dio cuenta de que Rachel estaba herida hasta que vio sangre en su brazo cuando tiró de ella para ponerla a salvo detrás del Tritón. A juzgar por la expresión catatónica de su rostro, Tolland percibió que Rachel no sentía ningún dolor. La sujetó bien y giró sobre sus talones en busca de Corky. El astrofísico cruzó como pudo la cubierta para reunirse con ellos con la mirada perdida de terror.

«Tenemos que encontrar algún sitio donde ponernos a salvo», pensó Tolland, que todavía no había sido capaz de asimilar en su totalidad el horror de lo que acababa de ocurrir. Instintivamente, sus ojos se elevaron rápidamente por los diferentes niveles de cubiertas que tenían encima. Las escaleras que llevaban al puente estaban al descubierto y el propio puente era una caja de cristal: un ojo de buey transparente desde el cielo. Refugiarse en él sería un suicidio, lo cual dejaba sólo una alternativa.

Durante un fugaz instante, Tolland lanzó una esperanzada mirada al Tritón, preguntándose si podrían sumergirse los tres en el agua y alejarse de las balas.

«Qué absurdo». En el Tritón sólo cabía una persona, y la operación para hacer pasar el sumergible por la trampilla de cubierta para depositarlo en la superficie del océano, situada a unos quince metros por debajo tardaba más de diez minutos. Además, sin los compresores y las baterías adecuadamente recargadas era inoperativo.

—¡Vuelven a atacar! —gritó Corky con un chillido de miedo, señalando al cielo.

Tolland ni siquiera levantó la mirada. Señaló un mamparo cercano, donde una rampa de aluminio descendía entre las diferentes cubiertas. Corky no necesitó que se lo indicaran dos veces. Bajó la cabeza, salió disparado hacia la abertura y desapareció por la rampa. Tolland rodeó con brazo firme la cintura de Rachel y le siguió. Los dos desaparecieron hacia la cubierta inferior justo en el preciso instante en que el helicóptero regresaba, rociando de balas la cubierta superior.

Tolland ayudó a Rachel a bajar la rampa de rejilla hasta alcanzar la plataforma suspendida del fondo del barco. En cuanto llegaron, notó que el cuerpo de Rachel se tensaba de repente. Giró sobre sus talones, temiendo que quizá hubiera sido alcanzada por alguna bala rebotada.

Cuando le vio la cara, se dio cuenta de que se trataba de algo muy distinto. Siguió su petrificada mirada hacia abajo e inmediatamente comprendió.

Rachel se había quedado inmóvil. Sus piernas se negaban a moverse. Tenía la mirada clavada en el extraño mundo que se abría a sus pies. Debido a su diseño SWATH, el Goya carecía de casco. En vez de eso, flotaba sobre unas quillas como un catamarán gigantesco. Acababan de bajar desde cubierta a una pasarela de rejilla suspendida sobre un abismo, separada del mar embravecido por unos nueve metros de vacío. El ruido producido por los embates del mar era ensordecedor. El terror de Rachel se veía además incrementado por el hecho de que los focos submarinos del barco estaban encendidos y proyectaban un resplandor verdoso hacia las profundidades del océano, justo debajo de ella. Rachel se vio mirando a seis o siete fantasmagóricas siluetas que se movían en el agua: enormes tiburones martillo cuyas largas sombras nadaban sin apenas desplazarse contra la corriente... unos cuerpos elásticos que no dejaban de flexionarse a derecha e izquierda.

Oyó la voz de Tolland al oído.

—Rachel, no pasa nada. Mire al frente. Estoy aquí, detrás de usted.

Las manos de Tolland la guiaban desde atrás, intentando arrancar con suavidad sus puños de la barandilla. Fue entonces cuando vio cómo la gota de color carmesí le rodaba por el brazo para caer luego al agua por entre el enrejado de la pasarela. Sus ojos siguieron la gota y su trayectoria al caer al mar. A pesar de que no llegó a verla tocar el agua, supo el instante qué ocurrió porque todos los tiburones martillo giraron al unísono, agitando sus poderosas colas y chocando entre si en un enloquecido frenesí de colmillos y aletas.

«Lóbulos olfativos teleencefálicos desarrollados».

«Huelen la sangre a un kilómetro y medio de distancia».

—¡Mire al frente! —repitió Tolland con voz contundente y tranquilizadora—. Estoy aquí, detrás de usted.

Rachel sintió las manos del oceanógrafo sobre sus caderas, empujándola hacia delante. Ignorando el vacío que se abría bajo sus pies avanzó por la pasarela. En algún lugar por encima de ella volvió a oír los rotores del helicóptero. Corky ya estaba a buena distancia por delante de ellos, tambaleándose sobre la pasarela presa del pánico.

—¡Sigue hasta el puntal del fondo, Corky! ¡Baja la escalera! —le gritó Tolland.

Rachel pudo ver entonces a dónde se dirigían. Por delante de ellos descendían unas rampas muy pronunciadas. A nivel del agua había una cubierta con forma de concha. Junto a esa cubierta había varios muelles pequeños flotantes que creaban una especie de puerto en miniatura bajo el barco. Un gran cartel rezaba:


ZONA DE BUCEO


Pueden Emerger Nadadores Sin Previo Aviso Las Embarcaciones Deben Proceder Con Cautela.

A Rachel sólo le quedaba asumir que Michael no tenía en mente escaparse a nado. Se inquietó aún más cuando él se detuvo ante una hilera de taquillas de almacenamiento de tela metálica que flanqueaban la pasarela, abrió de un tirón las puertas y dejó a la vista unos trajes de buzo, esnórkels, aletas, chalecos salvavidas y arpones. Antes de que Rachel pudiera protestar, Tolland metió la mano dentro de una de las taquillas y sacó un lanzabengalas.

—Vamos.

Por delante de ellos, Corky había llegado a las rampas y había bajado a mitad de camino.

¡Ya lo veo! —gritó. Su voz sonó casi jubilosa sobre el agua enfurecida.

«¿Qué es lo que ha visto?», se preguntó Rachel mientras Corky bajaba corriendo. Lo único que ella alcanzó a ver fue un océano infectado de tiburones chapoteando peligrosamente cerca. Tolland la empujó hacia delante y de repente pudo ver lo que tanto había entusiasmado a Corky. En el extremo más alejado de la cubierta que tenían debajo, había amarrada una pequeña lancha motora. Corky corría ya hacia ella.

Rachel clavó los ojos en la pequeña embarcación. «¿Escapar de un helicóptero en una lancha?»

—Dispone de radio —dijo Tolland—. Y si conseguimos alejarnos lo suficiente del bloqueo del helicóptero...

Rachel no oyó una sola palabra más de lo que Tolland le decía. Acababa de vislumbrar algo que le había helado la sangre.

—Demasiado tarde —dijo con voz ronca, extendiendo un dedo tembloroso—. Estamos perdidos...

Cuando Tolland se giró, sólo necesitó de un instante para saber que todo había terminado.


En el extremo más alejado del barco, como un dragón vigilando la boca de una cueva, el helicóptero negro había descendido a muy baja altura y ahora los observaba. Durante un instante, creyó que iba a volar directamente hacia ellos por el centro del barco. Pero el helicóptero les apuntaba.

Tolland siguió con la mirada los movimientos de las ametralladoras. «¡No!»

Agazapado junto a la lancha, desatando ya las amarras, Corky levantó la mirada justo cuando las ametralladoras soltaron una andanada atronadora. Corky se tiró al suelo. En un arranque de desenfreno, subió como pudo a bordo y se ocultó en la motora, estirándose en el suelo en un intento por ponerse a salvo. Las ametralladoras dejaron de disparar. Tolland pudo verle arrastrándose dentro de la lancha. Tenía el pie derecho cubierto de sangre. Agachado junto al tablero de mandos, levantó la mano y, a tientas, fue manipulando los controles hasta que sus dedos encontraron la llave. El motor Mercury de 250 caballos se encendió con un rugido.

Un instante después apareció un rayo láser rojo desde el morro del amenazador helicóptero, que apuntó a la lancha con uno de sus misiles.

Tolland reaccionó por puro instinto y utilizó la única arma que tenía.

El lanzabengalas siseó en su mano cuando apretó el gatillo y un haz cegador salió disparado trazando una trayectoria horizontal bajo el barco, directamente hacia el helicóptero. Aún así, Tolland tuvo la sensación de haber actuado demasiado tarde.

Cuando la bengala fue a estrellarse contra el parabrisas del helicóptero, el lanzamisiles situado bajo el fuselaje del aparato emitió su propio destello de luz. Exactamente en el mismo instante en que el misil salía despedido del aparato, éste viró bruscamente y se elevó hasta perderse de vista en un intento por sortear la bengala.

—¡Cuidado! —gritó Tolland, empujando a Rachel y tirándola sobre la pasarela.

El misil no alcanzó su objetivo. Pasó rozando a Corky, y fue a estrellarse contra la base del puntal situado nueve metros por debajo de Rachel y de Tolland.

El ruido fue apocalíptico. El agua y las llamas erupcionaron más abajo. Pequeños fragmentos de metal retorcido salieron volando por los aires, repartiéndose por la pasarela desde abajo. Se oyó golpear el metal contra el metal mientras el barco se desplazaba hasta encontrar un nuevo equilibrio y quedar ligeramente escorado.

A medida que el humo iba desapareciendo, Tolland pudo ver que uno de los puntales principales del Goya había quedado gravemente dañado. Las fuertes corrientes se abrían paso por el pontón, amenazando con partirlo. La escalera de caracol que descendía hasta la cubierta inferior parecía colgar de un hilo.

—¡Vamos! —gritó, empujando a Rachel hacia la escalera—. ¡Tenemos que bajar!

Pero ya era demasiado tarde. Con un crujido derrotado, la escalera se desgajó del puntal dañado y se hundió en el mar.

Delta-Uno forcejeó con los mandos del Kiowa y volvió a recuperar al control. Momentáneamente cegado por la bengala, había elevado el aparato en un acto reflejo, provocando que el misil Hellfire errara su objetivo. Suspendió el aparato sobre la proa del barco entre maldiciones y se preparó para volver a descender y rematar la faena.

«Eliminen a todos los pasajeros». Las exigencias del controlador habían sido claras.

—¡Mierda! ¡Mira! —gritó Delta-Dos desde el asiento trasero, señalando por la ventana—. ¡Una lancha!

Delta-Uno hizo virar el Kiowa y vio una Crestliner tatuada de agujeros de bala alejándose del Goya y sumergiéndose en la oscuridad.

Tenía que tomar una decisión.